Sobre Juan 14, 23-29
Este tipo de lecturas de los Evangelios me producían mucha contrariedad cuando estaba dentro del armario. Sobre todo en los años en los que con más dificultad sobrellevaba la certeza de que mi identidad homosexual era inapelable, inevitable, y chocaba violentamente con lo que le dictaba a mi corazón una fe tamizada de condenación por ser tal como era.
Desde pequeño me dediqué a buscar en las Escrituras fragmentos en los que Jesús dijera algo contrario a las personas que eran como yo. Evidentemente no encontré nada, pero creó en mí un interés por la Palabra que casi nunca decayó, ni siquiera en los momentos más bajos. Más adelante la lectura se hizo meditación y gustaba de escribir todo lo que eso me decía, como si fuese una oración sobre papel. Conservo algunos de esos escritos en varios cuadernos.
De estas líneas manuscritas a las que ahora quiero referirme, calculo que tendría catorce años cuando las escribí. Supongo que lo hice bastante alterado tras ser testigo de alguna crueldad contra Gonzalo, un compañero de clase bastante amanerado, rasgo que le convertía en diana de burlas y golpes, a menudo ante la indiferencia de los educadores. Creo que Gonzalo fue la primera persona a quien traicioné vergonzosamente. Nunca salí en su defensa porque estaba aterrado ante la posibilidad de que descubrieran que yo era igual que él. El miedo me atenazó una y otra vez, porque fueron muchos los martirios de Gonzalo. Hace poco tiempo tuve oportunidad de pedirle perdón y hablar.
Pues bien, las notas dicen así: "No entiendo cómo puede haber personas que dicen amar a Dios y no aman a los hermanos. Cuando vamos los viernes a misa en el colegio, toda la clase forma una gran fila para comulgar. Antes, el cura ha estado hablando del amor de Dios y del amor al prójimo, pero él mismo estuvo delante cuando Carlos pegó a Gonzalo llamándole maricón sin hacer nada para defenderlo. Gonzalo no había hecho nada. Estaba quieto y solo, como siempre. Pero Carlos y toda su pandilla de matones volvieron a reírse de él. Dice el cura que el cristiano debe amar pero sobre todo debe guardar las palabras de Jesús. ¿Cómo es posible tanta contradicción? ¿Cómo decir que se ama al hermano, que se ama a Dios, pero seguir golpeando e insultando a Gonzalo?”
Eso que describí con poco más o menos catorce años, lo suscribiría ahora mismo. Siguen habiendo muchos Carlos y su pandilla de fanfarrones. Aún hay muchas personas que miran a otro lado sin hacer nada, incluso poseyendo la capacidad instrumental de evitar situaciones de inmisericordia. Hay demasiados Gonzalos sufriendo el rechazo y desprecio de quienes se creen perfectos. Lo que es peor, todavía hay cristianos que transitan entre una fe inalterable y una incoherencia pasmosa. No es posible ser cristiano y amar a la Iglesia si odiamos y agredimos al prójimo incluso en nombre de Dios.
Si no guardamos la Palabra de Jesús, no le amamos. Guardar la Palabra de Jesús es sobre todo amar a Dios y amar al prójimo. Pero a todos los prójimos, sin excepción. Esta es la característica esencial del cristiano. Por eso me sigue causando la misma contrariedad que cuando era un chaval escuchar cómo se proclama esta Palabra y a continuación se la desposee de todo su sentido y poder. Los cristianos no podemos hacer excepciones a la hora de amar. Sin embargo las fronteras de la Iglesia siguen clamando, mendigando, un poco de amor que no sepa a condescendencia.
El poder del amor se sustenta en el Espíritu Santo. Dice Jesús que el Espíritu será quien nos lo enseñe todo. Y es verdad. Pocos días después de la resurrección de Jesús, fue el Espíritu quien abrió las mentes y los corazones de sus amigos en Pentecostés. Ahí entendieron qué significaba todo esto que les había sucedido durante los últimos años y cuál iba a ser su misión a partir de ese instante.
Mi vida, como la de la mayoría de las personas creyentes LGBTIQ+, no puede compararse ni por asomo a la de ningún apóstol del Maestro, pero ciertamente he tenido una larga, complicada y enriquecedora experiencia de Dios que no he sabido interpretar hasta que, de alguna forma, el Espíritu Santo ha ido desgranando eso que me ha pasado, que en su momento no supe dar sentido ni entendí su trascendencia y que ahora daba luz a cuanto me ocurría.
El Espíritu es portador de paz. Jesús habla de la paz en la segunda parte del relato. He intentado poner fecha a la primera vez que fui consciente de estar en paz, y estoy seguro de que fue cuando me decidí a salir del armario. Primero, encontré una paz desconocida con Dios, a quien temía. Segundo, encontré la paz con las personas cercanas a medida que iba visibilizándome con ellas. Tercero, encontré la paz conmigo mismo. En los tres casos coincide que encontré la paz a medida que iba perdiendo el miedo. La Paz ahuyenta el miedo. Con miedo es imposible avanzar, tomar decisiones, vivir. Jesús venció al miedo y en esto no podemos fallarle, porque además nos pide expresamente que no tiemble nuestro corazón ni se acobarde.
El Espíritu me presentó a Jesús y por él dejé de tener miedo. No es casual que en esta lectura en la que se describen parte de las últimas palabras de Jesús antes de ser ejecutado, el Maestro haya escogido hablar del amor como motor de todo, del Espíritu como dador de todos los dones que favorecen el valor de reconocerse a uno mismo como obra de Dios, y de la paz que aleja el miedo.
Diré algo más: de las tres cosas seguramente la más importante es perder el miedo. Porque sin miedo es posible dejar que actúe el Espíritu, y sin miedo es también posible amar sin condiciones. Cuando tenía miedo estaba frustrado porque no era capaz de nada. Ahora intento dar la cara. No tiembla mi corazón ni se acobarda. El Espíritu guía mis pasos y me fio.
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