Sobre Lucas 2, 22-40
Me cuesta mucho hacer oración y reflexionar sobre este pasaje de Lucas sin recordar con tristeza las manifestaciones de hace años, en este día y posteriores, convocadas para defender la familia cristiana, aunque en realidad no eran más que un grito descarado contra otros modelos de familia que se estaban consolidando en nuestro país.
Me llegué a sentir muy lejos de esa Iglesia intransigente y fanática que mostraban, que ostentaban y sobre la que nos intentaron hacer creer que era la verdadera, la auténtica, la legítima. Parecían gritar “o conmigo o contra mí” portando esas pancartas.
Fueron años muy oscuros en los que era difícil contestar con argumentos aceptables a quienes me preguntaban la razón por la que seguía siendo católico. Muchas personas a mi alrededor optaron por apostatar. Y no encontraba ni una sola palabra para persuadirlos. Bastante tenía yo con mantener vivos mis propios principios de fe y convencerme a mí mismo de que esa Iglesia incoherente con pastores tan crueles era también mi Iglesia, de la que nadie iba a expulsarme por las buenas. Ya estaba más que habituado a que echaran sobre nosotras, las personas LGBTIQ+, cargas pesadas de llevar. De alguna manera había conseguido “curar” mi actitud victimista, convencido de que yo no era un sacrificio destinado a inmolarse en honor de ningún Dios justiciero. Eso evitó que sacudiera el polvo de mis pies antes de dejar la casa donde no fui —donde no fuimos— bien recibido.
Todos estos recuerdos siguen provocándome una inmensa tristeza, porque aquellos intolerantes desvirtuaron el sentido auténtico de la familia adueñándose de todos los derechos sobre ella, con la misma arrogancia que los religiosos del Templo se apropiaron del nombre de Yavhé y con esas expulsaron a Jesús, lo persiguieron y lo mataron.
Lo más sorprendente es que ningún evangelista expresa un apego especial de Jesús por la familia. Cuando más adelante Lucas relata la peregrinación a Jerusalén por la Pascua, dice que María y José encontraron al niño tras estar varias jornadas alejado de sus padres. Pero Jesús no se alegra sino más bien les recrimina ese interés por mantenerse unidos en el núcleo familiar, porque “debía ocuparse de otros asuntos”, y no entraba en sus planes precisamente convivir dócilmente con sus padres.
Hay muchos ejemplos en los Evangelios donde Jesús no parece otorgar una importancia sagrada a la familia. Pero el más duro y llamativo es el texto de Lucas 14, 26-27: “si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre y a su madre, a su mujer e hijos, a sus hermanos y hermanas, no puede ser mi discípulo”. Es decir, lo importante en realidad no es el modelo de familia, pues incluso sin ella como soporte se puede seguir a Jesús. Más aún: parece afirmar que solo sin familia se le puede seguir de manera radical.
¿Y entonces qué? Está claro que la familia —también para Jesús pese a sus reacciones— constituye un elemento importantísimo e irreemplazable, pero es preciso reconocer que ha evolucionado y probablemente lo seguirá haciendo, sin que nadie pueda evitarlo.
Cuando los grupos católicos conservadores la emprendieron contra los diversos modelos de familia distintos al tradicional, me preguntaba qué estaban defendiendo. ¿El modelo patriarcal, en el que el esposo domina todas las decisiones y ejerce el poder absoluto, a veces de forma despótica? ¿El modelo destinado a la procreación, cuyo fin principal es dar hijos a Dios, en algunos casos de forma irresponsable? ¿El modelo machista, en el que la mujer está sometida al hombre durante toda su vida matrimonial? ¿Qué modelo defendían? Cualquiera de los anteriores estaba totalmente bendecido por la Iglesia sin casi discutir los detalles y podrían definirse todos ellos como matrimonios cristianos. Pero ¿dónde colocamos al amor?
Evidentemente hay familias felices, incluso entre estas que he descrito anteriormente. Pero también conozco a parejas del mismo sexo que viven la alegría de desarrollar un proyecto de vida en común, que son cristianas y desean integrar su fe en sus vidas plenamente. Parejas que se han casado ante un juez y no les está permitido disfrutar del sacramento del matrimonio pese a que su fe en Dios y su amor del uno por el otro están fuera de toda duda. Conozco un matrimonio de mujeres, madres de dos hijos, profundamente creyentes, arriesgadamente comprometidas, que están educando cristianamente a sus dos chavales. Para mí constituyen un ejemplo de fe asentada, de amor de pareja y de motor de familia tan grande como lo fueron mis propios padres. Y así muchos otros ejemplos que seguramente los guardianes de la doctrina tacharían de modelos de pecado, cuando en realidad son modelos de amor en la adversidad, porque, aún hoy, ser una persona cristiana LGBTIQ+ casada con otra del mismo sexo es signo de escándalo en la Iglesia, razón sobrada para ser apartada de cualquier responsabilidad de servicio en la comunidad eclesial, entre otras consecuencias.
Si la Iglesia no renuncia a los prejuicios sobre los diferentes modelos de familia, aceptando de entrada la integración real y palpable de las personas LGBTIQ+ en la propia Iglesia y sus tareas de misión, si no lo hace no será fiel a la misericordia que emana del propio Dios para todas sus criaturas, ni al infinito amor de Jesucristo por todas y todos aquellos por quienes nació, murió y resucitó. No hay una sagrada familia sino muchas familias sagradas, diversas, prósperas en dones, ricas en Espíritu.
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.
Maravillosa reflexión!!! Que bonito escribes Antonio 🙏❤️ Feliz Año Nuevo
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