Sobre Lucas 16, 1-13.
La parábola del administrador astuto es uno de los textos más difíciles de interpretar de todo el Nuevo Testamento. Al menos para mí lo es. De hecho ha suscitado importantes exégesis a lo largo del tiempo, incluso por parte de Padres de la Iglesia, todas muy interesantes pero con distintos matices en sus conclusiones. Por eso me da cierto pudor poner por escrito lo que la reflexión de esta Palabra me dice, que es bastante desde luego. Porque no soy biblista ni mucho menos. Y tampoco soy teólogo. Así que intentaré caminar cauteloso entre estas líneas con la humildad que me permite expresar lo que siento desde la experiencia de fe y, por supuesto, de vida.
Creo que la mejor forma de acercarse a esta parábola es interpretándola como un juego irónico que nos propone Jesús, un guión de comedia que nos sorprende por lo fácilmente imaginable que es cada escena. Asombra lo actual que resulta lo que cuenta. Hoy estamos tristemente habituados a personajes como el hombre rico, el administrador astuto y los deudores que terminan aceptando hacer trampas. Todos forman parte de un engranaje de injusticias, inmoralidades y abusos que parecen ser “normales” en la dinámica social y económica en que vivimos. Parece que los tiempos no han cambiado.
Una lectura cerrada de esta parábola puede llevarnos a dudar si alguno de los comportamientos observados en ella pueden ser, si no lícitos, al menos justificables. En ciertas traducciones, la palabra señor (en referencia al hombre rico) se ha cambiado por amo, precisamente para evitar equívocos al equiparar al señor, en minúsculas, con el Señor, nuestro Dios. De hecho las versiones al uso en la liturgia emplean la palabra amo desde hace mucho tiempo. Sin embargo, el más aceptado original de este Evangelio está en griego y parece bastante claro que Lucas no escribió “jefe”, ni “dueño”, ni “propietario”, ni “terrateniente”, ni tampoco “amo”, sino “señor”, sin mayúscula inicial, pues no se utilizaba habitualmente ese carácter diferenciador como en nuestra lengua, por ejemplo.
Me gusta creer —siguiendo las tesis de algunos teólogos y biblistas estudiosos de Lucas— que el evangelista lo hizo adrede para crear esa confusión entre quienes escucharan esta parábola que, por cierto, no se recoge en ningún otro Evangelio. Así llega un momento en que cuando nombramos al hombre rico con la palabra señor, nos parece que lo que sucede en el relato es que la forma de actuar del administrador está bien y es buena, porque encuentra una manera de salvar el pellejo y despierta la admiración del señor por su astucia.
Estamos acostumbrados a las parábolas que escriben otros evangelistas, con protagonistas positivos y comparaciones claras. Lucas, por el contrario, narra las parábolas por contraste, y eso complica encontrar su sentido pero, sin embargo, permite que su mensaje sea muy directo e implacable, terriblemente incontestable.
Lucas nos presenta a un Jesús que ironiza con quienes lo escuchan. Todos los protagonistas de la parábola son unos impresentables. No se salva ni el señor, el amo. Seguramente los discípulos y quienes estuvieran allí oyendo al Maestro esperaban otro desenlace, otro tipo de historia. Pero no: el cuento acaba con el señor alabando a aquel administrador infame porque había actuado sagazmente.
Por eso era necesario que Jesús, al terminar la parábola, aclarara un poco qué había pasado y es entonces cuando habla sobre la honradez, la lealtad, la integridad y la decencia. Terminando con dos de las frases más duras de todo el Nuevo Testamento: “ningún criado puede servir a dos señores, pues odiará a uno y amará a otro, o será fiel a uno y despreciará a otro”; y la más tajante: “no podéis servir a Dios y al Dinero”.
La interpretación de esta última frase no deja lugar a dudas. Ciertamente en un mundo globalizado donde los intereses económicos de unos pocos influyen tan directa y negativamente en el bienestar de la mayoría, la sentencia de Jesús tiene que hacernos recapacitar sobre qué podemos hacer al respecto como creyentes.
Es tentador adentrarse en discursos de riqueza y pobreza si nos dejamos llevar por la demagogia.
Procuro ser más práctico en mis pensamientos de cara a poder ser más crítico con mis propios comportamientos. Y puesto que muy poco puedo hacer ante empresas tan grandes como que la Iglesia reparta sus bienes entre los pobres, prefiero centrarme en no permitir que las riquezas que poseo se conviertan en mi dueño y señor por encima de las personas y situaciones de dolor e injusticia que me rodean. A partir de ahí actúo, por supuesto, pero eso queda en mi conciencia y apelo a otra palabra de Jesús —“que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu derecha”— para no compartir más de lo que es público.
No hay mucho margen en la lectura de hoy para hablar desde mi ser LGBTIQ+. En esto, como en todo, Jesús no hace distinciones a la hora de elegir destinatarios para su mensaje. El hecho de que sea homosexual no me excluye del compromiso para hacer de este mundo un lugar más justo, donde las diferencias sociales y económicas sean cada vez menores. Aún más, las personas LGBTIQ+ formamos parte de una frontera social y de una minoría que sigue siendo marginada en demasiados aspectos. Esa experiencia debe hacernos más solidarios y ha de empujarnos a ser más coherentes entre nuestra fe y nuestros comportamientos.
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