Sobre Lucas 6, 39-45
No es fácil orar este pasaje del Evangelio sin hacer antes un profundo ejercicio de equidad personal que ayude a evitar caer en lo que Jesús precisamente advierte sobre la brizna en el ojo ajeno y la viga en el propio. Creo que es la escritora Siri Hustvedt quien dice que “los fragmentos de nuestros recuerdos no cobran coherencia hasta que los reimaginamos y los pasamos a palabras”. Tengo buena experiencia descubriendo la mano de Dios en mi historia, otorgando sentido a lo que creí no lo tenía y aportando un matiz de cohesión allí donde incluso imaginé haber fracasado como persona. Eso es para mí reimaginar los recuerdos —traerlos renovados a la memoria— y darles sentido a la luz del Padre. Además hoy Jesús nos habla de coherencia. Confieso de antemano que cargo con multitud de traviesas en los ojos y mi primer impulso es advertir la mota en los del otro antes que en los míos cuando estoy cara a cara frente a otra persona (a veces me doy cuenta de que eso también sucede cuando me miro en el espejo). De cualquier modo la reflexión de la Palabra de hoy me invita —nos invita— a ser razonable a la hora de traer recuerdos para pasarlos a palabras y, sobre todo, generoso cediendo paso en el puente, como quizá diría el teólogo James Martin.
Dentro del armario me causaba mucha tristeza ser consciente de que estaba mintiendo a todo el mundo. Nadie sabía absolutamente nada de mí, y vivía según los comportamientos sociales de cualquier heterosexual. Incluso llegué a tener dos novias, una a los dieciocho años y más tarde estuve con una chica maravillosa cuando tenía 25. Con ninguna de ellas fui sincero, como con el resto de personas que se relacionaban conmigo en cualquier ámbito. Tenía plenamente asumida mi identidad sexual y afectiva —otra cosa es que además estuviera asustado—, así como intuía que no podía hacer nada por cambiar eso, de la misma manera que mis ojos seguirían siendo azules incluso aunque los hubiese escondido bajo unas lentillas negras. Aun así continuaba aparentando lo que no era.
Fui catequista muchos años y bastantes de ellos asumiendo responsabilidades en la Pastoral Juvenil. No creo que en esto nadie pueda recriminarme ningún comportamiento censurable y me refiero especialmente en cuanto a mi trabajo como agente de pastoral, donde siempre fui fiel a la doctrina de la Iglesia, a veces haciéndome violencia interior en temas con los que chocaba duramente, sufriendo mucho por ello.
Mi vida en realidad era una gran farsa. Esa es la experiencia de cualquier armario: sientes que eres un fraude mientras sigues percibiendo cómo el miedo a hacerte visible congela todo tu cuerpo, especialmente las entrañas, las garras, los músculos y resortes necesarios para gritar lo que te pasa pero, sobre todo, el armario te congela el corazón, que se convierte con el tiempo en un témpano helado.
La parábola que utiliza Jesús del guía ciego me angustiaba sobremanera. Por alguna razón desde siempre he inspirado seguridad entre los amigos, quienes me confiaban secretos y confidencias sin que yo pudiera corresponderles en la misma forma, aun sin que lo sospecharan. Era como si me dieran cien y yo les devolviese lo mismo, pero la mitad en moneda falsa.
Todavía me abrumaba más cuando como catequista estaba con el grupo de chavales e incluso acompañaba a algún joven como guía, y ahí sí que me sentía un guía ciego, un tremendo comediante representando el papel de cristiano ejemplar cuando en realidad no era más que un desviado, un pecador según lo que me habían enseñado desde niño.
Poco a poco me iba adentrando en un proceso de lucha contra Dios mismo, los dos a solas porque con nadie más compartía nada de esto, en un desesperado intento por descubrir si Él tenía algo que decirme y, al mismo tiempo, anhelando que su Palabra me consolara y así mantener viva la fe. Pero estaba cansado y agobiado. Demasiado agotado como para escuchar el susurro de Dios en el viento.
Un día en catequesis hablaba a los jóvenes sobre la necesidad de nacer de nuevo, de dejarse fortalecer por el Espíritu. De pronto me di cuenta de que no me creía lo que les decía. Fue mi última reunión.
Pasó un largo tiempo antes de que saliera del armario. Evidentemente una de las primeras cosas que curé fue toda esa sensación de haber sido un impostor. No creo que sea justo culpabilizarme por no haber sido capaz de ser yo mismo en una sociedad y una Iglesia que estigmatiza a las personas lgtb. No soy culpable del miedo a ser excluido, insultado, vejado o violentado. No soy culpable de haber creído que Dios no me amaba como hijo suyo. No soy culpable de haberme imaginado como guía ciego. No soy culpable de haberme sentido sucio, pecador, degenerado, porque es lo que me habían hecho creer toda la vida.
Toda la vida asustado por la viga de mi ojo, terrible y dolorosa.
Al salir del armario dejé atrás todos esos complejos, miedos y temores. Y entré —como les ha sucedido a otras personas— en la espiral del victimismo, enarbolando una discutible denuncia profética para desenmascarar a los culpables de que hubiera perdido toda mi vida atemorizado.
No era difícil encontrar a quienes acusar de hipócritas por sus palabras hirientes e inmisericordes contra la comunidad LGBTIQ+, en especial en el contexto religioso. Todo el mundo sabe que detrás de un discurso encendidamente homófobo probablemente hay una persona reprimida y armarizada. ¡Cuántos casos de pederastas homosexuales entre el clero que lanzaban homilías encendidas contra las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo!
Hace tiempo, en esos años en los que ser visible era una novedad y me parecía urgente y necesaria la denuncia profética, no dudaba en poner en evidencia a quienes maltrataban a las personas LGBTIQ+ con discursos tan terribles como el de aquel obispo que aseguró que los homosexuales no éramos hijos auténticos de Dios. En esos momentos encontraba pleno sentido al evangelio de Lucas y hubiera gritado como Jesús: ¡hipócrita!
Sin embargo ahora, más sosegado, más juicioso, quizá más consciente de lo que significa la misericordia de Dios y sus consecuencias para con el resto de hombres y mujeres, me siento especialmente llamado a la conciliación por encima de la confrontación. No renuncio a manifestar mi desacuerdo en aquello que lo merece, a pedir explicaciones, a denunciar llegado el extremo. ¿Pero cómo dejar a un lado las palabras de Jesus? ¿Cómo ser tan duro de corazón? ¿Cómo pagar con la misma moneda? Cómo no perdonar si es preciso?
La firmeza en las convicciones no está reñida con la compasión, especialmente porque nuestros ojos también tienen motas y sería falso no admitirlo. Yo sé lo mal que se pasa sintiéndose un guía ciego a punto de caer en el hoyo.
Al poco de salir del armario y hacerme plenamente visible tuve una serie de reencuentros con muchas personas, y algunas de esas conversaciones fueron auténticos regalos de Dios.
Una de ellas la mantuve con un responsable de la Pastoral Juvenil del Centro donde estuve y del que me fui. Me pedía que regresara. Le conté cómo me había sentido, la sensación de ser un guía ciego, de ser un comediante, de ser un hipócrita… Me dijo: —mira, tú hablas del guía ciego, de motas y vigas en los ojos, de hipocresía y falsedad. Pero también dice Jesús en ese texto que el árbol bueno da buen fruto, y que el hombre bueno saca el bien del buen tesoro de su corazón. Así que no temas, vuelve, nunca dejaste de ser un buen hombre. Más bien con todo lo bueno y malo que has vivido tuviste el privilegio de conocer a Dios de una forma tan especial que ya no puedes guardar esa experiencia solo para ti.
Las personas cristianas LGBTIQ+ tenemos que narrar la suerte que hemos tenido al costarnos tanto descubrir que, pese a las apariencias, Jesús caminaba a nuestro lado, nos sostenía, nos cuidaba. Porque sólo así es posible tocarle e intimar con Él, fiarse y descansar sin temor. Hemos tenido que soportar muchas veces que señalaran la brizna en nuestros ojos. Nuestra fe no ha sido gratuita, pero eso precisamente es lo que hace posible que seamos capaces de valorar como ningún otro colectivo la bondad de Dios.
En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola: "¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?
Un discípulo no es más que su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro.
¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: "Hermano, déjame que te saque la mota del ojo", sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.
No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano.
Cada árbol se conoce por su fruto; porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos.
El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca."
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