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junio 23, 2024

CXXXVII SIN MIEDO


Sobre
Marcos 4, 35-40


Mi experiencia de fe desde muy pequeño ha ido acompañada de la duda. Pero la fe de los que vacilamos es con frecuencia tan fuerte que nada ni nadie podría quitárnosla si lo intentase, como sucede con el amor de Dios. La incertidumbre que genera la duda —si se ponen los medios para contrastarla con la verdad y la esperanza—, siempre provoca el encuentro con el Padre. Un encuentro mucho más íntimo que el que pudieran experimentar incluso quienes creen a ciegas. Le sucedió a Tomás y le ocurrió a los discípulos, que temieron y dudaron en la barca surcando el mar de Galilea mientras navegaban hacia la otra orilla. 


La razón de mi vacilación siempre estuvo marcada por la identidad homosexual. Pero no en relación a esta sino porque, desde niño, toda la información —y la formación— que iba recibiendo acerca de las personas LGBTIQ+ se refería a ellas como pervertidas, desviadas, pecadoras, sucias,… De hecho, cuando era un crío no se utilizaban las siglas LGBTIQ+, sino otros sustantivos y adjetivos mucho más retóricos y elocuentes, como maricones, tortilleras, desviados o enfermos. 

También pecadores, por supuesto. El pecado “nefando” lo llamaba la Iglesia de entonces, que es como decir abominable, perverso, vergonzoso o infame. La Iglesia de ahora —no la de Jesús, como diría Pagola, sino la que se aferra a la tradición y a la doctrina por encima del propio Evangelio— nos llama sodomitas y nos espera a la salida de misa con carteles recordándonos que iremos directos al infierno.


A medida que fui consciente de mi identidad sexual, y notaba además que era algo tan inevitable como mi tono de piel o el color de mis ojos, comenzaron a surgir las dudas. Las relativas a si sería aceptado o rechazado por mis seres queridos, amigos, etc, se solucionaron mediante la construcción de un magnífico armario que fui ampliando, perfeccionando y dotando de sofisticadas herramientas defensivas a través de los años. 

En cuanto a si Dios me amaba siendo “tan tremendamente marica”, ahí se instaló el temor, que dio paso a la duda, y esta a la desconfianza, la incertidumbre y por fin a la vacilación, que todo es lo mismo en realidad, pero que se me antojan diferentes grados de un mismo sentimiento.


Sin embargo, nunca dejé de luchar contra ello. Continuamente buscaba en los Evangelios dónde decía Jesús algo contra las personas como yo. Desesperadamente hablaba con Dios rogándole respuestas. Impaciente, esperaba una señal que me sacara de este titubeo y confirmara mi esperanza en que eso del pecado nefando fuese una patraña. 

De una manera que no sabría describir con palabras, sentía que, pese a toda mi confusión, Dios estaba a mi lado de forma imprevisible. 


Ahora, mirando atrás con ojos agradecidos, sé que toda esa lucha por creer, esa larga experiencia de dudas y esperanzas, ha hecho posible que mi fe sea fuerte y mi confianza en el Padre sea sincera. La mayoría de las personas LGBTIQ+ creyentes hemos tenido que conquistar una fe que nos fue arrebata por la duda. La duda la alimentan los prejuicios, las tradiciones, los ritos, los miedos. Todo eso viene de fuera. Pero la duda la construimos nosotros y somos nosotras y nosotros quienes debemos facilitar en el momento preciso que Dios entre en nuestros corazones para disiparla. 


Las mujeres y hombres LGBTIQ+ cristianos estamos llamados a no tener miedo y por eso confiar en la promesa de Jesús, porque sin esa certeza no es posible vivir nuestra fe serenamente. Lo sabemos porque para llegar a creer tuvimos que aterrarnos en mitad del mar embravecido, pasar largos desiertos y transitar muchos caminos en soledad. Éramos como los apóstoles que cruzaban el lago, asustados por una terrible tormenta. El temor ante las dificultades y las contrariedades ciertamente podía generarnos duda. Ni más profunda o sincera que la de cualquier otro hijo de Dios sea cual sea su identidad sexual o de género, aunque igual de sofocante porque pensamos que al Maestro le daba igual que naufragáramos.


Pero esta fe especial a la que me refería al principio ha hecho posible que perdamos radicalmente el miedo, dejemos a un lado el rencor, olvidemos todo resentimiento, y con ello hagamos realidad que otras personas reconozcan a Jesús, recuperen la fe, reconquisten sus vidas y en ellas abran sitio al Padre, cuyo amor nada ni nadie podrá arrebatarnos. 




Aquel día al atardecer les dijo: —Pasemos a la otra orilla. Ellos despidieron a la gente y lo recogieron en la barca tal como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó un viento huracanado, las olas rompían contra la barca que estaba a punto de anegarse. Él dormía en la popa sobre un cojín. Lo despertaron y le dijeron: —Maestro, ¿no te importa que naufraguemos? Se levantó, increpó al viento y ordenó al lago: —¡Calla, enmudece! El viento cesó y sobrevino una gran calma. Y les dijo: —¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe? Llenos de miedo se decían unos a otros: —¿Quién es éste, que hasta el viento y el lago le obedecen?

junio 08, 2024

CXXXV OFENDER AL ESPÍRITU


Sobre
 
Marcos 3, 20-35


La oración me ayuda a interpretar -aún tiempo después- todos los sucesos de mi vida, todo eso que no pude entender en su momento, acontecimientos ante los que entonces pedí dolorosas explicaciones a Dios-Padre como si tuviera la culpa de todo y a Dios-Hijo, porque sufría en propia carne que su Palabra, su mensaje, su Evangelio era pura utopía, una farsa en la que no debía confiar.


Cuando era un chaval tenía fama de introvertido. Aún siendo sociable, divertido, simpático, ocurrente y un poco payaso, jamás hablaba de mí, nunca contaba lo que sentía, nadie me conocía de verdad. Me acostumbré a resolver mis propios conflictos yo solo y me resigné a vivir ocultando una parte importante de mí mismo. Quizá por eso cuando ahora cuento mi historia, más aún recuperándola a la luz de la oración, es como si me liberarse de una pesada carga, como si desgarrase mi propia vida y Dios pusiera nombre a cada instante.


Dios y yo siempre hemos tenido una relación complicada. Según percibía cómo se comportaba la gente con las personas LGBTIQ+ (incluso gente cercana), no me atreví a confesar nada. Y por lo que me iban revelado mis educadores, resultaba ser un pecador con muy pocas posibilidades de ganar el perdón de Dios. Dejé de incluir cualquier dato relativo a mi afectividad o sexualidad en las confesiones, tras una experiencia desagradable con un sacerdote que terminó llamándome enfermo e invitándome a visitar a un psiquiatra. Aún así continuaba siendo un chico más espiritual que religioso, deseoso de que realmente Dios se pareciera más al padre del hijo pródigo que a ese juez que me presentaban y que me acusaba de desviado y pecador. Ese combate me acompañó siempre en toda mi vida, triste y agobiante en la adolescencia, colérico y rabioso a medida que iba haciéndome adulto. Así que cuanto más claro tenía que yo no era culpable de ser así ni estaba contagiado de mal alguno, cuanto más evidente me parecía eso, más me alejaba de Dios. Más pecaba contra Dios.


Pecar contra Dios era eludir lo que Él tenía preparado para mí, rechazar su amor incondicional, despreciar la certeza de que yo era una obra perfecta del Padre. Eso es pecar contra Dios, y pequé conscientemente de pura rabia porque no escuchaba respuesta ante mi insistente queja: “Dios mío, da sentido a tanto como sufro por haberme creado así”. El Padre callaba. ¿Y el Hijo? También pequé contra Jesús cuando desconfié de su Palabra, cuando dudé de Él, cuando olvidé que sus heridas eran las mías. Cuando ignoré su advertencia sobre pecar contra el Espíritu.


Fui consciente de mi identidad muy joven, casi un niño. Por mucho que copiara los comportamientos de mis amigos con las chicas fue solo eso: una imitación por supervivencia. A los quince mi mayor problema era que me sentía homosexual y no solo no era capaz de comunicarlo, sino que tenía que resolver un serio conflicto entre fe y vida. A los dieciséis años la presión era tan grande que pensé que lo mejor sería terminar con todo. No me fue difícil conseguir unas pastillas y me dormí. Cerré los ojos con ganas de no despertar. No pasó de un susto inmenso para mi madre, y un disgusto para mi padre, pero se las arreglaron para que nadie supiera la verdad y todo pareciera una intoxicación. Un día de hospital, lavado de estómago y varias sesiones de psicólogo ante el que tampoco fui capaz de contar la verdad y que terminó diagnosticando una crisis de adolescencia agravada por mi introspección. Pero nada trascendió. Se sumó a la lista de secretos de mi vida, este compartido con mis padres. Muchos años después supe que mi madre encontró una nota que dejé sobre la mesa aquella tarde, de la que ni me acordaba, y sobre la que nunca me hizo mención. 


Así pequé contra el Espíritu, despreciando mi vida y dando más valor al miedo que a la libertad de ser yo mismo. Pero dentro del armario, y especialmente dentro de los armarios adolescentes, no se aprecian esas cosas. Después, mucho después, comprendí que mi pecado contra el Espíritu era aún más trascendente, porque el Espíritu es libertad y yo renuncié a la libertad que Dios me otorga, desistiendo ser hijo suyo. Pero esta percepción fue muy posterior, hace poco tiempo, cuando precisamente me puse a mano del Padre abriendo el armario de mi vida de par en par, bajé las defensas, dejé las armas y el Espíritu Santo me hizo libre, absolutamente libre.


Entró en casa, y se reunió tal gentío que no podían ni comer. Sus familiares, que lo oyeron, salieron a calmarlo, porque decían que estaba fuera de sí. Los letrados que habían bajado de Jerusalén decían: —Lleva dentro a Belcebú y expulsa los demonios con el poder del jefe de los demonios. Él los llamó y por medio de comparaciones les explicó: —¿Cómo puede Satanás expulsarse a sí mismo? Un reino dividido internamente no puede sostenerse. Una casa dividida internamente tampoco. Si Satanás se levanta contra sí mismo y se divide, no puede mantenerse en pie, más bien perece. Nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y llevarse su ajuar si primero no lo ata. Sólo así, podrá saquear, luego, la casa. Os aseguro que a los hombres se les pueden perdonar todos los pecados y las blasfemias que pronuncien. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tiene perdón jamás, antes es reo de un delito eterno. Jesús dijo esto porque ellos decían que tenía dentro un espíritu inmundo. Llegaron su madre y sus hermanos, se detuvieron fuera y lo mandaron llamar. La gente estaba sentada en torno a él y le dijeron: —Mira, tu madre y tus hermanos [y hermanas] están fuera y te buscan. Él les respondió: —¿Quién es mi madre y [mis] hermanos? Y mirando a los que estaban sentados en círculo alrededor de él, dijo: —Mirad, éstos son mi madre y mis hermanos. [Porque] el que haga la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre. 

julio 03, 2023

XXI. PECAR CONTRA EL ESPÍRITU

Sobre Marcos 3, 20-35


La oración me ayuda a interpretar -aún tiempo después- todos los sucesos de mi vida, todo eso que no pude entender en su momento, acontecimientos ante los que entonces pedí dolorosas explicaciones a Dios-Padre como si tuviera la culpa de todo y a Dios-Hijo, porque sufría en propia carne que su Palabra, su mensaje, su Evangelio era pura utopía, una farsa en la que no debía confiar.


Cuando era un chaval tenía fama de introvertido. Aún siendo sociable, divertido, simpático, ocurrente y un poco payaso (no tengo abuela), jamás hablaba de mí, nunca contaba lo que sentía, nadie me conocía de verdad. Me acostumbré a resolver mis propios conflictos yo solo y me resigné a vivir ocultando una parte importante de mí mismo. Quizá por eso cuando ahora cuento mi historia, más aún recuperándola a la luz de la oración, es como si me liberarse de una pesada carga, como si desgarrase mi propia vida y Dios pusiera nombre a cada instante.


Dios y yo siempre hemos tenido una relación complicada. Según percibía cómo se comportaba la gente con las personas LGBTIQ+ (incluso gente cercana), no me atreví a confesar nada. Y por lo que me iban revelado mis educadores, resultaba ser un pecador con muy pocas posibilidades de ganar el perdón de Dios. Dejé de incluir cualquier dato relativo a mi afectividad o sexualidad en las confesiones, tras una experiencia desagradable con un sacerdote que terminó llamándome enfermo e invitándome a visitar a un psiquiatra. Aún así continuaba siendo un chico más espiritual que religioso, deseoso de que realmente Dios se pareciera más al padre del hijo pródigo que a ese juez que me presentaban y que me acusaba de desviado y pecador. Ese combate me acompañó siempre en toda mi vida, triste y agobiante en la adolescencia, colérico y rabioso a medida que iba haciéndome adulto. Así que cuanto más claro tenía que yo no era culpable de ser así ni estaba contagiado de mal alguno, cuanto más evidente me parecía eso, más me alejaba de Dios. Más pecaba contra Dios.


Pecar contra Dios era eludir lo que Él tenía preparado para mí, rechazar su amor incondicional, despreciar la certeza de que yo era una obra perfecta del Padre. Eso es pecar contra Dios, y pequé conscientemente de pura rabia porque no escuchaba respuesta ante mi insistente queja: “Dios mío, da sentido a tanto como sufro por haberme creado así”. El Padre callaba. ¿Y el Hijo? También pequé contra Jesús cuando desconfié de su Palabra, cuando dudé de Él, cuando olvidé que sus heridas eran las mías. Cuando ignoré su advertencia sobre pecar contra el Espíritu.


Fui consciente de mi identidad muy joven, casi un niño. Por mucho que copiara los comportamientos de mis amigos con las chicas fue solo eso: una imitación por supervivencia. A los quince mi mayor problema era que me sentía homosexual y no solo no era capaz de comunicarlo, sino que tenía que resolver un serio conflicto entre fe y vida. A los dieciséis años la presión era tan grande que pensé que lo mejor sería terminar con todo. No me fue difícil conseguir unas pastillas y me dormí. Cerré los ojos con ganas de no despertar. No pasó de un susto inmenso para mi madre, y un disgusto para mi padre, pero se las arreglaron para que nadie supiera la verdad y todo pareciera una intoxicación. Un día de hospital, lavado de estómago y varias sesiones de psicólogo ante el que tampoco fui capaz de contar la verdad y que terminó diagnosticando una crisis de adolescencia agravada por mi introspección. Pero nada trascendió. Se sumó a la lista de secretos de mi vida, este compartido con mis padres. Muchos años después supe que mi madre encontró una nota que dejé sobre la mesa aquella tarde, de la que ni me acordaba, y sobre la que nunca me hizo mención. Así pequé contra el Espíritu, despreciando mi vida y dando más valor al miedo que a la libertad de ser yo mismo. Pero dentro del armario, y especialmente dentro de los armarios adolescentes, no se aprecian esas cosas. Después, mucho después, comprendí que mi pecado contra el Espíritu era aún más trascendente, porque el Espíritu es libertad y yo renuncié a la libertad que Dios me otorga, desistiendo ser hijo suyo. Pero esta percepción fue muy posterior, hace poco tiempo, cuando precisamente me puse a mano del Padre abriendo el armario de mi vida de par en par, bajé las defensas, dejé las armas y el Espíritu Santo me hizo libre, absolutamente libre.


Entró en casa, y se reunió tal gentío que no podían ni comer. Sus familiares, que lo oyeron, salieron a calmarlo, porque decían que estaba fuera de sí. Los letrados que habían bajado de Jerusalén decían: —Lleva dentro a Belcebú y expulsa los demonios con el poder del jefe de los demonios. Él los llamó y por medio de comparaciones les explicó: —¿Cómo puede Satanás expulsarse a sí mismo? Un reino dividido internamente no puede sostenerse. Una casa dividida internamente tampoco. Si Satanás se levanta contra sí mismo y se divide, no puede mantenerse en pie, más bien perece. Nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y llevarse su ajuar si primero no lo ata. Sólo así, podrá saquear, luego, la casa. Os aseguro que a los hombres se les pueden perdonar todos los pecados y las blasfemias que pronuncien. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tiene perdón jamás, antes es reo de un delito eterno. Jesús dijo esto porque ellos decían que tenía dentro un espíritu inmundo. Llegaron su madre y sus hermanos, se detuvieron fuera y lo mandaron llamar. La gente estaba sentada en torno a él y le dijeron: —Mira, tu madre y tus hermanos [y hermanas] están fuera y te buscan. Él les respondió: —¿Quién es mi madre y [mis] hermanos? Y mirando a los que estaban sentados en círculo alrededor de él, dijo: —Mirad, éstos son mi madre y mis hermanos. [Porque] el que haga la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.