Sobre Lucas 4, 21-30.
Hace no demasiado tiempo, este relato del evangelio de Lucas habría alimentado mi sentimiento y -¿por qué no decirlo?- mi actitud de víctima. Soy absolutamente consciente de que mi proceso de salida del armario como homosexual creyente tuvo que salvar tres obstáculos. El primero, aceptarme a mí mismo tal como soy, valorándome y empoderándome como persona. El segundo, desvanecer la idea de Dios que me habían ofrecido, y que había asumido como la verdadera; a cambio descubrí a un Padre misericordioso que me ama sin condiciones. El tercero, superar mi resentimiento hacia la Iglesia, algo que me producía gran dolor y estaba certeramente sustentado por actitudes contra las personas LGBTIQ+ que me hacían un terrible daño, ahora que me reconocía a mí mismo como parte de dicho colectivo.
De los tres, el último fue el más difícil de salvar. Sentirme lúcidamente amado por Dios y quererme y apreciarme a mí mismo me había ocupado casi toda la vida. Pero era mucho más complicado curar las heridas que me había producido la Iglesia. Sobre todo porque no cesaban las ofensas. Así pues, todo eso hacía que viviera ese tiempo como víctima, dolido, resentido y alejado.
Al poco de salir del armario tuve la gracia de comenzar a caminar junto a otros cristianos homosexuales. Eso me permitió compartir vida a la luz de Dios y celebrar la fe alejando miedos y prejuicios. Cuando nació Ichthys también lo hizo nuestra consciencia personal y común de sentirnos miembros de una Iglesia que no nos aceptaba pero a la que no estábamos dispuestos a renunciar. Paralelamente fuimos advirtiendo nuestra misión en la Iglesia, algo que era inimaginable antes de que nos convenciéramos y asumiéramos que nuestra identidad sexual y afectiva era un regalo de Dios. De esa forma nuestra tarea sería llevar la luz del Evangelio a otras personas LGBTIQ+ que aún no habían recibido la Buena Noticia de que el Padre no excluye a nadie del Reino a causa de su identidad sexual. También, recuperar a todas las personas alejadas como consecuencia de los actos de inmisericordia que habían realizado miembros de la Iglesia a lo largo del tiempo.
Cuando empezamos a manifestar nuestra opinión y a denunciar lo que como grupo cristiano nos parecía injusto, también se iniciaron las reacciones en nuestro contra. Allí donde estábamos acogidos se originaron movimientos para echarnos del lugar. Se intentó suspender una oración convocada por un mundo sin homofobia y de repente nos vimos a solas sin más apoyo que el de algunos a título personal, pero no de nuestra Iglesia de referencia. Las acusaciones e injurias provocaron que se nos prohibiera celebrar la eucaristía como grupo. Tiempo después, y también gracias a informaciones e inculpaciones mal intencionadas, se nos obligó a suspender otra oración contra la homofobia que íbamos a celebrar en un templo de la ciudad. Tuvimos que trasladarnos a un taller de circo y celebrar la oración protegidos por la policía, pues un grupo ultra nos amenazó con darnos una paliza “por maricones y bolleras”. Y aún más tarde, de nuevo denunciados maliciosamente, nos obligaron a anular un encuentro de oración y concierto con el grupo musical Ain Karen, que íbamos a celebrar en una iglesia de Sevilla. Hay más sucesos y tanto en ellos como en los que he descrito, la única razón por la que se nos persigue es porque somos un grupo LGBTIQ+ que además es cristiano, católico, y para algunos sectores de la Iglesia resultamos incómodos, cuando no meras representaciones de todos los males.
La primera vez que escuché que alguien nos decía que éramos profetas me pareció que el vocablo era demasiado grande para nosotros. Pero es cierto que todas las reacciones contra Ichthys estaban provocadas por nuestra denuncia abierta referente a quienes no nos trataban como hermanas y hermanos, sino de forma excluyente aún siendo personas y grupos que se manifestaban seguidores de Jesucristo.
Sorprendentemente las negativas y actitudes provenían de grupos y personas muy religiosas. Hoy mismo podríamos comprobar esa constante y nos daríamos cuenta de que parece como si nos dijeran algo parecido a lo que escuchó Jesús en Nazaret: “¿no son estos….?”
Y deberíamos contestar como el maestro: “ningún profeta es aceptado en su pueblo”. Para más tarde ser empujados afuera y llevados al precipicio con intención de arrojarnos.
Haciendo oración sobre este texto de Lucas, y reflexionando sobre él, me alegra comprobar que todas esas experiencias dolorosas de exclusión que sufrimos, y cuantas vengan por delante, están libres de victimismo. Es imposible no recordarlas porque forman parte de nuestra historia, y como tales son testimonio de pasión pero, igual que Jesús no se llamó a sí mismo víctima, nosotros tampoco lo somos. Las personas LGBTIQ+ cristianas somos ciertamente profetas que, al estilo de Juan, alzamos nuestra voz en el desierto, pero sobre todo somos testigos del Padre bueno que valora a sus hijas e hijos por igual, con el mismo amor. Cuando rememoramos a los profetas recordamos primero a aquellos que anunciaban desgracias o castigos y denunciaban con dureza los comportamientos incoherentes de personajes bíblicos o incluso del propio pueblo. Jesús en este pasaje utiliza las palabras de Isaías que traen buenas noticias -“evangelizar a los pobres, liberar a los cautivos, dar vista a los ciegos, liberar a los oprimidos”-, y es junto al de Juan, el modelo de profeta que las cristianas y cristianos LGBTIQ+ hemos de adoptar. Sobre todo porque nuestras historias personales, y también la colectiva, es rica en acontecimientos en los que Dios es oasis en largos desiertos y luz en las largas noches. Nadie ha deseado tanto un abrazo del Padre como nosotras y nosotros.
Que nos empujen hasta las afueras de la ciudad no será más que una anécdota. Sabremos abrirnos paso entre la muchedumbre y seguiremos nuestro camino.
"Jesús, como Elías y Eliseo, no es enviado sólo a los judíos"
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