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diciembre 30, 2023

CXI LAS SAGRADAS FAMILIAS


Sobre
Lucas 2, 22-40



Me cuesta mucho hacer oración y reflexionar sobre este pasaje de Lucas sin recordar con tristeza las manifestaciones de hace años, en este día y posteriores, convocadas para defender la familia cristiana, aunque en realidad no eran más que un grito descarado contra otros modelos de familia que se estaban consolidando en nuestro país.

Me llegué a sentir muy lejos de esa Iglesia intransigente y fanática que mostraban, que ostentaban y sobre la que nos intentaron hacer creer que era la verdadera, la auténtica, la legítima. Parecían gritar “o conmigo o contra mí” portando esas pancartas.


Fueron años muy oscuros en los que era difícil contestar con argumentos aceptables a quienes me preguntaban la razón por la que seguía siendo católico. Muchas personas a mi alrededor optaron por apostatar. Y no encontraba ni una sola palabra para persuadirlos. Bastante tenía yo con mantener vivos mis propios principios de fe y convencerme a mí mismo de que esa Iglesia incoherente con pastores tan crueles era también mi Iglesia, de la que nadie iba a expulsarme por las buenas. Ya estaba más que habituado a que echaran sobre nosotras, las personas LGBTIQ+, cargas pesadas de llevar. De alguna manera había conseguido “curar” mi actitud victimista, convencido de que yo no era un sacrificio destinado a inmolarse en honor de ningún Dios justiciero. Eso evitó que sacudiera el polvo de mis pies antes de dejar la casa donde no fui —donde no fuimos— bien recibido.

Todos estos recuerdos siguen provocándome una inmensa tristeza, porque aquellos intolerantes desvirtuaron el sentido auténtico de la familia adueñándose de todos los derechos sobre ella, con la misma arrogancia que los religiosos del Templo se apropiaron del nombre de Yavhé y con esas expulsaron a Jesús, lo persiguieron y lo mataron.


Lo más sorprendente es que ningún evangelista expresa un apego especial de Jesús por la familia. Cuando más adelante Lucas relata la peregrinación a Jerusalén por la Pascua, dice que María y José encontraron al niño tras estar varias jornadas alejado de sus padres. Pero Jesús no se alegra sino más bien les recrimina ese interés por mantenerse unidos en el núcleo familiar, porque “debía ocuparse de otros asuntos”, y no entraba en sus planes precisamente convivir dócilmente con sus padres.

Hay muchos ejemplos en los Evangelios donde Jesús no parece otorgar una importancia sagrada a la familia. Pero el más duro y llamativo es el texto de Lucas 14, 26-27: “si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre y a su madre, a su mujer e hijos, a sus hermanos y hermanas, no puede ser mi discípulo”. Es decir, lo importante en realidad no es el modelo de familia, pues incluso sin ella como soporte se puede seguir a Jesús. Más aún: parece afirmar que solo sin familia se le puede seguir de manera radical.


¿Y entonces qué? Está claro que la familia —también para Jesús pese a sus reacciones— constituye un elemento importantísimo e irreemplazable, pero es preciso reconocer que ha evolucionado y probablemente lo seguirá haciendo, sin que nadie pueda evitarlo.

Cuando los grupos católicos conservadores la emprendieron contra los diversos modelos de familia distintos al tradicional, me preguntaba qué estaban defendiendo. ¿El modelo patriarcal, en el que el esposo domina todas las decisiones y ejerce el poder absoluto, a veces de forma despótica? ¿El modelo destinado a la procreación, cuyo fin principal es dar hijos a Dios, en algunos casos de forma irresponsable? ¿El modelo machista, en el que la mujer está sometida al hombre durante toda su vida matrimonial? ¿Qué modelo defendían? Cualquiera de los anteriores estaba totalmente bendecido por la Iglesia sin casi discutir los detalles y podrían definirse todos ellos como matrimonios cristianos. Pero ¿dónde colocamos al amor?


Evidentemente hay familias felices, incluso entre estas que he descrito anteriormente. Pero también conozco a parejas del mismo sexo que viven la alegría de desarrollar un proyecto de vida en común, que son cristianas y desean integrar su fe en sus vidas plenamente. Parejas que se han casado ante un juez y no les está permitido disfrutar del sacramento del matrimonio pese a que su fe en Dios y su amor del uno por el otro están fuera de toda duda. Conozco un matrimonio de mujeres, madres de dos hijos, profundamente creyentes, arriesgadamente comprometidas, que están educando cristianamente a sus dos chavales. Para mí constituyen un ejemplo de fe asentada, de amor de pareja y de motor de familia tan grande como lo fueron mis propios padres. Y así muchos otros ejemplos que seguramente los guardianes de la doctrina tacharían de modelos de pecado, cuando en realidad son modelos de amor en la adversidad, porque, aún hoy, ser una persona cristiana LGBTIQ+ casada con otra del mismo sexo es signo de escándalo en la Iglesia, razón sobrada para ser apartada de cualquier responsabilidad de servicio en la comunidad eclesial, entre otras consecuencias.


Si la Iglesia no renuncia a los prejuicios sobre los diferentes modelos de familia, aceptando de entrada la integración real y palpable de las personas LGBTIQ+ en la propia Iglesia y sus tareas de misión, si no lo hace no será fiel a la misericordia que emana del propio Dios para todas sus criaturas, ni al infinito amor de Jesucristo por todas y todos aquellos por quienes nació, murió y resucitó. No hay una sagrada familia sino muchas familias sagradas, diversas, prósperas en dones, ricas en Espíritu.


Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor. (De acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: "Todo primogénito varón será consagrado al Señor"), y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: "un par de tórtolas o dos pichones". Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el Consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.
Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba. 

diciembre 23, 2023

CX HÁGASE TU VOLUNTAD


Sobre
Lucas 1, 26-38



Dicen que las personas LGBTIQ+, especialmente los chicos, mantenemos una relación singular con nuestras madres. No puedo concretarlo en nada pero es verdad que, desde siempre, mi madre y yo nos servimos de un código de comunicación no verbal, según el cual ella sabía perfectamente lo que me pasaba en cada momento. No supe valerme de esa suerte de confianza que me ofreció a la hora de compartir con ella cómo me sentía, mientras que mi madre mostró siempre un respeto casi sagrado a mis silencios. Incluso en los momentos complicados, ella supo estar a mi lado ofreciéndose a todo, también ante mi terca reserva. Estoy seguro de que ni mi padre ni mis hermanos sospecharon nada de lo que me sucedía, gracias a la prudencia de mi madre.

Con todo, desde que puedo acordarme siempre tuve la certeza de que ella sabía que yo era gay. Nunca me atreví a preguntárselo. De hecho jamás mantuvimos una conversación sobre el tema, ni siquiera a mis dieciséis años, cuando perdí el rumbo e intenté marcharme para el otro barrio. Nunca charlamos, probablemente más a causa de mis temores que por otra razón. Seguro que ella estaba deseando hablarlo. Y ahora me arrepiento de no haberlo hecho.

Cuando salí del armario ya era tarde.


Fui su primer hijo. Imagino que sentirme en su vientre supuso para ella una gran ilusión, además de crearle incertidumbres, miedos, temores. Pero por encima de cualquier otra cosa, estoy convencido de que cada vez que me movía y me sentía vivo, su felicidad compensaba todo lo demás.

Estoy seguro de que, igual que le sucedió a María cuando visitó a Isabel, mi madre estaría deseando compartir la noticia de su primer embarazo. Claro que yo no iba a ser ningún Mesías, pero para mi madre era su primer hijo, y una buena nueva que deseaba contar a todo el mundo. No había nada más grande que comunicar y celebrar. Para ella, bendito era su vientre.


Mi madre —junto a mi padre— me educó en la fe cristiana. No fue especialmente insistente para que cumpliera los preceptos, sino más bien supo despertar mi fe en la misma medida que me ofrecía la libertad de elegir. Estudié con los claretianos, y en ellos encontré un estilo evangelizador basado en que Dios era padre por encima de todo. Y algo más, que marcó mi fe sin duda alguna: María.


Cuando mi identidad sexual fue evidente para mí, surgieron los encontronazos con la doctrina, la Iglesia, la religión, y aparecieron las grandes crisis de fe. La única que permaneció inalterable y a quien nunca renuncié fue María. Había muchas cosas que me atraían de ella, pero lo que más me emocionaba era su confianza en la voluntad de Dios. 

En mis oraciones de adolescente, de joven, habitualmente rogaba al Padre que me hiciera "normal", porque ser homosexual me producía mucho sufrimiento. No precisamente por serlo sino por el rechazo y la exclusión que percibía y que, si no experimenté directamente en propia carne hasta entonces, fue gracias a mi eficaz armario, desde el que aparentaba con éxito ser quien no era.

 

Aprendí a terminar mi oración con una breve frase: hágase tu voluntad.

No creo que nunca consiga alcanzar a confiar como lo hizo María, tan segura de que Dios siempre estaría ahí. Pero esta corta frase, que la misma madre de Jesús pronunció ante el ángel Gabriel, me hace estar tranquilo, dejándome hacer por Dios, descansando en el Padre, con la certeza de que todo lo que va sucediendo en mi historia tiene un sentido desde Él.



En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María.
El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.»
Ella se turbó ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquél.
El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin.»
Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco a varón?»
El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible.»
María contestó: «Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.»
Y la dejó el ángel.

diciembre 15, 2023

CIX ¿QUIÉN ERES?


Sobre
Juan 1, 6-8.19-28


¿Quién dice que solo hay un armario? No es así. Las personas LGBTIQ+ cristianas superamos más de uno de ellos antes de sentirnos completamente libres. Vamos a echar un vistazo.


El primero, el que afecta a la familia, los amigos, el trabajo, y toda la estructura social. Es el armario que se construye a partir de las barreras morales convencionales, los comportamientos reglados y los argumentos sociales tradicionales. Responde al principio ancestral de que ser diferente no es lo "normal" y, por tanto, debe prohibirse, limitarse, acotarse o excluirse. 

Así surge el primer armario, el del miedo a los demás.


El segundo, el que afecta a la fe, a las creencias, especialmente si la fe está fundamentada no solo en creer en Dios, sino en sentirse parte inseparable de la Iglesia de Cristo, por cuanto es la propia Iglesia —en cuanto a la doctrina que dicta la jerarquía— quien afirma que los comportamientos homosexuales no pueden recibir aprobación en ningún caso (CIC 2357). 

Es el armario del miedo a Dios.


El tercer armario alude al propio colectivo LGBTIQ+. Ser cristiano en el ambiente no es generalmente bien visto. En cierto modo está justificado, porque la Iglesia —vuelta a la jerarquía, la doctrina y todo eso— ha atacado sistemáticamente durante siglos a las personas LGBTIQ+. 

En la base de la mayoría de las conductas morales que desaprueban a las personas no heterosexuales en todas las culturas, hay un componente religioso que es, a su vez, digno de un profundo estudio que, cuanto más reflexivo y serio es, más aleja del amor de Dios esa ofensiva y ultrajante moral. 

Es el armario de la humillación.


A veces es más difícil decir que soy cristiano en una tertulia de amigas y amigos LGBTIQ+, que aclarar que soy homosexual en un entorno creyente. Esto debería hacernos reflexionar. Cuando en el ambiente digo que soy cristiano, la mayoría de los que me están escuchando ven en mí el discurso bronco, áspero e inmisericorde de la Iglesia intransigente, la misma que les hizo daño y por la que se muestran dolidos y resentidos. 


Son tres armarios y los tres transpiran exclusión. Los dos primeros apuntalan el miedo a hacernos visibles, porque tememos las consecuencias, a veces dolorosas, de descubrirnos tal como somos. Quienes hemos vivido ese tiempo a oscuras lo recordamos como un espacio perdido de nuestras vidas, en el que no pudimos ser nosotros ni nosotras mismas, ni se nos fue revelado el amor de Dios, porque se nos educó en el miedo al pecado por ser diferentes, se nos contó que el Padre no nos quería así.


El tercero bien puede ser consecuencia de los otros dos, y es el efecto de nuestra visibilidad (en este caso como creyentes), resultado del riesgo de ser testigos de Jesús y nos descubre el reto de ofrecer una Iglesia diferente a la que se refieren, distinta a la que les dolió y los separó.


Desde esta realidad, quienes hemos tenido la suerte de que el Padre Dios entre en nuestras vidas tenemos el compromiso adquirido de ser puente, de acercar la Palabra a tanta gente que ha sido escandalizada, apartada o expulsada y por eso alejada de la Iglesia que es, sobre todo, Pueblo de Dios, casa de todas y de todos. 


Nos preguntarán, como a Juan, ¿pero tú, quién eres?. Contestaremos que no somos el Mesías, ni Elías, ni el Profeta. Pero muchas veces somos —como decía Juan— “la voz que grita en el desierto: “allanad los caminos del Señor””, y nos sorprenderemos confesándonos testigos, casi avergonzados, porque hace muy poco estábamos en las fronteras de la Iglesia y hoy, sin renunciar a ese territorio donde es imposible acomodarse e instalarse, pedimos justicia y anunciamos la misericordia de Dios. 



Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. 
Y éste fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan, a que le preguntaran: «¿Tú quién eres?» 
Él confesó sin reservas: «Yo no soy el Mesías.» 
Le preguntaron: «¿Entonces, qué? ¿Eres tú Elías?» 
El dijo: «No lo soy.» 
«¿Eres tú el Profeta?» 
Respondió: «No.» 
Y le dijeron: «¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?» 
Él contestó: «Yo soy la voz que grita en el desierto: "Allanad el camino del Señor", como dijo el profeta Isaías.»
Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: «Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?» 
Juan les respondió: «Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia.»
Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan bautizando.



diciembre 09, 2023

CVIII PREPARAD EL CAMINO



Sobre Marcos 1, 1-8


Juan el Bautista fue el primero en atreverse a anunciar a Jesús. Paradójicamente no era una persona integrada en la sociedad. Vivía apartado de ella en el desierto de los excluidos. Seguramente —como indican algunos estudios— a causa de no encontrarse en sintonía con la clase religiosa oficial, ni con sus ritos, comportamientos y tradiciones. Así pues, el profeta coetáneo del Mesías es alguien que no acudía al Templo ni cumplía las normas religiosas pero, sin embargo, vivía una relación con Dios tan profunda que recibió de Él la fuerza y el ánimo necesarios para salir de su retiro y anunciar la Buena Nueva.


Juan se apoyaba en la palabra del profeta Isaías: "voz que grita en el desierto, preparad el camino al Señor, allanad sus senderos". Con seguridad creó un ambiente de expectación que en cierta forma fortaleció la recién estrenada vida pública de Jesús y plantó los cimientos de un cambio radical en la percepción de Dios, un Dios que ya no demanda sacrificios sino el sincero arrepentimiento de corazón; que ya no precisa de un Templo fastuoso sino que traslada su casa al Jordán y se vale de algo tan poco suntuoso y tan común como el agua que es, desde ese momento, símbolo del perdón y de integración; que ya no necesita de sacerdotes que interpreten y administren su voz sino que se rodea de hombres y mujeres de toda clase y condición, muchas de ellas personas alejadas y excluidas que encuentran en la promesa de Juan y su anuncio un motivo para la esperanza.


Sin saberlo, todas las personas LGBTIQ+ cristianas nos hemos cruzado con un Juan Bautista en nuestras vidas: circunstancias, pero sobre todo personas que, en un momento dado, nos zarandearon y nos pusieron en marcha sacándonos del lugar donde nos escondíamos. En mi caso hay mujeres y hombres con nombres y apellidos que esperaron el momento oportuno para pedirme que preparara el camino, anunciándome un Dios hasta entonces desconocido en mi vida, desprovisto de condiciones para sentirme querido por Él, desarmado de amenazas y, por el contrario, repleto de todo lo que caracteriza a un padre bueno.


La mayoría de las personas LGBTIQ+ cristianas fuimos, al principio, incapaces de acoger el anuncio de Juan, porque en los armarios es muy difícil entender cualquier invitación a desinstalar la idea del Dios del Templo, para colocar en su lugar al Dios de Jesús. El miedo a las consecuencias de hacer pública nuestra identidad sexual se refuerza con el mensaje incansable y terco que nos llega desde una religión que pone condiciones al amor. Parece como si Dios exigiese sacrificios humanos, inmolando a todas las personas que no cumplen cada una de las condiciones necesarias para ser moralmente aceptables, perfectos varones y perfectas hembras con una afectividad fuera de toda duda. 

La doctrina no hace suyo el encargo de Isaías —que Juan grita— cuando dice "allanad los senderos del Señor", pues ciertamente pone numerosos obstáculos para llegar a Él, abundantes condiciones y después, cuando los más obstinados conseguimos avanzar y perseverar en la búsqueda y el encuentro con Dios, no tarda demasiado en colocarnos pesadas cargas difíciles de llevar. Así pues, las personas LGBTIQ+ cristianas no solo tenemos dificultad para escuchar la voz de Juan a causa de nuestros miedos, sino que continuamente nos ponen impedimentos y condiciones que hacen muy complicado andar el camino para que Jesús llegue a nuestras vidas y se quede.


Me gusta pensar que los hombres y mujeres LGBTIQ+ cristianos llevamos en nuestros corazones el espíritu de Juan. Como él, hemos habitado el árido desierto anhelando el encuentro con Dios y, cuando estuvimos preparados, hemos salido a la luz para anunciar la Buena Noticia, proclamar la esperanza y contagiar la sensación de sentirnos hijas e hijos queridos por el Padre. Efectivamente, Juan revoluciona la idea de Dios, acercándolo hasta donde era inimaginable. “Los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio”.

Porque ”los caminos tortuosos se enderezarán y todos verán la salvación de Dios". Todas y todos sin excepción lo verán.

¡Dichosos quienes no se escandalicen de este Cristo que acoge a las personas LGBTIQ+!



Comienza el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Está escrito en el profeta Isaías: «Yo envío mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino. Una voz grita en el desierto: "Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos."» 
Juan bautizaba en el desierto; predicaba que se convirtieran y se bautizaran, para que se les perdonasen los pecados. Acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus pecados, y él los bautizaba en el Jordán. Juan iba vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. 
Y proclamaba: «Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.»




diciembre 02, 2023

CVII ¡DESPERTAD!


Sobre
Marcos 13, 33-37

Una vez, en un encuentro con una comunidad cristiana me pidieron que definiese con una palabra mi experiencia en el armario. 

“Pesadilla” —contesté. 

Insistieron y me invitaron a que añadiera un solo término más que describiese mi vida en el armario como persona LGBTIQ+ cristiana. 

“Angustia” —respondí. 

Alguien pidió la voz y me preguntó: —“¿Y cómo hacías para sobrellevarlo?”

Entonces dije: —“Continuamente trataba de despertar de esa angustiosa pesadilla”.


Cuando hace unos días reflexionaba acerca de todo lo acontecido con Álvaro, me dolió hasta llorar el rememorar los detalles y recuperar sensaciones y sentimientos. 

Pero lo que más me entristeció fue precisamente lo que sentí al bucear en la angustiosa pesadilla del armario, reconociendo cuántas mentiras fabriqué para construir una vida falsa, a cuántas personas engañé con el único fin de preservar la imagen que deseaba proyectar de mí mismo, para así evitar ser apartado, excluido, burlado, despreciado por ser como era, como soy.


Salir del armario no ha supuesto olvidarme de lo que sucedió en ese periodo de mi vida. Es frecuente recordar momentos y experiencias, porque al fin y al cabo ahí está casi toda mi historia. Mucho de lo que ocurrió —especialmente todas las condiciones que forzaron la construcción del armario— ha modelado buena parte de mi forma de ser. Tampoco todo en esos años es esencialmente aborrecible. Hay experiencias a las que muchas personas se enfrentan de forma corriente, con sus pequeñas diferencias y matices, sí, pero con una cadencia natural, como es el descubrimiento del cuerpo, del propio yo con sus riquezas y limitaciones, de los demás y de cómo respetar sus singularidades, del amor, de la vida, de Dios mismo. Experiencias y descubrimientos que, situado dentro del armario, viví con especial intensidad. 


Destaco el amor, puesto que en el armario siempre es amor prohibido, perseguido y perverso pero aún así inevitable. Destaco la vida, porque en numerosos armarios está íntimamente amenazada por la muerte como única salida a una existencia hostigada. Destaco a Dios, porque en muchos armarios se han forjado las relaciones más profundas, vivas y apasionadas con el Creador que jamás pudieran darse, seguramente porque parten de una búsqueda activísima en ambas direcciones: de Dios que sale al encuentro y de la persona que siente la necesidad de reconocerse hija e hijo querido del Padre y por eso pelea y se esfuerza hasta conseguir el abrazo deseado.


Con diversas peculariedades, la mayoría de las personas cristianas LGBTIQ+ a quienes he podido escuchar su historia en el armario coinciden conmigo, en cuanto a definir esa parte de sus vidas como una angustiosa pesadilla. Y muchas de ellas, la mayor parte, estuvieron en un continuo intento de despertarse para dejar atrás ese mal sueño. 


Pero ¿despertar a qué? Buena pregunta. Lo tentador para muchas personas LGBTIQ+ que salen del armario es liberarse, en el sentido más amplio del término, y quedarse ahí sin profundizar más, sin valorar qué más hacer. De hecho la visibilidad tiene de por sí mucho de redención, porque resitúa a la persona, la permite reconciliarse consigo misma y plantar cara a muchos miedos que hasta hace nada fueron una poderosa razón para ocultar la verdadera identidad a los demás. Como LGBTIQ+ cristiano debería ser inviable quedarse “solo” en eso. 

Cuando salí del armario tuve mi tiempo de diva y estrella presentando en sociedad mi nuevo estatus de homosexual visible y orgulloso. No fue tan frívolo como parece. Pero caí en esa primera tentación a la que antes me refería. 


Pese a todo, la pregunta seguía rondando mi cabeza. Había logrado salir de la angustiosa pesadilla del armario y despertar. ¿Despertar a qué? 

Realmente en mi recorrido personal de salida del armario tuvo mucho que ver la fe. A veces me he referido al desierto como experiencia inevitable pero indispensable, un tiempo en el que me enfrenté a mí mismo y durante el que busqué furiosamente a Dios, escudriñando respuestas, pidiéndole explicaciones sin dejar de gritar, hasta que, agotado, callé y solo entonces pude escuchar la voz del Padre llamándome por mi nombre. Entonces fue posible mi reencuentro con Dios, pude reconocerme por primera vez, con absoluta claridad, hijo querido del Padre.


Tenía la intuición de que todo ese proceso —junto al de otras personas— nos orientaría hacia un compromiso concreto con el colectivo LGBTIQ+ creyente, trabajando para, por un lado, anunciar que Dios ama a todas las personas por igual, sin menospreciar su género ni su orientación sexual, desarrollando herramientas para acoger y también para sanar heridas, acompañar y reconciliar. Y de otro lado, crear sinergias y tender puentes mediante los que hacer posible una Iglesia realmente acogedora e inclusiva. Así, por cierto, nació Ichthys en el año 2004.


Toda esta reflexión surge a partir del texto del evangelista Marcos con el que iniciamos el Adviento. El Maestro pide que nos mantengamos despiertos. Que estemos alerta. No es un relato apocalíptico en el que nos amenace acerca de las consecuencias de quedarnos dormidos y encontrarnos así el dueño de la casa a la vuelta de su viaje. Más bien nos está recordando que si nos vence el sueño perderemos la oportunidad de acoger al Señor a su regreso, habremos desperdiciado la ocasión de dar sentido a todo este tiempo de espera. 

Al colectivo LGBTIQ+ cristiano, Jesús nos está invitando a despertar, a salir para siempre de las largas y trágicas pesadillas en las que aparecimos como víctimas y donde a veces nos apoltronamos, en una actitud de mártires que nos resulta en cierta forma rentable porque enaltece nuestros derechos y pone en evidencia al opresor, pero por contra alimenta el rencor y el resentimiento hasta cotas imprevisibles. No es ese nuestro sitio. Más bien debemos apoyarnos en nuestros propios testimonios para desde ahí construir en lugar de romper.


Por eso Jesús nos empuja a despertar, a ser testigos, a sacudir la insolencia con la que buena parte de la jerarquía trata a hombres y mujeres LGBTIQ+, a recuperar el auténtico rostro de Dios en la Iglesia, a restaurar la misericordia de la que habló Jesús, a contribuir en la construcción de una comunidad de hermanas y hermanos que conformen el Pueblo de Dios, la Iglesia de Cristo, con un corazón nuevo, que sea fuente de esperanza para todas y todos sin excepción. 



En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento. Es igual que un hombre que se fue de viaje y dejó su casa, y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara. Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer; no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: ¡Velad!»