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agosto 14, 2023

LXVI LA OVEJA ROSA

Sobre Juan 10, 27-30



Durante la mayor parte de los años en los que he sido consciente de mi identidad homosexual he tratado de dirigirme a Dios buscando respuestas. A veces susurrando, en ocasiones gritando, muchas llorando, nunca encontré contestación.

Cuando era un niño me encontraba terriblemente solo pese a estar rodeado de gente que me quería, me apreciaba y valoraba. Estaba solo ante mi verdad porque el temor a recibir daño cuando contase que era gay me paralizaba completamente. Así que decidí mantener el armario cerrado por siempre. Tenía miedo de que si se enteraban de que era un marica dejaran de quererme, de apreciarme y valorarme.

Mi único diálogo sincero era con Dios. Le gritaba, le gritaba, le gritaba sin escuchar su voz a cambio.


El texto de Juan 10, como otros tantos de las Escrituras en los que se asemeja a Jesús con el Buen Pastor, me tranquilizaba porque de alguna forma me hacía sentir protegido por el Padre, pese a su silencio. No acababa de entender la razón por la cual no me liberaba de ser así. Le rogaba que me hiciera como cualquier otro chico “normal”. Estaba seguro de que sufriría menos y quizá fuera más feliz.

Con esta idea fui creciendo, manteniendo mi armario cada vez más opaco, mi vida cada vez más vacía, mi esperanza cada vez más rota y mi fe cada vez más débil.

Pasó mucho tiempo y pasé por mucho más hasta que decidí visibilizarme. Tenía 42 años y necesitaba con urgencia ser yo mismo. Estaba agotado de mantener historias paralelas. Aunque todavía tenía miedo a las burlas, los desprecios o los rechazos, me urgía ser por primera vez en la vida sincero conmigo mismo y con los demás. 

Estaba convencido de que en este paso tenía que implicar a Dios. Soy creyente, mi fe pudo estar alguna vez al nivel del suelo, pero nunca la perdí. Así que en ese momento en el que estaba, lo bastante alejado como para no ver al Padre en el horizonte, me adentré en el desierto a ver si lo encontraba. Durante mi búsqueda le llamaba sin cesar, pero siempre me respondía el silencio.


En ese tiempo de páramo fortalecí los ratos de oración y esos momentos fueron cada vez más ricos y frecuentes. Al principio sólo era yo hablando, pidiendo, voceando, suplicando, gritando irritado para que Dios dijera algo. Después poco a poco dejé que la paz ganara espacio y ofrecía al Padre lo mismo que Él me daba: silencio. Era mi manera de enfrentarme a Dios.

Ese intenso verano de 2003 fue muy importante para mí por muchos motivos. Todos ellos, de una u otra forma, fueron instrumentos que me empujaron a ir acercándome a Dios sin moverme de donde estaba, porque en realidad nunca había estado lejos de mí. 

Cuando lo comprendí fue orando el texto de Juan 10 de este domingo. Fue una sorpresa descubrir algo tan obvio. Porque durante años y años estuve hablando a Dios, gritándole, pataleando, chillándole y nunca obtuve respuesta. Cuando lo que tenía que hacer era estar atento a su voz y nada más.


Las palabras de Jesús en el evangelio de Juan, pese a tantas veces como las había leído y orado, son una auténtica sorpresa. “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco”… 

No era yo quien debía empeñarme en alzar la voz esperando respuesta. El Padre estaba hablándome todo el rato y no había sabido reconocerlo. Fue una inmensa alegría darme cuenta de que durante tanto tiempo estuvo esperándome hasta que fuese capaz de dejar a un lado mi arrogancia, abandonar mis prejuicios y el papel de sufriente que había asumido desde hacía mucho.


Apreciar la voz del Padre que me llama y me conoce fue una de las razones para salir  del armario sin renunciar a mi fe. Porque es la fe lo que da sentido a mi visibilidad y no otra cosa. 

Pero hay más. Juan añade: “y ellas me siguen”. Verdaderamente es lo que da sentido a todo. ¿De qué sirve escuchar a Dios si no soy capaz de ser su testigo? El seguimiento a Jesús es siempre arriesgado. Quizá para las personas LGBTIQ+ el riesgo tenga un matiz especial. Un amigo dice que los cristianos LGBTIQ+ comprometidos no es que seamos valientes sino que somos más bien temerarios, quizá porque nuestra experiencia vital habitó muchas trincheras y superó muchas batallas. 


Ahora ya no tengo miedo. He curado las heridas. Nada me impide reconocer la voz del Pastor y me siento orgulloso de ser una de las ovejas rosas que no podrán serle arrebatadas al Padre. Porque el Padre y el Pastor son uno. ¿Quién me separará del amor de Dios?



En aquel tiempo, dijo Jesús: "Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano.
Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre.
Yo y el Padre somos uno."

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