Sobre Lucas 18, 9-14
Desde que tengo uso de razón, es decir, desde que soy consciente de mi identidad homosexual y durante muchos años, he vivido con el sentimiento profundo de que era una persona imperfecta, inferior a las demás. Aun cuando el armario me hiciera parecer como las otras, mi cabeza, mi corazón y mis tripas sabían que mi manera de ser y de sentir no estaba bien. Todas las demás personas eran normales. Yo sin embargo tenía deseos y afectos inconfesables que no podía controlar y que poco a poco fui comprendiendo que eran tan míos como el color azul de mis ojos.
Si se enterasen mis padres sería trágico. Si lo supieran mis amigos se burlarían y apartarían de mí. Y Dios —me decían— aborrecía a los homosexuales. No estoy tratando de dramatizar mi historia —ni la historia común de muchas personas LGBTIQ+, particularmente las cristianas—, sino que intento dar luz a todo eso que desde luego no buscaba pero me fue impuesto por los condicionantes sociales, educativos y religiosos a lo largo de muchos, muchos años.
Desde esta premisa puede ser fácil entender que la parábola del fariseo y el publicano me suscitara un sentimiento complejo, sobre todo a partir del tiempo en que comienzo a reflexionar la Palabra con un espíritu crítico, y el dolor —unido a la soledad y a la incapacidad de comunicar lo que vivo— se hace insoportable. Ahí nace el resentimiento que se instalará cada vez con mayor fuerza en mi corazón.
Las personas cristianas LGBTIQ+ nos hemos emplazado con mucha facilidad en el lugar del publicano, rezando a distancia y con miedo a mirar al cielo. Creo que nuestra experiencia muchas veces dramática nos sitúa en cualquier relato —pero más aún en las parábolas de Jesús— allí donde hay un personaje sufriente. No solo somos el publicano en contraposición al fariseo, sino el hombre asaltado y apaleado al que asiste el samaritano, o la oveja perdida.
Cuando salí del armario lo hice cargado de rencor. Ese resentimiento tuve que curarlo y, paradójicamente, fue a través de la oración. Necesitaba aliviar las heridas. Las heridas curaron cuando comprendí que mi actitud al hacerme visible fue comportarme precisamente como el fariseo de la parábola.
Al salir del armario pensé que había llegado el momento de arrasar con todo, decidido a recuperar a cara descubierta mi lugar en la Iglesia, denunciando las injusticias de las que había sido víctima y ante las que seguía siendo testigo. Había mucho fariseo al que desenmascarar su hipocresía.
Pero esa fuerza, toda esa energía y furia no hacía más que alimentar el rencor que iba ardiendo en mi corazón, desplazando al buen Espíritu y convirtiéndome en un impostor.
Justo me había transformado en el fariseo. Ahora era yo quien rezaba diciendo «gracias, Dios mío, porque no soy como los demás, y mucho menos como esos que escandalizados se dan golpes de pecho pero son unos incoherentes».
De pronto me vi pillado por mi propia contradicción. Toda la vida en el papel de víctima y de repente y con total nitidez me veía reflejado en el rol del verdugo. En realidad no fue tan instantáneo ni tan tumbativo, sino fruto de una reflexión orante que duró un tiempo, y aún se prolonga, porque no creo que nunca deba terminar. Durante ese primer periodo me dediqué a localizar dónde estaban las causas del mal sabor de boca y de ánimo que me iba dejando esta forma de comprometerme una vez me hice visible. Después he ido dando la vuelta a cada historia preguntándome cuánto de fariseo hay en mí y el porqué. Siempre la Palabra dando la medida.
No puedo decir que mi resentimiento esté completamente curado, pero ya no tengo tanto dolor. No he renunciado a la denuncia profética pero ahora procuro que la firmeza siempre vaya unida a la misericordia. El rencor se cura con amor y Palabra, no con buenos propósitos. Y aunque todo eso lo sé, a veces aún me sorprendo vencido por las ofensas, buscando al fariseo para zarandearle mientras con la mano libre me doy golpes en el pecho.
En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: "Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: "¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo." El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador." Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido."
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