Sobre Lucas 17, 5-10
Una de las preguntas más recurrentes de cuantas me hacen cuando comparto que soy homosexual y además cristiano, es por qué conservo la fe.
—¿Homosexual y cristiano? —dicen. —¿Cómo puedes?
Por un lado parece lógico que se cuestionen. La mayoría de quienes lo hacen son personas alejadas, mujeres y hombres que no encontraron la manera de seguir creyendo sin renunciar a su identidad sexual. También hay gente herida que fue tácitamente apartada de la Iglesia y se siente resentida pero, sobre todo, defraudada. Les robaron las razones para creer. ¡Hay tantas personas a las que les fue arrebatada la fe!
No hace mucho vi un anuncio en Facebook en el que podía leerse “oremos por los que perdieron la fe”. Yo prefiero rezar por quienes hacen posible que otros la pierdan, para que comprendan que la Palabra de Jesús es pura misericordia y nula exclusión.
¿Por qué tengo fe? Es una buena pregunta. Pues bien: entiendo que mi fe se mantiene viva porque nunca perdí de vista a Jesucristo. Mis crisis de fe —esas que me gusta llamar desiertos— coinciden con los momentos en los que creí más en la doctrina que en Él. Las veces que estuve alejado de Dios fueron aquellas en las que me dejé vencer por todo lo que me hacía sentir miserable, sucio y pecador porque soy homosexual. Desde pequeño he ido recibiendo mensajes que chocaban dramáticamente con lo que iba percibiendo en mí en cuanto a mi identidad sexual. A nivel social y religioso, en ambos sentidos se me educaba para que comprendiera que ser homosexual no estaba bien, no era bueno, era malo. Y si era tan pernicioso para mí como para saber que no debía contar a nadie jamás cómo era yo, qué sentía, cómo amaba, en definitiva, quién era yo, cuánto peor ante Dios mismo, de quien me decían rechazaba de plano cualquier comportamiento “contra natura”. Estaba condenado por el Creador que me había traído al mundo como hijo suyo, aunque con algún defecto según parece. No me quería. O renunciaba a mí mismo o me las vería en el infierno.
Parece gracioso ahora que escribo esto, pero para un chaval, un adolescente homosexual creyente en Dios, era terrible todo aquello. Sentirte solo porque tienes miedo a sincerarte con los tuyos, y sentirte rechazado por Dios porque comprendes que lo que te ocurre no es algo pasajero sino que así eres… Es demasiada presión, tanta como para pensar que quizá fuese mejor perder la vida que vivir tan perdido.
Con la perspectiva que da el tiempo y la experiencia, ahora sé que esos largos y terribles desiertos que se prolongaron durante años fueron las veces que tuve más fe en las normas sociales que en mí mismo. También fueron las ocasiones en las que tuve más fe en la doctrina que en Jesús. A medida que fui otorgando mayor importancia a la religión —normas, preceptos, doctrina— que al propio Padre Dios, sin quererlo iba alejándolo de mí.
No soy consciente de haber perdido nunca la fe en Dios. En el sentido de que, incluso en los peores momentos, siempre supe que no podía ser cierto que Él no me amase tal como soy. Un sacerdote, contándole esto entre todo mi proceso de salida del armario, me dijo que ese sentimiento era un auténtico síntoma de que mi fe siguió viva. Es verdad. Nunca dejé de hablar con Él, a veces rendido y agotado, otras enfadado porque pareciera que no hiciese nada por dar sentido a lo que me estaba sucediendo. Durante muchos años rezaba al Señor pidiéndole que me hiciese “normal”, y tuvo que pasar mucho tiempo para que entendiese que era todo lo normal que Dios había planeado para mí. Tan normal como cualquiera de sus otras criaturas.
Como los apóstoles, tuve que pedir a Jesús que acrecentara mi fe. Ahí fue cuando supe que la única manera de que mi noqueada fe se hiciera fuerte era poniéndolo a Él en medio, en el centro de mi vida. Es ahí donde me encuentro ahora, es decir, en ese proceso en el que poco a poco voy haciéndole sitio, confiando en Él, escuchando su voz, advirtiendo su presencia, dejando que me interpele, descansando en Él. Continuamente doy gracias porque no me abandonó ni siquiera cuando yo quise huir. No dejo de dar gracias a Dios porque conservo la fe. Puede que sea pequeña como un grano de mostaza, pero es tan decidida como para atreverme a tocar su manto y escuchar cómo me dice una y otra vez “tu fe te ha salvado”.
En aquel tiempo, los apóstoles le pidieron al Señor: "Auméntanos la fe." El Señor contestó: "Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: "Arráncate de raíz y plántate en el mar." Y os obedecería. Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: "En seguida, ven y ponte a la mesa"? ¿No le diréis: 'Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú"? ¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: "Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer."
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