Sobre Juan 1, 6-8.19-28
¿Quién dice que solo hay un armario? No es así. Las personas LGBTIQ+ cristianas superamos más de uno de ellos antes de sentirnos completamente libres. Vamos a echar un vistazo.
El primero, el que afecta a la familia, los amigos, el trabajo, y toda la estructura social. Es el armario que se construye a partir de las barreras morales convencionales, los comportamientos reglados y los argumentos sociales tradicionales. Responde al principio ancestral de que ser diferente no es lo "normal" y, por tanto, debe prohibirse, limitarse, acotarse o excluirse.
Así surge el primer armario, el del miedo a los demás.
El segundo, el que afecta a la fe, a las creencias, especialmente si la fe está fundamentada no solo en creer en Dios, sino en sentirse parte inseparable de la Iglesia de Cristo, por cuanto es la propia Iglesia —en cuanto a la doctrina que dicta la jerarquía— quien afirma que los comportamientos homosexuales no pueden recibir aprobación en ningún caso (CIC 2357).
Es el armario del miedo a Dios.
El tercer armario alude al propio colectivo LGBTIQ+. Ser cristiano en el ambiente no es generalmente bien visto. En cierto modo está justificado, porque la Iglesia —vuelta a la jerarquía, la doctrina y todo eso— ha atacado sistemáticamente durante siglos a las personas LGBTIQ+.
En la base de la mayoría de las conductas morales que desaprueban a las personas no heterosexuales en todas las culturas, hay un componente religioso que es, a su vez, digno de un profundo estudio que, cuanto más reflexivo y serio es, más aleja del amor de Dios esa ofensiva y ultrajante moral.
Es el armario de la humillación.
A veces es más difícil decir que soy cristiano en una tertulia de amigas y amigos LGBTIQ+, que aclarar que soy homosexual en un entorno creyente. Esto debería hacernos reflexionar. Cuando en el ambiente digo que soy cristiano, la mayoría de los que me están escuchando ven en mí el discurso bronco, áspero e inmisericorde de la Iglesia intransigente, la misma que les hizo daño y por la que se muestran dolidos y resentidos.
Son tres armarios y los tres transpiran exclusión. Los dos primeros apuntalan el miedo a hacernos visibles, porque tememos las consecuencias, a veces dolorosas, de descubrirnos tal como somos. Quienes hemos vivido ese tiempo a oscuras lo recordamos como un espacio perdido de nuestras vidas, en el que no pudimos ser nosotros ni nosotras mismas, ni se nos fue revelado el amor de Dios, porque se nos educó en el miedo al pecado por ser diferentes, se nos contó que el Padre no nos quería así.
El tercero bien puede ser consecuencia de los otros dos, y es el efecto de nuestra visibilidad (en este caso como creyentes), resultado del riesgo de ser testigos de Jesús y nos descubre el reto de ofrecer una Iglesia diferente a la que se refieren, distinta a la que les dolió y los separó.
Desde esta realidad, quienes hemos tenido la suerte de que el Padre Dios entre en nuestras vidas tenemos el compromiso adquirido de ser puente, de acercar la Palabra a tanta gente que ha sido escandalizada, apartada o expulsada y por eso alejada de la Iglesia que es, sobre todo, Pueblo de Dios, casa de todas y de todos.
Nos preguntarán, como a Juan, ¿pero tú, quién eres?. Contestaremos que no somos el Mesías, ni Elías, ni el Profeta. Pero muchas veces somos —como decía Juan— “la voz que grita en el desierto: “allanad los caminos del Señor””, y nos sorprenderemos confesándonos testigos, casi avergonzados, porque hace muy poco estábamos en las fronteras de la Iglesia y hoy, sin renunciar a ese territorio donde es imposible acomodarse e instalarse, pedimos justicia y anunciamos la misericordia de Dios.
Gracias por ser voz y ser luz para muchos que lo necesitan y no lo saben o no pueden ni mencionarlo. Qué no se apague ni tu voz ni tu luz 🙏🙏🙏
ResponderEliminarMuchas gracias Marisa 😘😘
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