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marzo 16, 2024

CXXIII DE LA MUERTE A LA VIDA


Sobre 
Juan 12, 20-33

En realidad nunca tuve miedo a la muerte como tal estando en el Armario, en ese largo desierto. Aunque me aterraba la idea de morir e ir (tal como pintaba todo) al infierno. Pero ese es otro sentir diferente. 
Por el contrario, sí que palpé alguna vez el miedo a la muerte de los otros, de los demás: de mis padres, de mis hermanos, de mis amigos, de quien amaba… 
Tengo claro que yo nunca tuve miedo a morir. Por el contrario, en mi adolescencia sí deseé mi muerte. 

En un retiro de esos que llevábamos a cabo durante el curso en el colegio donde estudiaba, el director espiritual empleó buen tiempo en abordar el tema de la moral sexual, como si el sexto mandamiento fuese el pilar fundamental de la fe. Por supuesto, entre otras materias, abordó el asunto de las relaciones prematrimoniales, y se dedicó con fervor a hablar sobre el pecado nefando (que es como los teólogos de antes se referían a las prácticas homosexuales). Nefando, por cierto, significa abominable, execrable, ignominioso, infame, perverso y vergonzoso. Entre otras acepciones igual de exquisitas.
 
Con dieciséis años ya era bastante consciente de mi identidad sexual. Por mucho que hubiera asumido que ese fuera un terrible secreto que guardar, quizá para toda la vida. 
La discutible pericia pedagógica de aquel sacerdote me hizo sentir un ser despreciable, no ya para la sociedad entre la que se encontraban mis compañeros de clase, sino sobre todo ante Dios, para quien era un error, un indigno hijo suyo, un desviado, un degenerado.

La certeza de que nunca podría ser yo mismo, porque el miedo desgarraba cualquier posibilidad de sincerarme con nadie, y ahora la seguridad de que el Padre me despreciaba y aborrecía, hicieron que pensara en acabar con mi vida. Era una buena idea. Sencillamente no tenía esperanza en nada.

Pero Dios tenía otro plan para mí, y aquel intento no pasó de un sobresalto, un lavado de estómago y una docena de sesiones con un psicólogo.

Muchos, muchos años después, conversando con una de las personas que me ayudaron a recuperar y sentir la caricia de Dios, le conté ese instante de mi vida y cómo aquella vez pensé, con un puñado de pastillas en el estómago, que estaría muy bien que el Padre me salvara de lo que se me venía encima… 
Mi amigo recordó esta lectura de Juan 12. Entonces ya no era el chaval de dieciséis primaveras asustado, sino uno de esos gentiles que dicen a Felipe que quieren ver a Jesús, quien comienza a hablar de que el grano de trigo ha de morir para dar fruto. No bastaron un puñado de Valium, daba lo mismo porque al fin y al cabo un adolescente homosexual humillado que no consigue morir así, lo hace poco a poco en vida hasta tocar fondo en la juventud, o en la adultez, que eso da igual porque al final lo que cuenta es que hasta que no mueres, no das fruto.

Infinidad de chicas y chicos LGBTIQ+ se suicidan al cabo de cada año en los tres mundos porque no encuentran fuerzas ni razones para vivir su verdad. La estadística va colmada de jovencísimos creyentes que se van sin que nadie les haya explicado que el Padre los ama, los quiere tal como son y solo desea que mueran a la oscuridad para dar fruto en la luz, que dejen de esconderse y consientan brotar en sus vidas los tallos del Espíritu.

Cuando una persona LGBTIQ+ permite que Dios entre en su historia vital es justo cuando deja de preocuparse por su propia vida, y entonces la gana. En ese momento precisamente, las mujeres y hombres LGBTIQ+ creyentes comenzamos a correr la misma suerte que Jesús y experimentamos nítidamente ser honrados por el Padre. Así lo cuenta Juan en este pasaje, según palabras del Maestro. Y podemos narrarlo en propia vida. Lejos de lamentar nuestras vicisitudes, damos gracias porque por ellas se nos reveló la fe en el Dios bueno, en Abbá, el Dios de la misericordia.


Había unos griegos que habían subido para los cultos de la fiesta. Se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le pidieron: —Señor, queremos ver a Jesús. Felipe va y se lo dice a Andrés; Felipe y Andrés van y se lo dicen a Jesús. Jesús les contesta: —Ha llegado la hora de que este Hombre sea glorificado. Os aseguro que, si el grano de trigo caído en tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que se aferra a la vida la pierde, el que desprecia la vida en este mundo la conserva para una vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde yo estoy estará mi servidor; si uno me sirve, lo honrará el Padre. Ahora mi espíritu está agitado, y, ¿qué voy a decir? ¿Que mi Padre me libre de este trance? No; que para eso he llegado a este trance. Padre, da gloria a tu Nombre. Vino una voz del cielo: —Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré. La gente que estaba escuchando decía: —Ha sido un trueno. Otros decían: —Le ha hablado un ángel. Jesús respondió: —Esa voz no ha sonado por mí, sino por vosotros. Ahora comienza el juicio de este mundo y el príncipe de este mundo será expulsado. Cuando yo sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí –lo decía indicando de qué muerte iba a morir–. 

marzo 09, 2024

CXXII LA LUZ DE DIOS


Sobre 
Juan 3, 14-21


Los Evangelios, la Biblia entera, están colmados de textos que para las personas creyentes LGBTIQ+ son, de alguna forma, fuente de angustia. 

Las más de las veces por cómo son interpretados y utilizados esos pasajes para justificar con ellos la tradición, las normas religiosas y los comportamientos morales que, sin más dilema, son inconfundiblemente contrarios a la naturaleza de quienes, como yo, asistimos asustados a una condena eterna. Durante muchos años en absoluto silencio.

Con otros relatos, quizá menos dramáticos, simplemente porque hemos sido educadas y orientados en el convencimiento de que nuestra identidad sexual nos hace pecadores, y cualquier juicio de Dios será adverso a nuestro deseo de entrar en el Reino al final de nuestras vidas.


Esto de que la Palabra de Dios cause tristeza y pesadumbre parece un contrasentido, pero no es en nada un absurdo para las mujeres y hombres LGBTIQ+. Los párrafos de antes, comencé escribiéndolos en pasado, pero después recordé que en el presente, y con lamentable frecuencia, las personas LGBTIQ+ tenemos que justificarnos para continuar siendo catequistas, partícipes de una comunidad de fe, sacerdotes o religiosas... Debemos demostrar que somos tan legítimas y tan válidos como si fuésemos heterosexuales. Acreditar ante los hombres lo que ante Dios no es necesario probar. Salir a la luz, pero a hombres y mujeres LGBTIQ+ nos dirigen focos más intensos.


Este pasaje de Juan es uno de esos textos. De los menos dramáticos. De los sutiles. A primera vista esperanzador. De hecho, cuando ahora lo llevo a la oración no encuentro más que razones para la esperanza en un Dios bueno que hace todo lo posible por que hombres y mujeres vivan en la luz. 

Sin embargo, mi experiencia anterior, en el armario, era totalmente la contraria, de abatimiento y desánimo. Para mí, todo este texto quedaba sometido a una frase, casi al final: Quien obra mal detesta la luz y no se acerca a la luz, para que no delate sus acciones.  

Me atrevo a decir que no somos pocas las personas LGBTIQ+ que nos parábamos, bloquedas, ante este versículo.


Es verdad: durante buena parte de nuestra historia de vida rehuimos la luz. Primero apagamos las lámparas que iluminaban esa parte de nuestras vidas que no era bien aceptada. Después, nos evadimos de Dios poco a poco, contaminados por ese enredo impuesto que confunde religión y Dios y que termina por difuminar al Padre entre tantas condiciones para sentirlo cerca.


Temía que a plena luz se me notara la pluma o una mirada o cualquier cosa que me delatara. Y a la vez, comencé a rendirme a la evidencia de que por mi naturaleza era inevitable obrar mal, y no me quedaba más salida que detestar la luz de Dios, porque me daba miedo que mi conducta quedara al descubierto. Durante toda mi vida me habían enseñado que las personas como yo actuaban mal a los ojos de Dios. ¿Cómo creer lo contrario?


Afortunadamente llegó un momento en el que fui consciente de que era imposible que Dios fracasase tan escandalosamente conmigo. No me creía que el Padre me desestimase como alguien perfecto, fruto de su creación, solo porque no sentía ni amaba como lo hacía la mayoría. Me enfadé mucho con ese Dios que me ponía obstáculos, que me castigaba a renegar de mí mismo. Es terrible padecer a un Dios juez durante toda la vida, permanentemente censurando mis sentimientos, mi sensibilidad, mi afectividad.


Pero la fe me salvó. La fe del que discute con Dios porque sabe que algo fallaba en ese argumento de los maestros de la Ley. Y esa fe del cabezota me salvó. Supongo que como al leproso extranjero, como a la mujer de mala fama que en casa de Simón se afanó en lavar los pies al Señor, como a la hemorroisa, como al ciego de Jericó,…


La fe me salvó. Ese hilo de fe que no terminó de romperse, que cobijaba al Padre paciente que me cuidó y se ocupó de calmar la sed durante tanto desierto, que me llevó en brazos delicadamente para que ni siquiera lo percibiera, y me recibió en casa celebrando una fiesta por mi vuelta.


Ese es el Dios que me sedujo, el que se manifiesta en Jesús, el que es luz y encendió mi luz, animándome a arder en ella y a abrasar por donde paso. El que se empeñó en convencerme de que en mí no había nada malo, nada escandaloso.


Este es el Padre que a los creyentes LGBTIQ+ recupera para sí, quien nos empuja a actuar desde la verdad y en la luz nos espolea a anunciar a otras gentes que Dios salva, Dios ama, Dios no condena a nadie que crea en Él.



Como Moisés en el desierto levantó la serpiente, así ha de ser levantado este Hombre,  para que quien crea en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca, sino tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él. El que cree en él no es juzgado; el que no cree ya está juzgado, por no creer en el Hijo único de Dios. El juicio versa sobre esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz. Y es que sus acciones eran malas. Quien obra mal detesta la luz y no se acerca a la luz, para que no delate sus acciones. En cambio, quien procede lealmente se acerca a la luz para que se manifieste que procede movido por Dios. 

marzo 02, 2024

CXXI LAS PERSONAS LGBTIQ+ SOMOS TEMPLOS DE DIOS


Sobre 
Juan 2, 13-25

El pasaje que relata Juan es trascendente para entender qué deseaba Jesús, cuál era su fundamento para transformar la idea de Dios que hasta ese momento era la oficial, la que había ido pasando de generación en generación trufándose de tradiciones y ritos. De hecho parece demostrado que este suceso no ocurrió en el orden cronológico que lo presenta el Evangelio, sino justo antes de la Pasión. Lo que hizo y dijo en el Templo tambaleó al poder religioso y confirmó que Jesús era un peligro para la jerarquía dominante. Había que deshacerse de Él.

Hay dos asuntos que Jesús espolea: el poder del dinero y el uso que se hace del Templo (legalmente) como lugar de negocio; también el empoderamiento del ser humano como verdadero Santuario de Dios.

Por primera vez alguien sacaba a Yahvé de los altares y lo ponía en el centro de los corazones de todas las mujeres y los hombres, sin excepción alguna. La sola insinuación de algo así era blasfema. Y cuando dice que podría destruir el edificio y levantarlo nuevo en tres días, fue su sentencia de muerte. Efectivamente, para fundar un nuevo Templo habría de morir y resucitar tres días después. Él era el Templo y, por extensión, nos hacía parte de Él a toda la humanidad.

Hasta aquí un comentario más de un texto muy conocido. Pero, ¿dónde me lleva este pasaje?

Mi historia como persona LGBTIQ+ creyente –y por lo que hemos compartido, la de muchas más– es experiencia de Jesús que arrasa con el Templo y que propone al ser humano como lugar donde Dios habita. Porque hasta el momento de mi vida en el que soy consciente de eso, y me lo creo, andaba escondido procurando aparentar quien no era, para que los mercaderes y demás dirigentes de ese lugar no me miraran mal, juzgaran mis actos o me echaran de allí. Y sólo cuando hago mío el sentimiento de que Dios vive en mí y me ama como obra perfecta suya, sólo entonces comprendo que soy también piedra de este edificio nuevo que Jesús había levantado.

Durante años me habían hecho ver que no merecía ser hijo de Dios. Lo que yo sentía, lo que mi afectividad dictaba, parte importante e indivisible de mi vida parecía estar condenada a mantenerse escondida para siempre, eternamente perdonada en esos terribles ratos de confesión en los que condescendientemente me decían que Dios me quería, pero… ¡había tantas cosas que no podía vivir si deseaba que Dios no me abandonara!

Descubrirme Templo del Padre fue una auténtica liberación. Las personas LGBTIQ+ somos Templo de Dios, y ese sentimiento vívido y ardiente es un regalo de Jesús al que no renunciamos.

Ni los actuales mercaderes que negocian lo que es bueno y lo que es malo, lo que es lícito o no a partir de discutibles tradiciones, ni los que se arropan en el nombre del Padre para juzgarnos como causa de todos los males, ni la religión que oculta al Dios del Evangelio podrán apartarnos del amor de Dios.

Es por esto que los creyentes LGBTIQ+ mantenemos viva una fe a prueba de cualquier obstáculo: porque sabemos que sólo cuando el viejo Templo cae actúa Dios, y en tres días nos invita a su casa, a su mesa, a su abrazo.


Como se acercaba la Pascua judía, Jesús subió a Jerusalén. Encontró en el recinto del templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados. Se hizo un látigo de cuerdas y expulsó a todos del templo, ovejas y bueyes; esparció las monedas de los cambistas y volcó las mesas; a los que vendían palomas les dijo: —Quitad eso de aquí y no convirtáis la casa de mi Padre en un mercado. Los discípulos se acordaron de aquel texto: El celo por tu casa me devora. Los judíos le dijeron: —¿Qué señal nos presentas para actuar de ese modo? Jesús les contestó: —Derribad este templo y en tres días lo reconstruiré. Replicaron los judíos: —Cuarenta y seis años ha llevado la construcción de este templo, ¿y tú lo vas a reconstruir en tres días? Pero él se refería al templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de la muerte, los discípulos recordaron que había dicho eso y creyeron a la Escritura y a las palabras de Jesús. Estando en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en él al ver las señales que hacía. Pero Jesús no se confiaba a ellos porque los conocía a todos; no necesitaba informes de nadie, porque él sabía lo que hay dentro del hombre.