Sobre Juan 20, 1-9
1. Sufrir.
La pasión y muerte de Jesús no tiene sentido si no es a través de la resurrección. Esto que parece tan obvio para cualquier persona cristiana, no lo es para muchas mujeres y muchos hombres LGBTIQ+Q+ que, en diferentes situaciones y en diversos lugares, viven un continuo sufrimiento durante toda su vida.
Creer en la resurrección de Jesús requiere mucha fe. En la realidad LGBTIQ+ puede ocurrir que pensemos que efectivamente creemos, y afirmemos que de verdad Cristo vive, pero nos quedemos atrapados en la pasión y vayamos muriendo sin dar el paso a la Pascua. En cierta medida no puede ser de otra forma, es consecuencia de la crónica vital de tantas personas que no pueden superar los escenarios de miedo, espacios de temor y entornos de rechazo en los que se desenvuelven.
La comunidad LGBTIQ+ aún sufre excesivas afrentas a nivel social como para considerarse libre. No me acojo al recurso del victimismo, sino a los datos objetivos que ofrece el propio Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, y a las frecuentes noticias en los diarios de nuestro país con sucesos lgbti-fóbicos de diverso tipo.
¿Y a nivel de fe? Tampoco ejerzo de mártir si aseguro que las personas LGBTIQ+ aún estamos marcadas y desposeídas de la presunción de inocencia que disfrutan las heterosexuales. Si no fuese así no habría sido necesaria la declaración del papa Francisco, afirmando que quien rechaza a los homosexuales no tiene corazón humano. No se dirige en especial a los no creyentes, de quienes no se espera ningún compromiso más allá del que surja del deber cívico o moral. Francisco habla a los cristianos, que se deben al Evangelio. En mi propia experiencia he recibido más golpes de quienes dicen creer en Jesús y abrazar su Palabra que de quienes no creen en Dios y actúan desde su propia conciencia. Me duele especialmente porque el daño me lo han causado mis propios hermanos en la fe, sólo porque mi orientación sexual no satisface las directrices que marca la Doctrina y, por tanto, mis comportamientos son intrínsecamente desordenados y contrarios a la ley natural.
Desde esa perspectiva es lógico que haya católicos, tanto laicos como religiosos y entre estos, tanto curas de parroquia como obispos, que crean conveniente ofrecernos como obra de misericordia la oportunidad de curarnos, porque somos enfermos. La salvación del alma viene por añadidura.
Con todo este panorama es difícil evitar que existan armarios, sobreabundantes en los entornos religiosos. Hace unos años se difundió una entrevista de la BBC a un católico cofrade que afirma vivir perfectamente siendo homosexual en su templo, en su Hermandad. Pero no quiso hablar ante las cámaras a rostro descubierto ni dar su nombre para evitar problemas. Viendo la entrevista nadie puede dudar de la fe de esta persona, pero ¿qué religión es esta que se adueña de Dios para impedir en su nombre que las personas sean ellas mismas y puedan dar la cara sin temor a ser juzgadas? ¿Qué empuja a esta(s) persona(s) a constreñir la Iglesia en las paredes de su Cofradía?
Esto no pasa de la pasión y muerte. Para llegar a la resurrección hace falta mucha más fe. Pero es imposible alcanzarla cuando se ponen tantas trabas para la esperanza y muchas más facilidades para dejar de creer que otra Iglesia es posible.
2. Creer
En el armario es prácticamente imposible creer. Si de verdad hubiese creído habría salido mucho antes. Nunca perdí la fe, ese grano de trigo que me entregaron de pequeño y que fue menguando hasta convertirse en una minúscula semilla de mostaza. Aún así confieso que dentro del armario nunca creí de verdad en Jesús como salvador de mi vida, porque lo único que me había llegado a los oídos es que para mí no había salvación si perseveraba en esta orientación sexual. Y eso era algo que no podía evitar. Yo siempre sería homosexual y Cristo —me decían— no quiere eso.
El armario ocultaba a Dios y alumbraba todo lo que justificaba mi condena. Por eso digo que era imposible creer si creer es proclamar que Dios me ama tal como soy, tal como siento, tal como amo.
Yo empecé a creer de verdad, con convicción, y a sentir que la semilla de mostaza rompía e iban brotando raíces, tronco, ramas y hojas, cuando me alejé de la Iglesia. Me duele mucho reconocer eso, pero asombrosamente esta es una reacción común a muchas personas cristianas LGBTIQ+. Hay quien nunca regresa, gente especialmente descorazonada y defraudada con una realidad que les ha grabado a fuego experiencias de rechazo y desprecio.
Otras personas, como yo, nos fiamos del Espíritu. Dios se valió de mi soledad para que pudiese escuchar su voz. El desierto es terreno fértil para reconocerse débil ante el Creador y, a la vez, notarse increíblemente valioso para Él. Para mí el desierto no significó distanciarme de Dios —pues más bien mi intención era encontrarle—, sino alejarme de la Iglesia que me causaba daño. Recuerdo que esto mismo se lo conté a un sacerdote; me pidió perdón porque se sentía cómplice de todo ese entramado de normas, tradiciones y doctrina que me había causado tanto dolor. “A veces —me dijo— la Iglesia parece una estructura absurda y complicada que oculta lo importante: el Evangelio. Pero en la Iglesia también hay buena gente, gente de Dios”.
Es verdad. Encontrar a Dios significó dos cosas: primero, reconocerme como hijo querido y amado por Él, que no juzga mi forma de ser, amar o sentir; y segundo, necesitar de la Iglesia para, desde ahí, poder encauzar mi fe enfocándola hacia los demás anunciando que, efectivamente, otra Iglesia es posible. La mostaza había crecido. Ahora creía de verdad.
3. Vivir.
Resucitar es volver, regresar. Significa hacer vida la palabra de Jesús: “Si el grano de trigo no muere, queda solo; pero si muere da mucho fruto”.
Para las personas LGBTIQ+ resucitar es también recuperar la alegría de vivir. Por lo general, las mujeres y los hombres LGBTIQ+ cristianos que vuelven a la vida de Jesús han (hemos) peleado mucho por no perder la fe, y eso nos hace ricos en experiencia de Dios, porque hasta que no resucitamos con Él no nos reconocemos en plenitud.
Sufrir las dificultades de ser LGBTIQ+ en medio de una sociedad a veces hostil, y en el seno de una Iglesia que se muestra oficialmente condescendiente pero realmente excluyente, es muy duro. Pero esos conflictos han hecho posible que para mucha gente se activase la necesidad de buscar otras realidades de Iglesia, realidades que existen y se hacen fuertes. Como decía aquel sacerdote, “en la Iglesia también hay buena gente, gente de Dios”. Por tanto, somos instrumentos imprescindibles en el proceso de resurrección de la Iglesia de Jesús.
Resucitar, recuperar la alegría de vivir, reconquistar la Iglesia como casa de todas y todos y reconocer a Jesús como Señor de nuestras vidas es una misma cosa. Creo que no es lícito evitar el compromiso que se nos demanda. Hemos resucitado para dar testimonio de que Cristo vive y por Él vivimos. Convirtamos los corazones de piedra en la sonrisa del Creador. ¡Hay que vivir! Ya hemos muerto muchas veces.
El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto." Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.
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