Sobre Marcos 4, 35-40
Mi experiencia de fe desde muy pequeño ha ido acompañada de la duda. Pero la fe de los que vacilamos es con frecuencia tan fuerte que nada ni nadie podría quitárnosla si lo intentase, como sucede con el amor de Dios. La incertidumbre que genera la duda —si se ponen los medios para contrastarla con la verdad y la esperanza—, siempre provoca el encuentro con el Padre. Un encuentro mucho más íntimo que el que pudieran experimentar incluso quienes creen a ciegas. Le sucedió a Tomás y le ocurrió a los discípulos, que temieron y dudaron en la barca surcando el mar de Galilea mientras navegaban hacia la otra orilla.
La razón de mi vacilación siempre estuvo marcada por la identidad homosexual. Pero no en relación a esta sino porque, desde niño, toda la información —y la formación— que iba recibiendo acerca de las personas LGBTIQ+ se refería a ellas como pervertidas, desviadas, pecadoras, sucias,… De hecho, cuando era un crío no se utilizaban las siglas LGBTIQ+, sino otros sustantivos y adjetivos mucho más retóricos y elocuentes, como maricones, tortilleras, desviados o enfermos.
También pecadores, por supuesto. El pecado “nefando” lo llamaba la Iglesia de entonces, que es como decir abominable, perverso, vergonzoso o infame. La Iglesia de ahora —no la de Jesús, como diría Pagola, sino la que se aferra a la tradición y a la doctrina por encima del propio Evangelio— nos llama sodomitas y nos espera a la salida de misa con carteles recordándonos que iremos directos al infierno.
A medida que fui consciente de mi identidad sexual, y notaba además que era algo tan inevitable como mi tono de piel o el color de mis ojos, comenzaron a surgir las dudas. Las relativas a si sería aceptado o rechazado por mis seres queridos, amigos, etc, se solucionaron mediante la construcción de un magnífico armario que fui ampliando, perfeccionando y dotando de sofisticadas herramientas defensivas a través de los años.
En cuanto a si Dios me amaba siendo “tan tremendamente marica”, ahí se instaló el temor, que dio paso a la duda, y esta a la desconfianza, la incertidumbre y por fin a la vacilación, que todo es lo mismo en realidad, pero que se me antojan diferentes grados de un mismo sentimiento.
Sin embargo, nunca dejé de luchar contra ello. Continuamente buscaba en los Evangelios dónde decía Jesús algo contra las personas como yo. Desesperadamente hablaba con Dios rogándole respuestas. Impaciente, esperaba una señal que me sacara de este titubeo y confirmara mi esperanza en que eso del pecado nefando fuese una patraña.
De una manera que no sabría describir con palabras, sentía que, pese a toda mi confusión, Dios estaba a mi lado de forma imprevisible.
Ahora, mirando atrás con ojos agradecidos, sé que toda esa lucha por creer, esa larga experiencia de dudas y esperanzas, ha hecho posible que mi fe sea fuerte y mi confianza en el Padre sea sincera. La mayoría de las personas LGBTIQ+ creyentes hemos tenido que conquistar una fe que nos fue arrebata por la duda. La duda la alimentan los prejuicios, las tradiciones, los ritos, los miedos. Todo eso viene de fuera. Pero la duda la construimos nosotros y somos nosotras y nosotros quienes debemos facilitar en el momento preciso que Dios entre en nuestros corazones para disiparla.
Las mujeres y hombres LGBTIQ+ cristianos estamos llamados a no tener miedo y por eso confiar en la promesa de Jesús, porque sin esa certeza no es posible vivir nuestra fe serenamente. Lo sabemos porque para llegar a creer tuvimos que aterrarnos en mitad del mar embravecido, pasar largos desiertos y transitar muchos caminos en soledad. Éramos como los apóstoles que cruzaban el lago, asustados por una terrible tormenta. El temor ante las dificultades y las contrariedades ciertamente podía generarnos duda. Ni más profunda o sincera que la de cualquier otro hijo de Dios sea cual sea su identidad sexual o de género, aunque igual de sofocante porque pensamos que al Maestro le daba igual que naufragáramos.
Pero esta fe especial a la que me refería al principio ha hecho posible que perdamos radicalmente el miedo, dejemos a un lado el rencor, olvidemos todo resentimiento, y con ello hagamos realidad que otras personas reconozcan a Jesús, recuperen la fe, reconquisten sus vidas y en ellas abran sitio al Padre, cuyo amor nada ni nadie podrá arrebatarnos.
Aquel día al atardecer les dijo: —Pasemos a la otra orilla. Ellos despidieron a la gente y lo recogieron en la barca tal como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó un viento huracanado, las olas rompían contra la barca que estaba a punto de anegarse. Él dormía en la popa sobre un cojín. Lo despertaron y le dijeron: —Maestro, ¿no te importa que naufraguemos? Se levantó, increpó al viento y ordenó al lago: —¡Calla, enmudece! El viento cesó y sobrevino una gran calma. Y les dijo: —¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe? Llenos de miedo se decían unos a otros: —¿Quién es éste, que hasta el viento y el lago le obedecen?
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