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agosto 31, 2023

LXXXII LA PROMESA

Sobre Lucas 23, 35-43



Jesús fue un fracasado para muchos, para la inmensa mayoría de sus seguidores. Sólo unos cuantos continuaron creyendo en Él durante su pasión y después de su muerte en cruz. Casi todas las demás personas que lo habían acompañado pensaron que en el Gólgota terminaba todo. Un loco más que se había atrevido a enfrentarse a los poderes religiosos y políticos diciéndoles a la cara la verdad y poniéndoles en evidencia. Como sucedió con Juan, el Bautista, a quien también asesinaron los poderosos por bocazas. Jesús murió prácticamente solo.


Según los Evangelios, junto a Cristo agonizante se encontraban su madre, la hermana de su madre, María de Cleofás, María Magdalena y el discípulo a quien tanto amaba. Frecuentemente nos olvidamos de que también estaban a su lado dos crucificados más. En cualquier caso no era lo que se esperaba para la muerte de un rey. No era un funeral de Estado ni se hicieron presentes los sumos sacerdotes implorantes. La gente que acudió lo hizo atraída por el poco probable espectáculo de que Dios abriera los cielos y mandara una legión de ángeles a liberar al Mesías. Pero no sucedió. Jesús expiró y no ocurrió nada.


Es muy provocador que nuestra fe tenga como principal símbolo una cruz. Un instrumento de martirio cuya finalidad es acabar en la muerte segura del ajusticiado, se traduce en signo de vida. Como decía San Pablo, predicamos lo que es escándalo para unos y necedad para otros. Convertimos escándalo y necedad en trono del Reino porque advertimos que en la muerte de Jesús se inicia la vida para los pobres de espíritu, para los mansos, para los que lloran, para los que tienen hambre y sed de justicia, para los misericordiosos, para los limpios de corazón, para los pacíficos y también para los que sufren persecución.


Esto me recuerda que no hace mucho me preguntaron la razón por la que me expongo tanto. No entendí muy bien a qué se referían. Querían saber por qué contaba tanto de mí, de tan dentro de mí. Les dije que he muerto tantas veces que necesito narrar todas esas en las que a cambio he resucitado. Me he sentido tantas veces frustrado que no puedo perder ocasión para compartir cómo se puede salir adelante.

Y me acuerdo de ello porque esa respuesta tiene mucho que ver con el episodio que describe Lucas sobre lo que sucedió en el Gólgota. Jesús aparece clavado en la cruz agonizando, ofreciendo una imagen de fracaso que hace estremecer a las inmensa mayoría de las personas que creyeron y confiaron en Él, hasta el punto de que se esconden renegados abandonándolo a su suerte, pero esperando en lo secreto que todo lo que predicó fuese verdad.


Las personas que en algún momento de nuestra vida hemos tenido la suerte —digo bien— de sentirnos profundamente solas, excluidas, alejadas, marginadas, gozamos de un sentido especial para advertir la esperanza en momentos en los que todo parece que se hunde y se acaba. No me equivocaré demasiado si en el delincuente también crucificado que se dirige a Jesús pidiéndole que se acordase de Él cuando regresara, estamos las mujeres y hombres LGBTIQ+. 


Nos resultan muy familiares expresiones del tipo “sálvate tú, sálvate a ti mismo” que gritaban a Jesús mientras agonizaba. Tanto que para muchas y muchos ha sido una constante en nuestra vida el buscar los medios para no perdernos y perderlo todo, para no alejarnos definitivamente. Por eso es muy fácil identificarnos con ese hombre ajusticiado que reconoce en Jesús al Rey del Mundo y le dice “acuérdate de mí”.


El preso bueno tiene muy poco que ofrecer. Tan solo un poco de vida y toda su fe. En eso descansa su confianza en Jesús reconociéndole como el único que puede salvarlo. Las personas LGBTIQ+ compartimos con este hombre que muere junto a Jesús una experiencia de soledad y abandono muy similar, que lejos de convertirnos en víctimas nos hace ser mujeres y hombres privilegiados porque así hemos conocido de primera mano la bondad y la misericordia de Dios.


Nuestras experiencias vitales con frecuencia están salpicadas de dolor y de cruces. Es prodigioso experimentar cómo Cristo da sentido a todo cuando responde “hoy mismo estaremos juntos”, porque esa frase que pronunció dirigiéndose a su compañero nos la está susurrando a cada una y cada uno de nosotros integrándonos en su Reino, incluyéndonos sin excepciones.


No puede entenderse a Jesucristo como Rey del Universo en un Mundo con exclusiones, en una Iglesia con fronteras. Las personas LGBTIQ+, como otras realidades que comparten con nosotras cargas incomprensibles, formamos parte del Reinado de Dios. Negar esa evidencia es falsear el mensaje de Jesús y callar la promesa que hizo en la cruz. “Hoy mismo estaremos juntos” actualiza su deseo de que se nos considere iguales en una Iglesia abierta y valiente, misericordiosa y profética. 



En aquel tiempo, las autoridades hacían muecas a Jesús, diciendo: "A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido." Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: "Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo." Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: "Éste es el rey de los judíos." Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: "¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros." Pero el otro lo increpaba: "¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibirnos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada." Y decía: "Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino." Jesús le respondió: "Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso."

agosto 30, 2023

LXXXI TODO LLEGA

Sobre Lucas 21, 5-19



No hace demasiado tiempo que puedo rezar sosegadamente a partir de un texto de la Palabra de Dios en el que se haga mención al fin del mundo. Cuando era un niño, con la certeza no nombrada de mi identidad sexual, y sin capacidad para comunicar o compartir esas sensaciones y sentimientos, todo mi temor era el no poder alcanzar a ver al Padre, porque todo apuntaba a que iría directamente a acompañar a Satanás. Ese presentimiento se prolongó durante mi adolescencia, enriquecido por una idea de infierno que se alimentaba de una educación religiosa en la que las personas como yo eran viciosas, invertidas, desviadas, enfermas, promiscuas, y muchos más adjetivos que eran sinónimos de la palabra marica.

Me daba miedo que cualquier persona de mi círculo sospechara que yo era así. Pero lo que de verdad me aterraba era la imposibilidad de evitar serlo.

Cuando salí del armario, con algo más de cuarenta años, y comencé a sanar heridas, cuando me tranquilicé y me dispuse a interpretar qué había pasado con mi vida, no fue difícil darme cuenta de que el fin del mundo y el infierno era precisamente lo que había dejado atrás. Es una reflexión que durante años he orado intensamente, agradecidamente, porque Dios ha dado luz a una parte larga y triste de mi historia, otorgando sentido a todo.


Hay una frase bellísima en el pasaje de Lucas, que ilustra lo que muchas personas cristianas LGBTIQ+ podemos haber sentido desde Dios hacia nosotras, lo que el Padre pronuncia a nuestros oídos y nos mueve -mejor aún, nos conmueve- hasta el punto de hacernos salir de nuestras oscuras cárceles del miedo. Es esta: “con vuestra perseverancia os salvaréis". Jesús la utiliza para tranquilizar a quienes lo escuchan, como diciéndoles "mirad, no os agobiéis ni os asustéis por el estruendo de la vida, porque al final, si persistís, todo va a acabar bien".

El problema es que durante una buena parte de mi vida no tuve ocasión de entender eso que Jesús estaba susurrándome, porque el ruido de una religión que manipulaba el temor de Dios me hacía creer que verdaderamente el sol, la luna, las estrellas caerían sobre mí y no podría hacer nada para impedirlo.


Superar toda esa angustia supone un proceso de conversión tras el que nada es igual que antes, especialmente en la percepción de Dios. Imagino que representa el mismo cambio en la idea del Padre que experimentaron quienes seguían a Jesús durante su vida pública, lo escucharon y percibieron de qué manera sus palabras y actos agitaban los corazones. El sentimiento profundo de cobrar animo, levantar la cabeza y notar cómo se hace realidad la liberación es un regalo que las personas LGBTIQ+ cristianas, fortalecidas por esa experiencia transformadora, hemos recibido de manos del propio Dios. Quizá por eso el Adviento que se acerca siga removiéndome tanto, pese a que mi trabajo mercantilice el tiempo de la Navidad y a veces me distraiga y exaspere. Pero es cierto que el anuncio de la venida del Mesías supone cada vez una renovación de esa promesa que nos asegura la liberación. Recordar de qué forma Jesús nació en mi corazón como novedad reveladora del amor que Dios me tiene es, por encima de todo, suficiente razón para la esperanza.



En aquel tiempo, algunos ponderaban la belleza del templo, por la calidad de la piedra y los exvotos. Jesús les dijo: "Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido."
Ellos le preguntaron: "Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?"
Él contesto: "Cuidado con que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usurpando mi nombre, diciendo: "Yo soy", o bien: "El momento está cerca; no vayáis tras ellos.
Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico.
Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida."
Luego les dijo: "Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países epidemias y hambre.
Habrá también espantos y grandes signos en el cielo.
Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio.
Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro.
Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa mía.
Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas."

agosto 29, 2023

LXXX HAZME SITIO, VOY A TU CASA

Sobre Lucas 19, 1-10



No existen las casualidades sino la providencia, y por ese camino encontré hace pocos días un hatillo de cuadernos con todo lo que escribía justo en los tiempos previos e inmediatamente posteriores a mi salida del armario. Leyéndolos con perspectiva es precioso comprobar cómo Dios fue moldeándome poco a poco hasta hoy. Y es emocionante descubrir ahora el sentido a lo que entonces me causaba más incertidumbre que confianza. 


Entre todo lo que estaba en esos cuadernos hay una reflexión sobre el texto de Lucas 19, cuando lo de Zaqueo. Estoy seguro de que era la primera vez que profundizaba en este pasaje y que me preguntaba sobre lo que aquel hombre bajo de estatura como yo, podía decir a mi vida. Hasta ese momento cualquier interpretación acerca de la lectura de cuantas había recibido se basaba en el hecho de que Zaqueo era un hombre rico, y a que su existencia la había fundado en amasar riquezas sin escrúpulos, lo cual le convertía en un ser despreciable que giraba en torno al dinero sin importarle nada los demás. 


Pero mi reflexión no se fijaba en el patente poder que Zaqueo justificaba en su estatus, sino en otras cosas de él que, de repente, eran reflejo de las mías. Porque a parte de ser no muy alto, como Zaqueo, cuando escribí todo aquello también estaba buscando desesperadamente a Jesús.


Zaqueo tenía en común conmigo la convicción de que no podía seguir por más tiempo con un estilo de vida que no le llenaba. Siempre hablo desde mi propia experiencia, pero sé que muchas personas LGBTIQ+ creyentes en un momento determinado de nuestras vidas compartimos la sensación de que no merece la pena vivir por más tiempo dentro del armario, y ansiamos dejar entrar a Dios en él para que ilumine ese escondite de tantos años, derribe sus muros, entre la luz y podamos ser nosotras y nosotros mismos por fin. 


Cuando Zaqueo se sube al árbol para alcanzar a ver a Jesús, me subo con él. Es el primer tiempo, ese en el que más parece que solo interese mirar sin más compromiso que no perderse el espectáculo. Desde el árbol acompañado de Zaqueo no hago demasiado por llamar la atención del Maestro. Quizá me alegre de la suerte por estar allí, y puede que ore para que esas ganas de cambiar de vida y valorarme se hagan más fuertes, porque —¿quién sabe?— es posible que la próxima vez me atreva a estar pisando suelo y tocar su manto.


Pero el segundo momento llega de forma inesperada. Jesús quiere entrar en mi casa y comer conmigo. Zaqueo se llena de alegría y ambos, Zaqueo y yo, estamos contentos de que el Señor se haya fijado en nosotros que somos a los ojos de todos unos pecadores. Nos llama por nuestro nombre, pide que bajemos de ese lugar alejado y lo llevemos al centro de nuestras vidas, al hogar donde el corazón palpita sin nada que evite escuchar nuestros latidos.


Zaqueo fue transformado por Jesús. Y doy fe, con muchas personas más, de que nuestras vidas fueron restauradas con la decisión del Maestro por entrar en lo más íntimo de cada una de nosotras y de nosotros y cambiarnos por entero. No importaba que Zaqueo fuera el jefe de los publicanos, ni que yo fuera un homosexual. Jesús siempre toma la iniciativa. Es el pastor que busca la oveja perdida, es quien pide agua a la samaritana, quien toca a los apóstoles y les propone seguirle, quien dice a Zaqueo que baje enseguida porque hoy va a alojarse en su casa.


Terminando el texto de Lucas, hay una frase que el evangelista pone en boca de Jesús y que a mí personalmente siempre me transmitió mucha confianza cada vez que, por alguna circunstancia, se ponía en duda el amor de Dios hacia las personas excluidas, particularmente las personas LGBTIQ+. Dice Jesús: «Hoy ha entrado la salvación en esta casa, pues también este es hijo de Abrahan».


En el libro de la Sabiduría hay una sentencia sobrecogedora en la misma línea, que dice: «Señor, amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste pues, si odiaras algo, no lo habrías creado».

Es este Dios misericordioso, el Dios de Jesús, quien nos libera. Quiero decir: no me siento liberado de mi supuesto pecado de ser homosexual, pues no lo es. Me siento salvado del miedo a visibilizarme tal como soy, del temor a expresar mi fe desde mi identidad homosexual, y también es el Dios del Maestro, el Dios Abbá, quien me conmueve hasta el punto de olvidar afrentas y curar los resentimientos. Ya no tengo miedo, porque Jesús me ha pedido entrar en casa, me ha buscado y me ha salvado. Zaqueo y yo estamos contentos. Ya no subiremos a la higuera. Ya no es necesario.



En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad. Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera, para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: "Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa." Él bajo en seguida y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: "Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador." Pero Zaqueo se puso en pie y dijo al Señor: "Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más." Jesús le contestó: "Hoy ha sido la salvación de esta casa; también este es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido."

agosto 28, 2023

LXXIX SER JUSTOS

Sobre Lucas 18, 9-14



Desde que tengo uso de razón, es decir, desde que soy consciente de mi identidad homosexual y durante muchos años, he vivido con el sentimiento profundo de que era una persona imperfecta, inferior a las demás. Aun cuando el armario me hiciera parecer como las otras, mi cabeza, mi corazón y mis tripas sabían que mi manera de ser y de sentir no estaba bien. Todas las demás personas eran normales. Yo sin embargo tenía deseos y afectos inconfesables que no podía controlar y que poco a poco fui comprendiendo que eran tan míos como el color azul de mis ojos. 

Si se enterasen mis padres sería trágico. Si lo supieran mis amigos se burlarían y apartarían de mí. Y Dios —me decían— aborrecía a los homosexuales. No estoy tratando de dramatizar mi historia —ni la historia común de muchas personas LGBTIQ+, particularmente las cristianas—, sino que intento dar luz a todo eso que desde luego no buscaba pero me fue impuesto por los condicionantes sociales, educativos y religiosos a lo largo de muchos, muchos años.


Desde esta premisa puede ser fácil entender que la parábola del fariseo y el publicano me suscitara un sentimiento complejo, sobre todo a partir del tiempo en que comienzo a reflexionar la Palabra con un espíritu crítico, y el dolor —unido a la soledad y a la incapacidad de comunicar lo que vivo— se hace insoportable. Ahí nace el resentimiento que se instalará cada vez con mayor fuerza en mi corazón.


Las personas cristianas LGBTIQ+ nos hemos emplazado con mucha facilidad en el lugar del publicano, rezando a distancia y con miedo a mirar al cielo. Creo que nuestra experiencia muchas veces dramática nos sitúa en cualquier relato —pero más aún en las parábolas de Jesús— allí donde hay un personaje sufriente. No solo somos el publicano en contraposición al fariseo, sino el hombre asaltado y apaleado al que asiste el samaritano, o la oveja perdida.


Cuando salí del armario lo hice cargado de rencor. Ese resentimiento tuve que curarlo y, paradójicamente, fue a través de la oración. Necesitaba aliviar las heridas. Las heridas  curaron cuando comprendí que mi actitud al hacerme visible fue comportarme precisamente como el fariseo de la parábola. 


Al salir del armario pensé que había llegado el momento de arrasar con todo, decidido a recuperar a cara descubierta mi lugar en la Iglesia, denunciando las injusticias de las que había sido víctima y ante las que seguía siendo testigo. Había mucho fariseo al que desenmascarar su hipocresía. 

Pero esa fuerza, toda esa energía y furia no hacía más que alimentar el rencor que iba ardiendo en mi corazón, desplazando al buen Espíritu y convirtiéndome en un impostor. 

Justo me había transformado en el fariseo. Ahora era yo quien rezaba diciendo «gracias, Dios mío, porque no soy como los demás, y mucho menos como esos que escandalizados se dan golpes de pecho pero son unos incoherentes».


De pronto me vi pillado por mi propia contradicción. Toda la vida en el papel de víctima y de repente y con total nitidez me veía reflejado en el rol del verdugo. En realidad no fue tan instantáneo ni tan tumbativo, sino fruto de una reflexión orante que duró un tiempo, y aún se prolonga, porque no creo que nunca deba terminar. Durante ese primer periodo me dediqué a localizar dónde estaban las causas del mal sabor de boca y de ánimo que me iba dejando esta forma de comprometerme una vez me hice visible. Después he ido dando la vuelta a cada historia preguntándome cuánto de fariseo hay en mí y el porqué. Siempre la Palabra dando la medida. 


No puedo decir que mi resentimiento esté completamente curado, pero ya no tengo tanto dolor. No he renunciado a la denuncia profética pero ahora procuro que la firmeza siempre vaya unida a la misericordia. El rencor se cura con amor y Palabra, no con buenos propósitos. Y aunque todo eso lo sé, a veces aún me sorprendo vencido por las ofensas, buscando al fariseo para zarandearle mientras con la mano libre me doy golpes en el pecho. 



En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: "Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: "¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo." El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador." Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido."


agosto 27, 2023

LXXVIII ORAR CON INSISTENCIA

Sobre Lucas 18, 1-8



Lo que comienza siendo una explicación sobre cómo se debe orar sin desánimo, se transforma en una denuncia de la injusticia y un ejemplo de fe a partir de esta parábola en la que —paradójicamente— Dios es comparado con un juez sin escrúpulos ante quien una pobre viuda —las viudas seguramente eran uno de los grupos sociales más desfavorecidos en Israel— no se cansa de pedir justicia hasta que el juez, harto de su terquedad y temiendo consecuencias, determina resolver a favor de la viuda y a otra cosa, mariposa.


Como siempre que Jesús se vale de parábolas, busca una rápida comprensión del mensaje que quiere dar. Y desde luego que lo consigue, gracias a la comparación positiva entre el comportamiento reprensible del juez y el proceder siempre bondadoso de Dios-Abbá. Escoge a una viuda como protagonista, infatigable en su demanda de justicia ante el juez que no hace ni caso a sus peticiones. 


¿Y qué tiene que ver esa viuda conmigo?


Muchas veces he contado que desde pequeño —nueve, diez años quizá— y hasta bien entrada la edad adulta, pedía insistentemente a Dios que me hiciera «normal», porque lo «normal», tanto lo que observaba en cuanto a comportamientos y afectos en las personas cercanas, como lo que me iban diciendo e inculcando mis educadores, parecía ser todo lo contrario a lo que yo era. Y lo que yo era es justamente lo que mi abuelo Antonio —que por otra parte era excepcionalmente bueno, pero hijo de su tiempo— calificaba de maricón, bujarra, sarasa y alguna cosa más por el estilo.


Si mi abuelo, a quien veneraba, opinaba que los maricones debían estar en el infierno, es porque algo de razón había en ello —pensaba yo, que tenía a mi abuelo por una persona sabia y sensata. Así que, tal como contaba, me dirigía a Dios pidiéndole que me hiciese como los demás chicos que conocía, es decir, «normal». También había un componente preventivo que hacía urgente el milagro, porque tenía en clase un compañero al que su visible «anormalidad» le hacía blanco de comentarios, bromas y golpes. No quería que me ocurriese como a él, y de momento me salvaba porque creo que no era tan amanerado como para convertirme en sospechoso de ser otro mariquita merecedor de las burlas y menosprecios de nadie.


Esa viuda insistente de la parábola era yo. Siento mías las frustraciones de esa mujer ante el juez, porque durante años y años y años tampoco recibí aparente justicia por parte de Dios. El silencio administrativo era la única respuesta. Seguí sintiendo diferente, amando diferente. Dios callaba. No solo no se hizo el milagro por el que de repente me convirtiese en heterosexual practicante, sino que no percibía ningún signo que diese sentido desde la fe, desde Él, a mi identidad homosexual, cada vez más patente.


Porque evidentemente fui aceptándome tal como soy. Todos mis problemas y dificultades para reconocerme estaban cimentados en la fe y en la educación que había recibido como cristiano. Por eso a partir de cierta etapa de mi vida, una vez superada la adolescencia y primera juventud, poco a poco aprendí a salvar mi corazón y mi cabeza, dejando para más adelante el alma. Eso me liberó como persona definitivamente.


Aun así, pese a todo, seguí pidiendo a Dios como esa viuda pesada e infatigable pedía justicia al juez. Ya no tanto que me hiciese «normal», sino que me devolviese el sentimiento de saberme hijo querido suyo, que me demostrara que me amaba como al resto de hombres y mujeres, que me hiciese ver que quienes en su nombre basaban su desprecio y exclusión estaban equivocados.

Nunca perdí la fe. En el fondo de mí siempre estuvo el presentimiento de que Dios estaba conmigo, como la viuda supo siempre que su demanda era justa. Pero ella necesitaba que el juez hiciese efectiva justicia y yo precisaba que Dios me dijese que era normal desde el principio, desde el vientre de mi madre.


No perdí la fe. Puede que perdiera la esperanza en algún momento de mi vida pero no la fe, que manifestaba cada día pidiendo a Dios con tenacidad algo que de por sí ya tenía concedido, pero que no fui capaz de interpretar hasta que no aprendí a ver a Dios en cada detalle que conformaba lo que yo era, incluyendo mi afectividad y mi sexualidad.


La fe de las personas LGBTIQ+ cristianas es inalterable, indestructible. Si logramos superar la desesperanza que nos produce todo aquello que intenta separarnos del amor de Dios —fanatismos religiosos, doctrinas desleales, comportamientos inmisericordes, creencias intransigentes—, es gracias a la fe. Cuando comprendemos que nuestra «anormalidad» está inducida por las personas y en ningún caso es obra de Dios, quien nos hizo a su imagen y semejanza por lo que somos obra perfecta suya, entonces nuestra fe encuentra respuesta.

¿Cómo no iba a hacer justicia Dios con sus elegidos?


El relato de Lucas termina con una pregunta muy directa de Jesús: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará todavía fe en la tierra?»


No estoy seguro de que mi fe sea tan fuerte como la que espera Jesús de mí, pero tengo la certeza de que no puede ser más fiel si la medimos en términos de constancia y confianza. Desde que era un niño no he cesado de pedirle y todo, de una forma u otra, más tarde o más temprano, me lo ha ido dando en la medida que era bueno para mí y desde mí para los demás. 

La pregunta de Jesús se refiere a la viuda, como ejemplo de perseverancia y también de testimonio en la esperanza de que incluso lo que parece imposible puede conseguirse. La viuda y yo —y conmigo probablemente muchas personas LGBTIQ+ cristianas— tenemos en común una larga experiencia de soledad y también una gran necesidad de que se haga justicia. Ambas cosas fundamentan nuestra confianza en quien puede darnos lo que ansiamos. Y así es como se sostiene nuestra fe, la de la viuda de la parábola, la mía sin duda. La tuya también.



En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: "Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres.
En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: "Hazme justicia frente a mi adversario."
Por algún tiempo se llegó, pero después se dijo: "Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara."
Y el Señor añadió: "Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?"

agosto 26, 2023

LXXVII EL GESTO MARICA

Sobre Lucas 17, 11-9



Confieso que la lectura de hoy me encanta, porque no es solo el relato de una curación. Lucas nos cuenta unos instantes en la vida de una persona agradecida. Creo que en este texto el protagonista no es Jesús sino el hombre que, antes de ir a los sacerdotes a informarles de que estaba curado de la lepra y limpio, regresa al Maestro para darle las gracias, mientras sus nueve compañeros ni tan siquiera giraron la cabeza.


No he sufrido hasta hoy largas ni graves enfermedades. Mis lepras no fueron somáticas, pero de alguna forma me hicieron sentir igualmente sucio y despreciado. No quiero aparecer como una víctima de nada, pero objetivamente es así. 


De pequeño provocaron que me sintiese un enfermo, porque los homosexuales lo éramos. Además con el terrible añadido de que Dios acogía amorosamente a los muertos de malaria o de cólera, pero a los homosexuales —incluso si morían de viejitos— los mandaba a las tinieblas. Por eso a los dieciséis años creí que lo mejor sería marcharme en silencio. Total —pensaba— los suicidas van al mismo infierno que los maricones.

Esta lepra se llamaba miedo al desprecio, terror al desamor. Desconfianza. Soledad. 


Mi amigo Álvaro murió con 29 años —los mismos que yo— justo cuando los fanáticos religiosos decían que el sida era un castigo de Dios contra los homosexuales. La lepra no es el sida sino todo lo que hace que tengas que acudir casi a escondidas y avergonzado a hacerte las pruebas, porque corre como la pólvora la noticia de que te vieron entrar al consultorio donde van todos los sarasas a comprobar si tienen la peste gay.


He narrado solo dos capítulos de mi vida, muy resumidos, sin demasiados detalles y sin ser tampoco los únicos que me han marcado de entre todas las historias de particulares lepras. Estos dos y los demás tienen en común la sensación de suciedad, de mancha y de culpa que ha sido el hilo conductor desde que tengo uso de razón, sólo porque soy homosexual y cristiano; porque sin el componente de la fe la mayor parte de los dilemas, preocupaciones y dificultades no habrían tenido lugar.


Por último otro acontecimiento más: El momento personal en el que decido ir al encuentro del Señor es justo cuando no puedo soportar seguir viviendo estas lepras y descubro la necesidad de librarme de ellas. Puedo llamarlas con diferentes nombres —miedo, desconfianza, temor— pero en el fondo es tanto el deseo de congraciarme conmigo mismo, como el valorarme definitivamente y discernir si opto o no por rendirme a que Dios se incorpore a mi vida y la agite, lo que me empuja a adentrarme en el desierto, buscando escuchar la voz de Jesús para postrarme ante Él y dejar que cure todas mis heridas.


De pequeño solía jugar con las niñas, al menos así lo recuerdo hasta los nueve o diez años. A partir de esa edad comprendí que era conveniente aparentar la masculinidad esperada y cambié los hábitos. Jugaba con ellas no solo porque sus juegos me parecían más agradables que chutar un balón, sino porque —parecerá una tontería— admiraba en las chicas la normalidad con la que expresaban afectos y sentimientos con sus madres, frente a la aspereza de los chicos, incapaces de buscar una caricia o un beso aunque ellas se acercaran a sus hijos.

Una vez en uno de los juegos brutos de los niños, persiguieron en bicicleta a las niñas. Tres cayeron al suelo y se hirieron. Era un día de campo y los accidentados —una chica y dos chicos— corrieron llorando a una de las madres para que les curara los arañazos. Cuando lo hizo, les dijo que volvieran a los juegos y se marcharon hacia donde estábamos. A mitad de camino la niña se volvió y fue corriendo hacia la mujer a darle un beso. Me gustó ese gesto tanto que lo recuerdo hasta hoy. Me habría dado vergüenza hacer eso delante de los demás chicos, por más que lo hubiese deseado. Comportarse así era ser un marica, como llorar era de niñas o rendirse de nenazas.


Me produce mucha paz comprobar que ante Jesús siempre he procurado ser un marica. Reconozco haber salido a su encuentro muchas veces para pedirle que curase mi lepra (que puede ser el miedo, o se trata de desesperanza, de resentimiento, de desafecto o de ganas de tirar la toalla). Le grito para que me oiga y, cuando lo hace, me envía a los sacerdotes. Pero yendo en camino siempre sale “mi yo marica” y regreso para postrarme a los pies de Jesús a darle las gracias.


La fe sin agradecimiento profundo a Dios es solo religión. Muchas veces he contado cómo uno de los descubrimientos más felices de mi vida fue aprender a escuchar y encontrar a Dios, que en ocasiones está en el trueno, pero también en la brisa suave e incluso en el silencio. Por eso Dios para mí no es algo inmaterial ni etéreo, sino absolutamente tangible, a quien puedo pedir pan y no me dará una piedra, a quien puedo pedir un pez y no me dará una serpiente. A quien puedo dar gracias por cuanto me concede. 


Pedir es gratis. Agradecer parece que cuesta y tiene un precio. No comprendo a la gente que pide tanto y no es capaz de dar gracias. Continuamente agradezco a Dios todo lo que me ha regalado. No tiene sentido ni un solo instante de mi vida si no es desde el agradecimiento. No puedo ir a los sacerdotes del templo para celebrar los ritos religiosos si no soy capaz de volver a Jesús para arrodillarme a sus pies y darle gracias, en un gesto marica que otros leprosos no atienden. Porque cada vez que lo hago Jesús me dice: “Vete, tu fe te ha salvado”.



Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: "Jesús, maestro, ten compasión de nosotros."
Al verlos, les dijo: "Id a presentaros a los sacerdotes."
Y, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias.
Éste era un samaritano.
Jesús tomó la palabra y dijo: "¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?"
Y le dijo: "Levántate, vete; tu fe te ha salvado."

agosto 25, 2023

LXXVI

Sobre Lucas 17, 5-10



Una de las preguntas más recurrentes de cuantas me hacen cuando comparto que soy homosexual y además cristiano, es por qué conservo la fe. 

¿Homosexual y cristiano? —dicen. —¿Cómo puedes?

Por un lado parece lógico que se cuestionen. La mayoría de quienes lo hacen son personas alejadas, mujeres y hombres que no encontraron la manera de seguir creyendo sin renunciar a su identidad sexual. También hay gente herida que fue tácitamente apartada de la Iglesia y se siente resentida pero, sobre todo, defraudada. Les robaron las razones para creer. ¡Hay tantas personas a las que les fue arrebatada la fe!

No hace mucho vi un anuncio en Facebook en el que podía leerse “oremos por los que perdieron la fe”. Yo prefiero rezar por quienes hacen posible que otros la pierdan, para que comprendan que la Palabra de Jesús es pura misericordia y nula exclusión.


¿Por qué tengo fe? Es una buena pregunta. Pues bien: entiendo que mi fe se mantiene viva porque nunca perdí de vista a Jesucristo. Mis crisis de fe —esas que me gusta llamar desiertos— coinciden con los momentos en los que creí más en la doctrina que en Él. Las veces que estuve alejado de Dios fueron aquellas en las que me dejé vencer por todo lo que me hacía sentir miserable, sucio y pecador porque soy homosexual. Desde pequeño he ido recibiendo mensajes que chocaban dramáticamente con lo que iba percibiendo en mí en cuanto a mi identidad sexual. A nivel social y religioso, en ambos sentidos se me educaba para que comprendiera que ser homosexual no estaba bien, no era bueno, era malo. Y si era tan pernicioso para mí como para saber que no debía contar a nadie jamás cómo era yo, qué sentía, cómo amaba, en definitiva, quién era yo, cuánto peor ante Dios mismo, de quien me decían rechazaba de plano cualquier comportamiento “contra natura”. Estaba condenado por el Creador que me había traído al mundo como hijo suyo, aunque con algún defecto según parece. No me quería. O renunciaba a mí mismo o me las vería en el infierno.


Parece gracioso ahora que escribo esto, pero para un chaval, un adolescente homosexual creyente en Dios, era terrible todo aquello. Sentirte solo porque tienes miedo a sincerarte con los tuyos, y sentirte rechazado por Dios porque comprendes que lo que te ocurre no es algo pasajero sino que así eres… Es demasiada presión, tanta como para pensar que quizá fuese mejor perder la vida que vivir tan perdido.


Con la perspectiva que da el tiempo y la experiencia, ahora sé que esos largos y terribles desiertos que se prolongaron durante años fueron las veces que tuve más fe en las normas sociales que en mí mismo. También fueron las ocasiones en las que tuve más fe en la doctrina que en Jesús. A medida que fui otorgando mayor importancia a la religión —normas, preceptos, doctrina— que al propio Padre Dios, sin quererlo iba alejándolo de mí.


No soy consciente de haber perdido nunca la fe en Dios. En el sentido de que, incluso en los peores momentos, siempre supe que no podía ser cierto que Él no me amase tal como soy. Un sacerdote, contándole esto entre todo mi proceso de salida del armario, me dijo que ese sentimiento era un auténtico síntoma de que mi fe siguió viva. Es verdad. Nunca dejé de hablar con Él, a veces rendido y agotado, otras enfadado porque pareciera que no hiciese nada por dar sentido a lo que me estaba sucediendo. Durante muchos años rezaba al Señor pidiéndole que me hiciese “normal”, y tuvo que pasar mucho tiempo para que entendiese que era todo lo normal que Dios había planeado para mí. Tan normal como cualquiera de sus otras criaturas. 


Como los apóstoles, tuve que pedir a Jesús que acrecentara mi fe. Ahí fue cuando supe que la única manera de que mi noqueada fe se hiciera fuerte era poniéndolo a Él en medio, en el centro de mi vida. Es ahí donde me encuentro ahora, es decir, en ese proceso en el que poco a poco voy haciéndole sitio, confiando en Él, escuchando su voz, advirtiendo su presencia, dejando que me interpele, descansando en Él. Continuamente doy gracias porque no me abandonó ni siquiera cuando yo quise huir. No dejo de dar gracias a Dios porque conservo la fe. Puede que sea pequeña como un grano de mostaza, pero es tan decidida como para atreverme a tocar su manto y escuchar cómo me dice una y otra vez “tu fe te ha salvado”.



En aquel tiempo, los apóstoles le pidieron al Señor: "Auméntanos la fe." El Señor contestó: "Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: "Arráncate de raíz y plántate en el mar." Y os obedecería. Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: "En seguida, ven y ponte a la mesa"? ¿No le diréis: 'Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú"? ¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: "Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer."