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febrero 25, 2024

CXX VIVE


Sobre 
Marcos 9, 2-10


Siempre me explicaron este pasaje del Evangelio como una alegoría de la resurrección. De hecho Jesús hace alusión a ella en los últimos versículos, aunque parece que los discípulos presentes no se enteraron de nada de lo que quería decir.
Jesús salió de sí mismo, se transfiguró, como poco tiempo después le sucedería volviendo a la vida a los tres días de ser crucificado.

Resucitar es evidentemente regresar a la vida. Salir de la muerte y volver a existir. De eso las personas LGBTIQ+ que decidimos abrir las ventanas de nuestra vida tenemos bastante que contar. Y quienes somos creyentes le agregamos un sentido más profundo y trascendente.
Por propia experiencia, para un homosexual asustado que no está seguro de si le van a aceptar o no sus amigos, su familia, sus compañeros, su mundo… ser capaz de expresar y contar quién es, qué es y cómo se siente es como resucitar, es transfigurarse, salir de sí y confiar en que a partir de ahora todo va a ir mejor. 
Las personas LGBTIQ+ cristianas tuvimos que hacer además un ejercicio de re-encuentro con Dios, con un Dios nuevo que de repente nos amaba incondicionalmente, que nos aceptaba tal como éramos, que lloraba nuestro tiempo alejadas de Él. Un Dios diferente al que nos habían contado. Este era el buen Dios que daba sentido a todo, que nos recuperaba, que nos salvaba.
Recuerdo ese espacio de mi vida con absoluto agradecimiento y respeto. 

Cuando más tarde, con algunos más, fuimos orando juntos esa experiencia de auténtica resurrección, pudimos haber dicho “¡qué bien se está aquí! Pongamos tres tiendas, y quedémonos con Jesús en este sitio tan fantástico”. Pero optamos por bajar de la elevada montaña y compartirlo con quien quisiera escuchar que Dios tiene una palabra de salvación para cada una y cada uno de nosotros. Ya podemos anunciarlo, porque el Hijo del Hombre vive, y nosotras, nosotros, con Él.


Seis días más tarde tomó Jesús a Pedro, a Santiago y a Juan y se los llevó aparte a una montaña elevada. Delante de ellos se transfiguró: su ropa se volvió de una blancura resplandeciente, tan blanca como nadie en el mundo sería capaz de blanquearla. Se les aparecieron Elías y Moisés conversando con Jesús. Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: —Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a armar tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías –No sabía lo que decía, pues estaban llenos de miedo–. Entonces vino una nube que les hizo sombra, y salió de ella una voz: —Éste es mi Hijo querido. Escuchadle. De pronto miraron en torno y no vieron más que a Jesús solo con ellos.  Mientras bajaban de la montaña les encargó que no contaran a nadie lo que habían visto, hasta que aquel Hombre resucitara de la muerte. Ellos cumplieron aquel encargo pero se preguntaban qué significaría resucitar de la muerte.

febrero 18, 2024

CXIX TENTACIÓN


Sobre 
Marcos 1, 12-15



No hace mucho, un amigo no creyente me admitía la forma en que la Iglesia manifiesta que las personas LGBTIQ+ debemos ser acogidas y no discriminadas; incluso ーrecordabaー abre la puerta a la bendición de parejas del mismo sexo, reconociendo tácitamente al colectivo LGBTIQ+, visibilizándolo por primera vez, situándonos dentro de la Iglesia en la que antes no existíamos. Pero al mismo tiempo ーafeaba mi amigo la Iglesia nos dice que nuestra conducta es desordenada y no puede recibir aprobación en ningún caso (sic). 

A colación de esto, últimamente se publican numerosas reflexiones y análisis poniendo el foco en el debate de una Iglesia que abre los brazos frente a otra que se aferra a la doctrina y la tradición, poniendo de manifiesto que ciertamente debemos ser bien tratados. Incluso que está bien visto acercarse a las personas LGBTIQ+, acogerlos y tal. Pero cuidado con lo que hacemos, lo que pensamos, lo que vivimos, y alerta con eso de la ideología de género, que es como si Belcebú se quisiera instalar a sus anchas en nuestra adorable sociedad. Hace décadas el sida fue el mal que Dios envió al mundo de manos de los homosexuales. Hoy es el "trans-power" lo que destruirá la Tierra.

Este caminar en equilibrio es lo que las personas creyentes LGBTIQ+ hacemos desde hace mucho tiempo, tolerando los pares y nones, transigiendo condescendencias y soportando esperanzas vanas que se esconden en señas llamativas pero insuficientes. Todo esto nos agita demasiado el ánimo (que viene de alma), y provoca la tentación. Una tentación que se nutre del hastío, del cansancio ante tanta espera colmada de gestos complacientes y vanas esperanzas. 

Relata el evangelio que el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Allí fue tentado por el diablo, vivió entre alimañas y los ángeles cuidaban de él.

El status quo actual del colectivo LGBTIQ+ cristiano en la Iglesia me desconcierta, me perturba. Me transporta al desierto dónde está el diablo esperando y dispuesto. Aún no llevo cuarenta días, solo tres orando el texto de Marcos. Pero ya me ha preguntado Satán varias veces qué hago yo metido en estas cosas, en un lugar donde me ponen condiciones para vivir como soy, y donde están continuamente presentando ante el juez cada uno de mis actos, a ver cómo pueden acusarme y de qué. Las alimañas, por su lado, también corretean junto a mí, disfrutando de la situación y diciéndome eso de “¿ves? ya te decía yo que no valía la pena. La Iglesia es una maquinaria parsimoniosa y desengrasada, lenta para adecuarse a los signos de los tiempos y nunca dará un paso firme desoyendo a la tradición”.

Podría llenar muchos folios tan solo nombrando las tentaciones a las que me enfrento cada día, algunas de ellas compañeras de mi historia desde hace muchos años. Tentaciones de todo tipo, que abarcan uno por uno todos los aspectos de mi vida. Todas y todos tenemos tentaciones. Hasta donde me alcanza la memoria, van de mi mano, hasta hoy. Y ーes inútil negarloー muchas veces he caído en ellas, más o menos conscientemente. 
Las considero atracciones que seducen hasta burlar la razón. Hasta perderla, a veces literalmente.

Tentaciones pequeñas fáciles de salvar, tentaciones grandes que requieren mesura... Quizá la tentación que más me hostiga y aguijonea, que más me importuna e insiste, es la de abandonar y tirar la toalla. Es la única tentación que me ocupa y preocupa. La que me obliga a un constante discernimiento que impone una oración profunda, un diálogo con Dios desde el desierto de la incertidumbre, de la debilidad, del agotamiento, y también de la arrogancia, del desafío, de la soberbia...

Sé que Dios no abandona, sino que da sentido a todo. Igual que le sucedió a Jesús, para mí, para nosotros el desierto y sus tentaciones sirven para tomar impulso. Soy un firme convencido de que como cristiano LGBTIQ+ estoy llamado a vivir comprometido con mi fe, a vivir en el riesgo del Evangelio y no en la comodidad descomprometida, a soportar los agravios y a responder con la corrección fraterna, a orar para actuar desde Dios por las hermanas y hermanos LGBTIQ+ que aún viven perdidos y desesperanzados. La tentación de abandonar me acompaña con la misma insistencia que le pido a Dios que me dé fuerzas para vencerla y seguir, como sea, de su mano, confiando, descansando en Él mi ánimo y fiándome de sus planes. Porque estoy convencido de que se cumple el plazo y el Reino de Dios está cerca. La Iglesia de Jesús es posible.


Inmediatamente el Espíritu lo llevó al desierto, donde pasó cuarenta días sometido a pruebas por Satanás. Vivía con las fieras y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se dirigió a Galilea a proclamar la Buena Noticia de Dios. Decía: —Se ha cumplido el plazo y está cerca el reinado de Dios. Arrepentíos y creed en la Buena Noticia.

febrero 11, 2024

CXVIII SI TÚ QUIERES, SEÑOR


Sobre
Marcos 1, 40-45



En tiempos de Jesús los leprosos eran los más despreciados entre los despreciados. La lepra se consideraba un castigo de Dios. Los leprosos eran obligados a vivir en sitios alejados de la sociedad, carecían de cualquier consideración como personas y vivían en las afueras, porque tenían la entrada prohibida en pueblos y ciudades.


Muchas mujeres y hombres LGBTIQ+ nos hemos sentido leprosos en algún momento de nuestras vidas. Todavía hoy, en demasiados lugares del mundo —especialmente en las sociedades donde lo religioso empapa las costumbres y las tradiciones— ser homosexual, ser persona LGBTIQ+, significa formar parte de los excluidos. Y eso provoca que los armarios sigan bullendo de gente atrapada y asustada.


Yo no soy un enfermo por ser homosexual. Pero es obvio que he vivido bastante tiempo como si lo fuera. Durante muchos años de mi historia personal esta lepra fue llevada en secreto y en silencio, cuidando que no se notara que estaba enfermo, que nadie advirtiera mis miradas, mis ademanes, si me latía fuerte el corazón al cruzarme con algún amor imposible, o cuando el amor llegó y tuvo que difrazarse de amistad. Vigilando que nada me delatara. Tejiendo una doble vida. Guardando mis sueños. Tragando ofensas. Erosionando la fe. 

Esta lepra, que no se percibía con llagas ni heridas visibles, pero de la que yo era consciente y —tenía la certeza debía mantener en secreto, me obligó a vivir camuflado, disfrazado de hombre normal durante años. 


Muchas veces pasó Jesús por mi lado. Una de ellas —cansado de ser quien no era, sediento de esperanza y deseoso de recuperar una fe que se me iba de las manos— me atreví a decirle como el leproso del relato de Marcos: si quieres, puedes sanarme.

Ese encuentro con Jesús cambió efectivamente mi vida, me sacó del escondite donde había estado durante tanto tiempo y comprobé que Dios me quiere como soy, sin despreciar ni un solo cabello de mi cabeza, ni un solo gramo de mi corazón.


No me puse de rodillas ante Jesús para pedirle que me curase de nada que tuviese que ver con mi identidad sexual. Por el contrario, le rogué que me sanase de mi sentimiento de ser diferente, de temer represalias, de no poder expresar mi afectividad, de no atreverme a darle gracias por haberme creado así. Me puse ante Él para que no dejase que el rencor me envenenara una vez que mi armario fuese historia. Le supliqué que sanase mi infelicidad y me otorgara el don de ser dichoso, por primera vez, siendo como me sentía.

Muchas veces he contado cómo de pequeño pedía a Dios que me hiciera normal, no porque me encontrase abatido sintiéndome homosexual, sino porque tenía miedo a las consecuencias de que me descubriesen tal como soy.


Jesús cura los miedos de las personas LGBTIQ+ y, desde ese instante, nos hace tremendamente fuertes y extraordinariamente generosas. 

Es paradójico cómo los Evangelios muestran al Mesías acercándose a los débiles y excluidos para librarlos de todo lo que les oprime, mientras que en muchos sitios la doctrina y la tradición religiosa —que actúa en nombre de Dios— sustenta comportamientos en los que se sigue discriminando y agrediendo a los leprosos de nuestro tiempo. ¿Qué hacer ante esto?


La fortaleza que Cristo nos ha regalado nos impulsa a seguir denunciando proféticamente esas conductas. La generosidad que el Maestro nos ha donado nos mueve a perdonar, a tender puentes, a ser sal y luz sin perder energía. Ambas actitudes son las que animan el espíritu de los Grupos creyentes LGBTIQ+ y también de las personas de Iglesia, de las Asociaciones laicales y tantas y tantos que se acercan comprometidamente a esta frontera de la Iglesia, provocados por la respuesta de Jesús en su diálogo con el leproso:

Si quieres, puedes sanarme (de mi miedo a ser yo mismo, ser yo misma, y si quieres puedes darme fuerzas para anunciar que me amas sin reservas).

—Lo quiero —respondió Jesús.



Se le acercó un leproso y arrodillándose le suplicó: —Si quieres, puedes sanarme. Él se compadeció, extendió la mano, lo tocó y le dijo: —Lo quiero, queda sano. Al punto se le fue la lepra y quedó sano. Después le amonestó y le despidió encargándole: —Cuidado con decírselo a nadie. Ve a presentarte al sacerdote y, para que le conste, lleva la ofrenda de tu sanación establecida por Moisés. Pero al salir, aquel hombre se puso a pregonarlo y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía presentarse en público en ninguna ciudad, sino que se quedaba fuera, en despoblado. Y aun así, de todas partes acudían a él.

febrero 03, 2024

CXVI LA FUERZA DE LA ORACIÓN


Sobre
 Marcos 1, 29-39



El relato de hoy es aparentemente poco llamativo. Nos cuenta cómo transcurrió aquel día, después del suceso anterior en la sinagoga por la mañana: fue a casa de Simón y Andrés, y allí curó a la suegra de Simón, y tras ella a muchas más personas que fueron llevándole. Después se retiró a orar, y más tarde hizo planes para el día siguiente.
Sin embargo en este texto se resume buena parte de la actitud vital de Jesús: para empezar vuelve a dejar la ley y la tradición a un lado y no le importa curar en sábado, porque antes está el bien de la gente que el cumplimiento de las normas. No dice Marcos si predicó, pero es fácil imaginar que sí, su forma de hacer, de hablar con autoridad y su estilo transgresor seguramente abrieron los corazones de cuantos estuvieran con él ese día.
Y, por último, se retiró a orar.

Cuando hace años algunas personas homosexuales comenzamos a reunirnos, ansiábamos ser curados del miedo, del rencor, del dolor, de tanta condescendencia con que en los templos de la época se nos iba tratando con autoridad preñada de amenazas. Teníamos algo claro: debíamos descubrir al verdadero Jesús antes de perder definitivamente el norte y matar de fiebre nuestra débil fe. Tuvimos la misma suerte que aquel hombre de la sinagoga, que la suegra de Simón y que tantas otras personas que fueron tocadas por Jesús, pero no por estar sino por querer. Esa es nuestra fe. Como la suegra de Simón, enseguida descubrimos que teníamos que ponernos a servir. Sin pérdida de tiempo.

Y, por supuesto, la oración. No hay acción sin oración detrás. Es imposible hacer por hacer. La fe no se sostiene haciendo cosas, sino sustentada por una espiritualidad que aporte energía, ánimo, voluntad, confianza, alegría de saberse en manos de Dios.
Jesús basaba todo su hacer en la oración. Una oración que no se quedaba ahí, sino que le llamaba a actuar y a dar sentido a todo.

Las cristianas y cristianos LGBTIQ+ tenemos mucho que decir, que anunciar; mucho que hacer, mucho que transformar, que curar. Pero ni una sola de nuestras palabras ni de nuestros actos serán realmente creíbles si no surgen de la oración, del encuentro tranquilo y confiado con papá Dios, el Abbá de Jesús.


En aquel tiempo, al salir Jesús y sus discípulos de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron. Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles. Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían, no les permitía hablar. Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar.
Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron: «Todo el mundo te busca.»
Él les respondió: «Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido.» Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando los demonios.