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abril 28, 2024

CXXIX ARRANCARSE DE LA VID


Sobre 
Juan 15, 1-8


Recuerdo muy bien una meditación sobre esta lectura de Juan, acerca de la vid verdadera y el verdadero viñador. Fue durante un retiro para catequistas hace muchos años. Andaba construyendo por enésima vez los andamios de mi vida, convencido de que no resultaba del agrado de Dios, decidido a vivir una doble vida que me permitiera disfrazar de normalidad eso que yo era y tanta vergüenza y miedo me daba confesar, y resignado a mentir por puro instinto de supervivencia para el resto de mi existencia. Estas tres desesperanzadas columnas sostenían toda mi vida. Y ahí, en ese punto, estaba yo, meditando sobre la vid verdadera y el viñador.

Conservo un cuaderno desde el que ahora comparto lo que escribí:

"Mi naturaleza parece que me hace incómodo a los ojos de Dios. Me doy cuenta de que no puedo ser sarmiento de la vid. Soy más bien espina de una zarza, púa de un cactus, una hoja de ortiga. No puedo ser diferente a lo que soy por mucho que me empeñe. Puedo engañar a cualquiera pero no al viñador. Mejor arrancarme de la vid”.

Eso hice. Abandoné todo. Dejé mi comunidad con no recuerdo qué excusa, renuncié como catequista (hacía días me sorprendí hablando a los jóvenes acerca de cómo ser fiel al Espíritu sin creerme un ápice lo que les decía), arrinconé mis hábitos de fe, me alejé de Dios tanto como pude durante un largo tiempo. 

De otro modo, probablemente, si hubiese conseguido reunir el valor suficiente para salir del armario en ese momento, habría sido cortado de la vid como tantas otras, como tantos otros, podado por algún viñador celoso del método y la tradición, y de tantas razones como se preocupan de demostrar con poderosos argumentos teológicos y hermeneúticos que humillan la dimensión humana y ponen medida a la dignidad de las personas LGBTIQ+. Aunque quizá, este sea tema para profundizar en él en otro momento.

En mi caso, de manera voluntaria, como también les ocurre a muchas personas creyentes LGBTIQ+, decidí auto-arrancarme de la vid. Todo eso me creó un doble sentimiento, por un lado de paz, al reconocerme por primera vez honesto conmigo mismo, y por otro de vacío, porque posiblemente había conseguido valorarme como persona, mas comenzaba a entender que Dios no tenía nada que ver con esta historia de desprecio.

Paradójicamente, acordarme de todo esto ahora, años después y visto con perspectiva, me concede la oportunidad de agradecer a Dios que me permitiera descubrir cuánto necesitaba de Él. Es verdad que las personas LGBTIQ+ que en algún momento de nuestras historias personales fuimos rozadas por el Padre, nunca fuimos abandonadas por Él, pese a que quisimos irnos de su casa. Los creyentes LGBTIQ+ seguramente encontraremos infinitos argumentos para justificar nuestra marcha, pero en el fondo ninguna de esas razones se acreditan desde Dios, sino a causa de lo que algunos hombres de Dios interpretan respecto a cómo debemos ser para dignificarnos como cristianos.

Todo esto -ahora estoy seguro- y, desde que tengo uso de razón, tantas otras crisis de fe por lo de ser homosexual, no ha hecho otra cosa que acercarme más a Dios en vez de alejarme, porque así fui muchas veces hijo prodigo volviendo a casa, mujer apedreada por quienes no estaban libres de pecado, mal herido asistido por el buen samaritano, ciego que vuelve a ver, leproso que cura sus llagas, mujer que toca el manto del Maestro, oveja perdida a la que encuentra el pastor y, también, sarmiento cortado que el viñador injerta con cuidado en la vid, cura y vigila para que la savia vuelva a correr por él dando vida.

Cuando en oración miro atrás a mi vida, ciertamente no me hace feliz recordar cómo sufrí al no poder ser yo mismo durante buena parte de mi historia, pero veo claramente a Dios. Incluso en los tiempos en los que creí estar alejado de Él, sé que me sostuvo y le estoy eternamente agradecido por su constancia. Si digo que tengo fe no es solo porque creo en Dios sino porque Él nunca dejó de creer en mí. Pero han hecho falta muchos años para ser consciente de todo esto, desde aquella meditación sobre la vid y el viñador que me llevó a saltar desesperadamente del barco y huir.
Ahora sé con seguridad que Él es la vid verdadera que permanece unido a mí, y yo a Él. Ahora pido lo que quiero y sé que lo tendré.


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos».

abril 21, 2024

CXXVIII NECESITAMOS PASTORES QUE HUELAN A OVEJA


Sobre 
Juan 10, 11-18

Sentí gran alegría cuando escuché al Papa Francisco pedir a los sacerdotes que fuesen pastores con olor a oveja. Ocurrió en la misa del jueves santo de 2013, pocos días después de ser elegido. Las personas creyentes LGBTIQ+, y en realidad todas las personas LGBTIQ+ con fe o no, estábamos acostumbradas a que muy pocos sacerdotes se arriesgaran a verse mezclados en nuestros asuntos, por mucho que demandábamos no solo la más mínima misericordia en no pocos juicios de valor por su parte, sino sobre todo la mayor de las atenciones en temas de pastoral y acompañamiento espiritual.
Los sacerdotes, religiosos y religiosas que, hasta ese momento, se atrevieron a rozarse con nosotros lo suficiente como para oler a oveja rosa, tuvieron que sortear obstáculos y dar explicaciones, cuando no actuar de tal forma que su labor no fuera descubierta.

La exégesis del texto del Buen Pastor suele presentar a Jesús como el pastor bueno que se preocupa de todas las ovejas, incluso de aquellas que no son propiamente de su rebaño, frente a otros pastores que envilecen su trabajo descuidando su deber.
Evidentemente, nuestra experiencia como ovejas de otro redil no es a causa de sentirnos menos cercanos de Dios, sino por estar más alejados de los pastores, de los malos pastores. Pues no es de Dios de quien somos ovejas perdidas, sino de la Iglesia.

Aún más dolorosamente, constatamos cómo las personas LGBTIQ+ creyentes que pierden el contacto con Dios, llegan a ese punto como consecuencia del mal hacer de malos pastores, incapaces de reconocer como parte de su misión a quienes, según el catecismo, por una parte merecemos respeto y debemos ser acogidos con compasión y delicadeza, pero por otra tenemos comportamientos desordenados que no pueden recibir aprobación en ningún caso.
Tanto a quienes abandonaron a Dios como a las personas que mantuvimos la fe, nos causa gran tristeza esta falsa condescendencia que permite seamos nosotros mismos siempre y cuando renunciemos a nuestra afectividad y a nuestra sexualidad, puesto que son conductas confusas y perturbadoras.

Cinco años después de aquel deseo de Francisco, en el que pedía a los ministros de la Iglesia que fueran buenos pastores, que se desgastaran con todas las ovejas sin preguntar, vamos percibiendo ciertos cambios, apreciando la cercanía de nuevas caras que se unen a las que siempre se arriesgaron y no pusieron reparos en ser rostro sincero de la Iglesia del Padre. 

Pero todavía queda un largo camino. Todavía sobran pasos atrás. Estorban miedos y tradiciones. Fastidian lobos con piel de amable pastor. Agobian pastores que empuñan la ley para callar sus propios miedos. Hostigan los fanáticos. Gritan los intolerantes. Ponen, entre todos, límites a nuestra dignidad como personas y como creyentes. Creyentes en el Dios que nos soñó tal como somos.
Aún así nada nos va a separar del amor que Dios nos tiene. Hoy como nunca cantamos con el Rey David “el Señor es mi pastor, nada me falta”.


Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas. El asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, cuando ve venir al lobo, escapa abandonando las ovejas, y el lobo las arrebata y dispersa. Como es asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el buen pastor: conozco a las mías y ellas me conocen a mí, como el Padre me conoce y yo conozco al Padre; y doy la vida por las ovejas. Tengo otras ovejas que no pertenecen a este corral; a ésas tengo que guiarlas para que escuchen mi voz y se forme un solo rebaño con un solo pastor. Por eso me ama el Padre, porque doy la vida, para después recobrarla. Nadie me la quita, yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y para después recobrarla. Éste es el encargo que he recibido del Padre.

abril 14, 2024

CXXVII DIGNIDAD FINITA


Sobre 
Lucas 24, 35-48


Hace años, cuatro amigos homosexuales creyentes comenzamos a reunirnos para hacer oración en una pequeña y escondida habitación que nos prestaron. Como estaba en un edificio de un colegio religioso, pidieron total discreción. No hacía falta el ruego, pues los cuatro teníamos suficientes razones para ser discretos hasta el extremo. Aún estábamos más dentro que fuera del armario. Además algunos éramos catequistas y seguro que si se descubría nuestro secreto lloverían los problemas.

Al poco de iniciar nuestro camino, comenzó a discutirse en el Parlamento la Ley que permitiría el matrimonio entre personas del mismo sexo y la adopción por parte de parejas LGBTIQ+. 
La Iglesia organizaba grandes manifestaciones multitudinarias contra esa Ley. Algunos cardenales y obispos fueron especialmente crueles en sus homilías de aquellos meses, con comentarios que causaron dolor y rabia entre las personas LGBTIQ+ creyentes, como nosotros. Se multiplicaron por mil los expedientes de apostasía. Un obispo español dijo que los homosexuales no éramos auténticos hijos de Dios...

En mitad de ese caldeado ambiente nos reuníamos temerosos, irritados, enojados, asustados y, desorientados, orábamos por ver qué nos decía Dios de todo esto, temiendo que la situación apagara finalmente nuestra fe y encendiera nuestro rencor, acrecentando nuestra identidad de víctimas y, en consecuencia, hiciéramos caso a nuestro instinto de supervivencia abandonando todo, como ya alguna vez hablamos en esa apartada habitación.

La lectura de Lucas me recuerda toda esa historia: Creyentes en Jesús, asustados y poco menos que ocultos en un cuarto. Salvando las distancias, nosotros también éramos como esos apóstoles que tantas vicisitudes tuvieron que soportar para mantener viva su fe. Nosotros, como ellos, estábamos en una habitación muertos de miedo ante la que se estaba formando, sin saber muy bien si debíamos hacer algo u optar por desentendernos y vivir nuestras vidas al margen de Jesús. Los apóstoles, como nosotros, estaban esperando una señal que les animara a anunciar la Buena Noticia. Aun hoy siguen dándose las condiciones para encerrarnos empujadas y empujados por los maestros de la Ley, que nos conminan a cumplir a rajatabla los mandamientos, pero nos prohiben recibir ciertos sacramentos.

No se nos presentó Jesús a cenar, ni nos enseñó sus heridas para que creyéramos. Pero puso en nuestro particular camino de Emaús a personas que nos mostraron por dónde ir, y nos dio instrumentos para curar el rencor y el victimismo, las dos mayores tentaciones de cualquier persona cristiana LGBTIQ+.

Con nosotros Jesús se quedó. Nos dijo que, si estábamos convencidos de lo que Él significaba en nuestras vidas, debíamos contarlo. Y eso hacemos: compartir nuestra historia, contagiar nuestra experiencia. Ser testigos.

Y también, por la misma razón, somos voz que pide justicia. En estos tiempos se nos habla de dignidad, proponiéndonos cumplir la Ley para que se nos reconozca a Cristo vivo en nuestras historias de salvación. Me pregunto quién puede arrogarse la autoridad de certificar la autenticidad de que es el Padre quien me bendice siendo homosexual, lesbiana, bisexual o transexual, y no una imaginación o un sueño, o un invento de mi mente. La humanidad de Dios se diluye en la norma, en la tradición, y en numerosos argumentos teológicos, bíblicos y hermenéuticos que arrasan con la novedad que ofrece Jesucristo en nuestras vidas, especialmente de las más vulnerables, las de nuestras hermanas y hermanos transexuales, para quienes ciertamente la dignidad que se les ofrece es del todo finita.

Con todo, somos testigos de salvación. Mujeres y hombres LGBTIQ+ que se saben hijas e hijos queridos por Dios. Y estamos decididos a anunciarlo, a transmitirlo, a contarlo, por encima de las incertidumbres, de las dificultades, de los obstáculos que se nos presenten, alejados del victimismo, ausentes de rencor, bendecidos por el Padre. 



Ellos por su parte contaron lo que les había sucedido en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Estaban hablando de esto, cuando se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: —La paz esté con vosotros. Espantados y temblando de miedo, pensaban que era un fantasma. Pero él les dijo: —¿Por qué estáis turbados? ¿Por qué se os ocurren tantas dudas? Mirad mis manos y mis pies, que soy el mismo. Tocad y ved, que un fantasma no tiene carne y hueso, como veis que yo tengo. Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Era tal el gozo y el asombro que no acababan de creer. Entonces les dijo: —¿Tenéis aquí algo de comer? Le ofrecieron un trozo de pescado asado. Lo tomó y lo comió en su presencia. Después les dijo: —Esto es lo que os decía cuando todavía estaba con vosotros: que tenía que cumplirse en mí todo lo escrito en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos. Entonces les abrió la inteligencia para que comprendieran la Escritura. Y añadió: —Así está escrito: que el Mesías tenía que padecer y resucitar de la muerte al tercer día; que en su nombre se predicaría penitencia y perdón de pecados a todas las naciones, empezando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de ello.

abril 07, 2024

CXXVI DUDAR


Sobre 
Juan 20, 19-31



Siempre me he sentido mucho más identificado con los personajes “débiles” de la Biblia que con los que demuestran fortaleza y fidelidad. En especial con los que en algún momento hacen palpable su incredulidad ante lo que Dios va planteándoles. Por eso en diferentes etapas de mi vida he sido Jonás huyendo de Dios para no cumplir su encargo, Abrahám escéptico ante la promesa de descendencia, Job enojado culpando a Dios de sus desdichas, Pedro negando hasta tres veces a Jesús, o Tomás recelando de que el Maestro hubiera resucitado.


En el armario no se puede aspirar a la santidad sin pasar antes por lo que se parece mucho a la mediocridad, y en esa experiencia es fácil coincidir con todos estos protagonistas del Antiguo y del Nuevo Testamento que no terminaron de confiar ciegamente en Dios y se rindieron ante su evidente falta de fe. 

Por eso mi afinidad con todos los que dudaron o no fueron capaces de reconocer al Creador. Yo era uno con todos, me eran asequibles, alcanzables en su palpable humanidad. Vivía con exagerada pasión sus debilidades porque eran las mías, excusándome en ellos y justificando igualmente mis miedos en cada uno de esos personajes. Indudablemente y sin darme cuenta, iba empapándome de sus admirables experiencias de Dios, aunque en ese tiempo de armario no fuese capaz de ver más allá de sus flaquezas.


Salir del armario significó muchas cosas. Una de ellas fue la capacidad de dimensionar multitud de sucesos de mi vida, otorgándoles un sentido positivo y por eso trascendente. Fue como pasar a color fragmentos de una historia en blanco y negro. Así define un amigo homosexual su salida del armario. Me parece una imagen muy certera: poner color a la vida. En clave creyente fue además alojar a Dios allí donde me lo habían arrebatado, es decir, descubrir al Dios de Jesús y apreciar cómo me quiere tal como soy. Soy consciente de que ahora me parece algo obvio, pero entonces fue una emocionante novedad.


En ese proceso de encontrar sentido a mi historia desde una dimensión de fe, los personajes de la Biblia a los que me aferré identificándome con sus debilidades cobraron una importancia vital. Ciertamente también gracias a ellos no perdí la fe en los momentos de mayor duda, cansancio o desesperanza durante los años de armario. Ahora daba un paso más al reconocer de qué forma Dios había hecho de sus particulares desconfianzas hacia Él los cimientos de una fe inquebrantable. A Jonás, a Abrahám, a Job, a Pedro o a Tomás no les tuvo en cuenta nada sino más bien decidió seguir derramando sobre ellos suficientes razones para que se sintiesen dichosos. 


Tomás es especial. Su incredulidad no responde tanto a una falta de fe sino a la necesidad de cerciorarse de que es verdad eso que cree. Algo así como cuando escuchamos que llueve pero necesitamos sacar el brazo por la ventana y notar cómo nos mojamos. Solo entonces nos convencemos de que cae la lluvia. A Tomás no le bastaba que sus hermanos le contaran que el Maestro vivía. Necesitaba verlo, sentirlo para confirmar su confianza en que Cristo había resucitado.


De alguna manera mi decisión de salir del armario se movía por los mismos impulsos de Tomás. Necesitaba ver a Jesús para asegurarme de que estaba ahí. Como le pasaba a Tomás, sabía que encontrarme con el Maestro significaría que todo lo anterior tenía sentido, que no iba a ser un fracaso, que el tiempo de desierto había valido la pena. 


Sé que Cristo vive porque me permitió ponerme ante su costado y sus manos heridas.  Eran como un espejo claro en el que me reflejaba, donde pude ver mis penas, mi amargura, mi cansancio, mi desesperanza, mi aflicción,… mientras sentía cómo me decía que no fuera incrédulo, sino creyente, que estuviera tranquilo porque Él me amaba sin despreciar ni un solo cabello de mi cabeza. Cuando levanté la mirada todo mi dolor había desaparecido y fui capaz de proclamar “¡Señor mío y Dios mío!”.


La historia de Tomás es muy bella porque solo a él le fue permitido ponerse ante el Maestro para que, si hubiese querido, tocase sus heridas. Quienes piensan que Jesús le recrimina sus dudas cuando le dice “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que creen sin haber visto”, están equivocados. Lo sé porque soy uno de tantos que recelamos de que Dios nos ame y, por tanto, dudamos que hubiese resucitado en nosotros. Soy por eso uno de los que Cristo atrae hasta notar su aliento, porque sabe nuestras historias, nuestras luchas, nuestros celos. Sabe que nos vemos en sus heridas y que nuestro “Señor mío y Dios mío” no es sólo una expresión de fe sino nuestra manera de decir que hemos vuelto a casa.



Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos con las puertas bien cerradas, por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se colocó en medio y les dice: —Paz con vosotros. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron al ver al Señor. Jesús repitió: —Paz con vosotros. Como el Padre me envió, así yo os envío a vosotros. Dicho esto, sopló sobre ellos y añadió: —Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los mantengáis les quedan mantenidos. Tomás, que significa Mellizo, uno de los Doce, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: —Hemos visto al Señor. Él replicó: —Si no veo en sus manos la marca de los clavos y no meto el dedo por el agujero, si no meto la mano por su costado, no creeré. A los ocho días estaban de nuevo dentro los discípulos y Tomás con ellos. Vino Jesús a puertas cerradas, se colocó en medio y les dijo: —Paz con vosotros. Después dice a Tomás: —Mete aquí el dedo y mira mis manos; trae la mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, antes cree. Le contestó Tomás: —Señor mío y Dios mío. Le dice Jesús: —Porque me has visto, has creído; dichosos los que crean sin haber visto. Otras muchas señales hizo Jesús en presencia de sus discípulos que no están consignadas en este libro. Éstas quedan escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida por medio de él.