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agosto 10, 2023

LXII APEDREAR EN EL NOMBRE DE DIOS

Sobre Juan 8, 1-11.



Para una persona LGBTIQ+ es difícil no situarse junto a la mujer adúltera, a punto de ser apedreada por haber escandalizado a la gente aparentemente cumplidora y fervorosa de Jerusalén. Al menos a mí se me hace complicado. Desde chaval me he sentido ahí, en el centro del círculo, rodeado de gente señalándome porque soy diferente. Esta es la razón de ser de los armarios. Sabes que si te visibilizas, más tarde o más temprano te harán daño.  


Agradezco a mi armario el haber servido de muro y refugio tras el que evitar palizas y patadas, como las que sí he podido ver sobre otros sin ser capaz de intervenir, porque el miedo paraliza incluso los mejores principios. Los ataques verbales, los desprecios y las condenas tampoco los sufrí en primera persona estando en el armario, pero aún así eran dardos que calaban hondo hasta las entrañas, agrandaban y hacían enorme y pesada la soledad, me hacían sentir despreciable ante Dios. 


Superar el armario fue posible gracias a un largo proceso de reconocimiento personal, es decir, solo fui capaz —al igual que muchas personas LGBTIQ+— cuando recuperé la autoestima y me valoré como persona aceptando mi homosexualidad —no como un defecto y por tanto algo malo, sino como algo natural y perfectamente bueno. 

También rescaté a Dios para mi vida, porque era imposible entenderla sin invitar al Padre a entrar en mi casa siendo Él -sorprendentemente- quien llevaba mucho tiempo esperándome.


Después tuve que calmar el dolor, curar las heridas, sanar el rencor y eliminar el resentimiento. La mujer adúltera del relato de Juan curó dolor, heridas, rencor y resentimiento gracias a las palabras de Jesús: «Tampoco yo te condeno; anda y en adelante no peques más». Siempre me he preguntado qué pecados tendría la mujer adúltera diferentes a los de cualquiera que estaba preparado con una piedra en la mano a punto de lapidarla. Desde luego Jesús acababa de quitar valor a la ley antigua que condenaba a esta mujer a ser apedreada. 


A mí me costó mucho tiempo curar mi resentimiento. Justo cuando salí del armario la Iglesia española entraba en virulenta guerra contra la realidad LGBTIQ+ a causa de la ley del matrimonio igualitario. En la Navidad del 2004 un obispo español hizo una desafortunada comparación entre la “tendencia homosexual” y la propensión al robo o al asesinato. Algo así como “puedes tener una inclinación, pero otra cosa es que la practiques”. Y después se quitó la culpa: «Yo nunca he dicho que los homosexuales no entrarán en el Reino de los Cielos; lo dice San Pablo». Otros obispos dijeron cosas tan tristes como que las personas LGBTIQ+ no éramos auténticas hijas de Dios; pero por lo que me he acordado de este prelado en particular es porque también hizo mención a lo que compartió un político católico en una entrevista en televisión. El ministro dijo que si Cristo volviera a la Tierra estaría con los pobres y los pecadores y no miraría con quién se acuesta la gente. Y aquí el obispo contestó sacando a la luz el pasaje de Jesús con la mujer adúltera: «no le dijo que pudiese acostarse con quien quisiese, sino: “Tampoco yo te condeno, vete en paz y no peques más». 


Me pregunto qué pecados tendría yo diferentes a los de este obispo y cualquier otro. No tuve la suerte de la mujer adúltera, que escuchó nítidamente a Jesús diciéndole que Él tampoco la condenaba. En mi caso había demasiado ruido alrededor, no se habían ido los fariseos ni los doctores de la ley. Seguían levantando la mano amenazando con apedrearme mientras gritaban que mis comportamientos son intrínsecamente desordenados y debía cambiar para ganar el aprecio de Dios. Así que tardé mucho en escuchar a Jesús porque tuve que aprender a descubrir su voz suave en medio de tanto escándalo.


Aún hoy las declaraciones de unos y otros “profesionales de la religión” me impiden oír a Cristo y hacen que —como dice mi acompañante espiritual— se me cuele el mal espíritu, y recupere rencor y resentimiento con la fuerza de antaño. En esos momentos me gustaría decir a los que tiran piedras que ya basta de hacer daño, de causar dolor, de crear angustia, de arrancarle a la gente la fe, de apropiarse del nombre de Dios, de adueñarse de la Iglesia de Jesús. Ya basta. ¿Queda algo más por lo que tengamos que suplicarles que nos dejen vivir en paz nuestra fe dentro de la Iglesia? 


Después se me pasa ese mal espíritu, justo cuando de nuevo recupero la capacidad de escuchar la voz cálida de Cristo entre tanto griterío. Ahí el resentimiento se disipa y soy capaz de perdonar hasta la próxima vez. Me gusta pensar que este debe ser el modo de actuar de las personas LGBTIQ+ cristianas frente a los letrados y los fariseos: no con rencor sino con perdón, pero a la vez manteniendo nuestro testimonio y elevando la voz en la denuncia profética. No van a apagar nuestra voz. No van a lapidar nuestra fe. No vamos a perder la esperanza en la Iglesia de Jesús.



En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba.
Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?"
Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo.
Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.
Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: "El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra."
E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.
Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos.
Y quedó sólo Jesús, con la mujer, en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: "Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?" Ella contestó: "Ninguno, Señor."
Jesús dijo: "Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más".

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