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abril 28, 2024

CXXIX ARRANCARSE DE LA VID


Sobre 
Juan 15, 1-8


Recuerdo muy bien una meditación sobre esta lectura de Juan, acerca de la vid verdadera y el verdadero viñador. Fue durante un retiro para catequistas hace muchos años. Andaba construyendo por enésima vez los andamios de mi vida, convencido de que no resultaba del agrado de Dios, decidido a vivir una doble vida que me permitiera disfrazar de normalidad eso que yo era y tanta vergüenza y miedo me daba confesar, y resignado a mentir por puro instinto de supervivencia para el resto de mi existencia. Estas tres desesperanzadas columnas sostenían toda mi vida. Y ahí, en ese punto, estaba yo, meditando sobre la vid verdadera y el viñador.

Conservo un cuaderno desde el que ahora comparto lo que escribí:

"Mi naturaleza parece que me hace incómodo a los ojos de Dios. Me doy cuenta de que no puedo ser sarmiento de la vid. Soy más bien espina de una zarza, púa de un cactus, una hoja de ortiga. No puedo ser diferente a lo que soy por mucho que me empeñe. Puedo engañar a cualquiera pero no al viñador. Mejor arrancarme de la vid”.

Eso hice. Abandoné todo. Dejé mi comunidad con no recuerdo qué excusa, renuncié como catequista (hacía días me sorprendí hablando a los jóvenes acerca de cómo ser fiel al Espíritu sin creerme un ápice lo que les decía), arrinconé mis hábitos de fe, me alejé de Dios tanto como pude durante un largo tiempo. 

De otro modo, probablemente, si hubiese conseguido reunir el valor suficiente para salir del armario en ese momento, habría sido cortado de la vid como tantas otras, como tantos otros, podado por algún viñador celoso del método y la tradición, y de tantas razones como se preocupan de demostrar con poderosos argumentos teológicos y hermeneúticos que humillan la dimensión humana y ponen medida a la dignidad de las personas LGBTIQ+. Aunque quizá, este sea tema para profundizar en él en otro momento.

En mi caso, de manera voluntaria, como también les ocurre a muchas personas creyentes LGBTIQ+, decidí auto-arrancarme de la vid. Todo eso me creó un doble sentimiento, por un lado de paz, al reconocerme por primera vez honesto conmigo mismo, y por otro de vacío, porque posiblemente había conseguido valorarme como persona, mas comenzaba a entender que Dios no tenía nada que ver con esta historia de desprecio.

Paradójicamente, acordarme de todo esto ahora, años después y visto con perspectiva, me concede la oportunidad de agradecer a Dios que me permitiera descubrir cuánto necesitaba de Él. Es verdad que las personas LGBTIQ+ que en algún momento de nuestras historias personales fuimos rozadas por el Padre, nunca fuimos abandonadas por Él, pese a que quisimos irnos de su casa. Los creyentes LGBTIQ+ seguramente encontraremos infinitos argumentos para justificar nuestra marcha, pero en el fondo ninguna de esas razones se acreditan desde Dios, sino a causa de lo que algunos hombres de Dios interpretan respecto a cómo debemos ser para dignificarnos como cristianos.

Todo esto -ahora estoy seguro- y, desde que tengo uso de razón, tantas otras crisis de fe por lo de ser homosexual, no ha hecho otra cosa que acercarme más a Dios en vez de alejarme, porque así fui muchas veces hijo prodigo volviendo a casa, mujer apedreada por quienes no estaban libres de pecado, mal herido asistido por el buen samaritano, ciego que vuelve a ver, leproso que cura sus llagas, mujer que toca el manto del Maestro, oveja perdida a la que encuentra el pastor y, también, sarmiento cortado que el viñador injerta con cuidado en la vid, cura y vigila para que la savia vuelva a correr por él dando vida.

Cuando en oración miro atrás a mi vida, ciertamente no me hace feliz recordar cómo sufrí al no poder ser yo mismo durante buena parte de mi historia, pero veo claramente a Dios. Incluso en los tiempos en los que creí estar alejado de Él, sé que me sostuvo y le estoy eternamente agradecido por su constancia. Si digo que tengo fe no es solo porque creo en Dios sino porque Él nunca dejó de creer en mí. Pero han hecho falta muchos años para ser consciente de todo esto, desde aquella meditación sobre la vid y el viñador que me llevó a saltar desesperadamente del barco y huir.
Ahora sé con seguridad que Él es la vid verdadera que permanece unido a mí, y yo a Él. Ahora pido lo que quiero y sé que lo tendré.


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos».

abril 21, 2024

CXXVIII NECESITAMOS PASTORES QUE HUELAN A OVEJA


Sobre 
Juan 10, 11-18

Sentí gran alegría cuando escuché al Papa Francisco pedir a los sacerdotes que fuesen pastores con olor a oveja. Ocurrió en la misa del jueves santo de 2013, pocos días después de ser elegido. Las personas creyentes LGBTIQ+, y en realidad todas las personas LGBTIQ+ con fe o no, estábamos acostumbradas a que muy pocos sacerdotes se arriesgaran a verse mezclados en nuestros asuntos, por mucho que demandábamos no solo la más mínima misericordia en no pocos juicios de valor por su parte, sino sobre todo la mayor de las atenciones en temas de pastoral y acompañamiento espiritual.
Los sacerdotes, religiosos y religiosas que, hasta ese momento, se atrevieron a rozarse con nosotros lo suficiente como para oler a oveja rosa, tuvieron que sortear obstáculos y dar explicaciones, cuando no actuar de tal forma que su labor no fuera descubierta.

La exégesis del texto del Buen Pastor suele presentar a Jesús como el pastor bueno que se preocupa de todas las ovejas, incluso de aquellas que no son propiamente de su rebaño, frente a otros pastores que envilecen su trabajo descuidando su deber.
Evidentemente, nuestra experiencia como ovejas de otro redil no es a causa de sentirnos menos cercanos de Dios, sino por estar más alejados de los pastores, de los malos pastores. Pues no es de Dios de quien somos ovejas perdidas, sino de la Iglesia.

Aún más dolorosamente, constatamos cómo las personas LGBTIQ+ creyentes que pierden el contacto con Dios, llegan a ese punto como consecuencia del mal hacer de malos pastores, incapaces de reconocer como parte de su misión a quienes, según el catecismo, por una parte merecemos respeto y debemos ser acogidos con compasión y delicadeza, pero por otra tenemos comportamientos desordenados que no pueden recibir aprobación en ningún caso.
Tanto a quienes abandonaron a Dios como a las personas que mantuvimos la fe, nos causa gran tristeza esta falsa condescendencia que permite seamos nosotros mismos siempre y cuando renunciemos a nuestra afectividad y a nuestra sexualidad, puesto que son conductas confusas y perturbadoras.

Cinco años después de aquel deseo de Francisco, en el que pedía a los ministros de la Iglesia que fueran buenos pastores, que se desgastaran con todas las ovejas sin preguntar, vamos percibiendo ciertos cambios, apreciando la cercanía de nuevas caras que se unen a las que siempre se arriesgaron y no pusieron reparos en ser rostro sincero de la Iglesia del Padre. 

Pero todavía queda un largo camino. Todavía sobran pasos atrás. Estorban miedos y tradiciones. Fastidian lobos con piel de amable pastor. Agobian pastores que empuñan la ley para callar sus propios miedos. Hostigan los fanáticos. Gritan los intolerantes. Ponen, entre todos, límites a nuestra dignidad como personas y como creyentes. Creyentes en el Dios que nos soñó tal como somos.
Aún así nada nos va a separar del amor que Dios nos tiene. Hoy como nunca cantamos con el Rey David “el Señor es mi pastor, nada me falta”.


Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas. El asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, cuando ve venir al lobo, escapa abandonando las ovejas, y el lobo las arrebata y dispersa. Como es asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el buen pastor: conozco a las mías y ellas me conocen a mí, como el Padre me conoce y yo conozco al Padre; y doy la vida por las ovejas. Tengo otras ovejas que no pertenecen a este corral; a ésas tengo que guiarlas para que escuchen mi voz y se forme un solo rebaño con un solo pastor. Por eso me ama el Padre, porque doy la vida, para después recobrarla. Nadie me la quita, yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y para después recobrarla. Éste es el encargo que he recibido del Padre.

abril 14, 2024

CXXVII DIGNIDAD FINITA


Sobre 
Lucas 24, 35-48


Hace años, cuatro amigos homosexuales creyentes comenzamos a reunirnos para hacer oración en una pequeña y escondida habitación que nos prestaron. Como estaba en un edificio de un colegio religioso, pidieron total discreción. No hacía falta el ruego, pues los cuatro teníamos suficientes razones para ser discretos hasta el extremo. Aún estábamos más dentro que fuera del armario. Además algunos éramos catequistas y seguro que si se descubría nuestro secreto lloverían los problemas.

Al poco de iniciar nuestro camino, comenzó a discutirse en el Parlamento la Ley que permitiría el matrimonio entre personas del mismo sexo y la adopción por parte de parejas LGBTIQ+. 
La Iglesia organizaba grandes manifestaciones multitudinarias contra esa Ley. Algunos cardenales y obispos fueron especialmente crueles en sus homilías de aquellos meses, con comentarios que causaron dolor y rabia entre las personas LGBTIQ+ creyentes, como nosotros. Se multiplicaron por mil los expedientes de apostasía. Un obispo español dijo que los homosexuales no éramos auténticos hijos de Dios...

En mitad de ese caldeado ambiente nos reuníamos temerosos, irritados, enojados, asustados y, desorientados, orábamos por ver qué nos decía Dios de todo esto, temiendo que la situación apagara finalmente nuestra fe y encendiera nuestro rencor, acrecentando nuestra identidad de víctimas y, en consecuencia, hiciéramos caso a nuestro instinto de supervivencia abandonando todo, como ya alguna vez hablamos en esa apartada habitación.

La lectura de Lucas me recuerda toda esa historia: Creyentes en Jesús, asustados y poco menos que ocultos en un cuarto. Salvando las distancias, nosotros también éramos como esos apóstoles que tantas vicisitudes tuvieron que soportar para mantener viva su fe. Nosotros, como ellos, estábamos en una habitación muertos de miedo ante la que se estaba formando, sin saber muy bien si debíamos hacer algo u optar por desentendernos y vivir nuestras vidas al margen de Jesús. Los apóstoles, como nosotros, estaban esperando una señal que les animara a anunciar la Buena Noticia. Aun hoy siguen dándose las condiciones para encerrarnos empujadas y empujados por los maestros de la Ley, que nos conminan a cumplir a rajatabla los mandamientos, pero nos prohiben recibir ciertos sacramentos.

No se nos presentó Jesús a cenar, ni nos enseñó sus heridas para que creyéramos. Pero puso en nuestro particular camino de Emaús a personas que nos mostraron por dónde ir, y nos dio instrumentos para curar el rencor y el victimismo, las dos mayores tentaciones de cualquier persona cristiana LGBTIQ+.

Con nosotros Jesús se quedó. Nos dijo que, si estábamos convencidos de lo que Él significaba en nuestras vidas, debíamos contarlo. Y eso hacemos: compartir nuestra historia, contagiar nuestra experiencia. Ser testigos.

Y también, por la misma razón, somos voz que pide justicia. En estos tiempos se nos habla de dignidad, proponiéndonos cumplir la Ley para que se nos reconozca a Cristo vivo en nuestras historias de salvación. Me pregunto quién puede arrogarse la autoridad de certificar la autenticidad de que es el Padre quien me bendice siendo homosexual, lesbiana, bisexual o transexual, y no una imaginación o un sueño, o un invento de mi mente. La humanidad de Dios se diluye en la norma, en la tradición, y en numerosos argumentos teológicos, bíblicos y hermenéuticos que arrasan con la novedad que ofrece Jesucristo en nuestras vidas, especialmente de las más vulnerables, las de nuestras hermanas y hermanos transexuales, para quienes ciertamente la dignidad que se les ofrece es del todo finita.

Con todo, somos testigos de salvación. Mujeres y hombres LGBTIQ+ que se saben hijas e hijos queridos por Dios. Y estamos decididos a anunciarlo, a transmitirlo, a contarlo, por encima de las incertidumbres, de las dificultades, de los obstáculos que se nos presenten, alejados del victimismo, ausentes de rencor, bendecidos por el Padre. 



Ellos por su parte contaron lo que les había sucedido en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Estaban hablando de esto, cuando se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: —La paz esté con vosotros. Espantados y temblando de miedo, pensaban que era un fantasma. Pero él les dijo: —¿Por qué estáis turbados? ¿Por qué se os ocurren tantas dudas? Mirad mis manos y mis pies, que soy el mismo. Tocad y ved, que un fantasma no tiene carne y hueso, como veis que yo tengo. Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Era tal el gozo y el asombro que no acababan de creer. Entonces les dijo: —¿Tenéis aquí algo de comer? Le ofrecieron un trozo de pescado asado. Lo tomó y lo comió en su presencia. Después les dijo: —Esto es lo que os decía cuando todavía estaba con vosotros: que tenía que cumplirse en mí todo lo escrito en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos. Entonces les abrió la inteligencia para que comprendieran la Escritura. Y añadió: —Así está escrito: que el Mesías tenía que padecer y resucitar de la muerte al tercer día; que en su nombre se predicaría penitencia y perdón de pecados a todas las naciones, empezando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de ello.

abril 07, 2024

CXXVI DUDAR


Sobre 
Juan 20, 19-31



Siempre me he sentido mucho más identificado con los personajes “débiles” de la Biblia que con los que demuestran fortaleza y fidelidad. En especial con los que en algún momento hacen palpable su incredulidad ante lo que Dios va planteándoles. Por eso en diferentes etapas de mi vida he sido Jonás huyendo de Dios para no cumplir su encargo, Abrahám escéptico ante la promesa de descendencia, Job enojado culpando a Dios de sus desdichas, Pedro negando hasta tres veces a Jesús, o Tomás recelando de que el Maestro hubiera resucitado.


En el armario no se puede aspirar a la santidad sin pasar antes por lo que se parece mucho a la mediocridad, y en esa experiencia es fácil coincidir con todos estos protagonistas del Antiguo y del Nuevo Testamento que no terminaron de confiar ciegamente en Dios y se rindieron ante su evidente falta de fe. 

Por eso mi afinidad con todos los que dudaron o no fueron capaces de reconocer al Creador. Yo era uno con todos, me eran asequibles, alcanzables en su palpable humanidad. Vivía con exagerada pasión sus debilidades porque eran las mías, excusándome en ellos y justificando igualmente mis miedos en cada uno de esos personajes. Indudablemente y sin darme cuenta, iba empapándome de sus admirables experiencias de Dios, aunque en ese tiempo de armario no fuese capaz de ver más allá de sus flaquezas.


Salir del armario significó muchas cosas. Una de ellas fue la capacidad de dimensionar multitud de sucesos de mi vida, otorgándoles un sentido positivo y por eso trascendente. Fue como pasar a color fragmentos de una historia en blanco y negro. Así define un amigo homosexual su salida del armario. Me parece una imagen muy certera: poner color a la vida. En clave creyente fue además alojar a Dios allí donde me lo habían arrebatado, es decir, descubrir al Dios de Jesús y apreciar cómo me quiere tal como soy. Soy consciente de que ahora me parece algo obvio, pero entonces fue una emocionante novedad.


En ese proceso de encontrar sentido a mi historia desde una dimensión de fe, los personajes de la Biblia a los que me aferré identificándome con sus debilidades cobraron una importancia vital. Ciertamente también gracias a ellos no perdí la fe en los momentos de mayor duda, cansancio o desesperanza durante los años de armario. Ahora daba un paso más al reconocer de qué forma Dios había hecho de sus particulares desconfianzas hacia Él los cimientos de una fe inquebrantable. A Jonás, a Abrahám, a Job, a Pedro o a Tomás no les tuvo en cuenta nada sino más bien decidió seguir derramando sobre ellos suficientes razones para que se sintiesen dichosos. 


Tomás es especial. Su incredulidad no responde tanto a una falta de fe sino a la necesidad de cerciorarse de que es verdad eso que cree. Algo así como cuando escuchamos que llueve pero necesitamos sacar el brazo por la ventana y notar cómo nos mojamos. Solo entonces nos convencemos de que cae la lluvia. A Tomás no le bastaba que sus hermanos le contaran que el Maestro vivía. Necesitaba verlo, sentirlo para confirmar su confianza en que Cristo había resucitado.


De alguna manera mi decisión de salir del armario se movía por los mismos impulsos de Tomás. Necesitaba ver a Jesús para asegurarme de que estaba ahí. Como le pasaba a Tomás, sabía que encontrarme con el Maestro significaría que todo lo anterior tenía sentido, que no iba a ser un fracaso, que el tiempo de desierto había valido la pena. 


Sé que Cristo vive porque me permitió ponerme ante su costado y sus manos heridas.  Eran como un espejo claro en el que me reflejaba, donde pude ver mis penas, mi amargura, mi cansancio, mi desesperanza, mi aflicción,… mientras sentía cómo me decía que no fuera incrédulo, sino creyente, que estuviera tranquilo porque Él me amaba sin despreciar ni un solo cabello de mi cabeza. Cuando levanté la mirada todo mi dolor había desaparecido y fui capaz de proclamar “¡Señor mío y Dios mío!”.


La historia de Tomás es muy bella porque solo a él le fue permitido ponerse ante el Maestro para que, si hubiese querido, tocase sus heridas. Quienes piensan que Jesús le recrimina sus dudas cuando le dice “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que creen sin haber visto”, están equivocados. Lo sé porque soy uno de tantos que recelamos de que Dios nos ame y, por tanto, dudamos que hubiese resucitado en nosotros. Soy por eso uno de los que Cristo atrae hasta notar su aliento, porque sabe nuestras historias, nuestras luchas, nuestros celos. Sabe que nos vemos en sus heridas y que nuestro “Señor mío y Dios mío” no es sólo una expresión de fe sino nuestra manera de decir que hemos vuelto a casa.



Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos con las puertas bien cerradas, por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se colocó en medio y les dice: —Paz con vosotros. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron al ver al Señor. Jesús repitió: —Paz con vosotros. Como el Padre me envió, así yo os envío a vosotros. Dicho esto, sopló sobre ellos y añadió: —Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los mantengáis les quedan mantenidos. Tomás, que significa Mellizo, uno de los Doce, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: —Hemos visto al Señor. Él replicó: —Si no veo en sus manos la marca de los clavos y no meto el dedo por el agujero, si no meto la mano por su costado, no creeré. A los ocho días estaban de nuevo dentro los discípulos y Tomás con ellos. Vino Jesús a puertas cerradas, se colocó en medio y les dijo: —Paz con vosotros. Después dice a Tomás: —Mete aquí el dedo y mira mis manos; trae la mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, antes cree. Le contestó Tomás: —Señor mío y Dios mío. Le dice Jesús: —Porque me has visto, has creído; dichosos los que crean sin haber visto. Otras muchas señales hizo Jesús en presencia de sus discípulos que no están consignadas en este libro. Éstas quedan escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida por medio de él.

marzo 30, 2024

CXXV TRES CLAVES PARA RESUCITAR


Sobre
Juan 20, 1-9


Una: Sufrir.


La pasión y muerte de Jesús no tiene sentido si no es a través de la resurrección. Esto que parece tan obvio para cualquier persona cristiana, no lo es para muchas mujeres y muchos hombres LGBTIQ+ que, en diferentes situaciones, viven un continuo sufrimiento durante toda su vida. Creer en la resurrección de Jesús requiere mucha fe. Mucha más cuando la pasión y el martirio forma parte de lo cotidiano.

En la realidad LGBTIQ+ puede ocurrir que pensemos que efectivamente creemos, y afirmemos que de verdad Cristo vive, pero nos quedemos atrapados en la pasión y vayamos muriendo sin dar el paso a la Pascua. En cierta medida no puede ser de otra forma, es consecuencia de la crónica vital de tantas personas que no pueden superar los escenarios de miedo, espacios de temor y entornos de rechazo en los que se desenvuelven.

La comunidad LGBTIQ+ aún sufre excesivas afrentas a nivel social como para considerarse libre. No me acojo al recurso del victimismo, sino a los datos objetivos que ofrece el propio Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos cada año, o a las frecuentes noticias en los diarios de nuestro país con sucesos lgbti-fóbicos de diverso tipo. 


¿Y en cuanto a la fe? Tampoco ejerzo de mártir si aseguro que las personas LGBTIQ+ aún estamos marcadas y desposeídas de la presunción de inocencia que disfrutan las heterosexuales. Si no fuese así no habría sido necesaria la declaración del papa Francisco, afirmando que quien rechaza a los homosexuales no tiene corazón humano. No se dirigió en especial a los no creyentes, de quienes no se espera ningún compromiso más allá del que surja del deber cívico o moral. Francisco habla a los cristianos, que se deben al Evangelio. 

En mi propia experiencia he recibido más golpes de quienes dicen creer en Jesús y abrazar su Palabra que de quienes no creen en Dios y actúan desde su propia conciencia. Me duele especialmente porque el daño me lo han causado mis propios hermanos en la fe, sólo porque mi orientación sexual no satisface las directrices que marca la Doctrina y, por tanto, mis comportamientos son intrínsecamente desordenados y contrarios a la ley natural. 

Desde esa perspectiva es lógico que haya católicos, tanto laicos como religiosos y entre estos, tanto curas de parroquia como obispos, que crean conveniente ofrecernos como obra de misericordia la oportunidad de curarnos, porque somos enfermos. La salvación del alma viene por añadidura.


Con todo este panorama es difícil evitar que existan armarios, sobreabundantes en los entornos religiosos. Hace unos años se difundió una entrevista de la BBC a un católico cofrade que afirma vivir perfectamente siendo homosexual en el espacio de su Hermandad. Pero no quiso hablar ante las cámaras a rostro descubierto ni dar su nombre para evitar problemas. Viendo la entrevista nadie puede dudar de la fe de esta persona, pero ¿qué religión es esta que se adueña de Dios para impedir en su nombre que las personas sean ellas mismas y puedan dar la cara sin temor a ser juzgadas? 

Esto no pasa de la pasión y muerte. Para llegar a la resurrección hace falta mucha más fe. Pero es imposible alcanzarla cuando se ponen tantas trabas para la esperanza y se ofrecen muchas más razones para dejar de creer que otra Iglesia es posible.


Dos: Creer


En el armario es prácticamente imposible creer. Si de verdad hubiese creído, habría salido de él mucho antes. Creer en mí, creer en Él. Creer.

Tener fe es otra cosa. Es esperar esperanzado. Nunca perdí la fe, ese grano de trigo que me entregaron de pequeño y que fue menguando hasta convertirse en una minúscula semilla de mostaza. Aún así confieso que dentro del armario nunca creí de verdad en Jesús como salvador de mi vida, porque lo único que me había llegado a los oídos es que para mí no había salvación si perseveraba en esta orientación sexual. Y eso era algo que no podía evitar. Yo siempre sería homosexual y Cristo —me decían— no quiere eso.

El armario ocultaba a Dios y alumbraba todo lo que justificaba mi condena. Por eso digo que era imposible creer si creer es proclamar que Dios me ama tal como soy, tal como siento, tal como amo. 

Yo empecé a creer de verdad, con convicción, y a sentir que la semilla de mostaza rompía e iban brotando raíces, tronco, ramas y hojas, cuando me alejé de la Iglesia. Me duele mucho reconocer eso, pero asombrosamente esta es una reacción común a muchas personas cristianas LGBTIQ+. Hay quien nunca regresa, gente especialmente descorazonada y defraudada con una realidad que les ha grabado a fuego experiencias de rechazo y desprecio. 

Otras personas, como yo, nos fiamos del Espíritu. Dios se valió de mi soledad para que pudiese escuchar su voz. El desierto es terreno fértil para reconocerse débil ante el Creador y, a la vez, notarse increíblemente valioso para Él. Para mí el desierto no significó distanciarme de Dios —pues más bien mi intención era encontrarle—, sino alejarme de la Iglesia que me causaba daño. Recuerdo que esto mismo se lo conté a un sacerdote; me pidió perdón porque se sentía cómplice de todo ese entramado de normas, tradiciones y doctrina que me había causado tanto dolor. “A veces —me dijo— la Iglesia parece una estructura absurda y complicada que oculta lo importante: el Evangelio. Pero en la Iglesia también hay buena gente, gente de Dios”. 

Es verdad. Encontrar a Dios significó dos cosas: primero, reconocerme como hijo querido y amado por Él, que no juzga mi forma de ser, amar o sentir; y segundo, necesitar de la Iglesia para, desde ahí, poder encauzar mi fe enfocándola hacia los demás anunciando que, efectivamente, otra Iglesia es posible. La mostaza había crecido. Ahora creía de verdad.


Tres: Vivir.


Resucitar es volver, regresar. Significa hacer vida la palabra de Jesús: “Si el grano de trigo no muere, queda solo; pero si muere da mucho fruto”. 

Para las personas LGBTIQ+ resucitar es también recuperar la alegría de vivir. Por lo general, las mujeres y los hombres LGBTIQ+ cristianos que vuelven a la vida de Jesús han (hemos) peleado mucho por no perder la fe, y eso nos hace ricos en experiencia de Dios, porque hasta que no resucitamos con Él no nos reconocemos en plenitud. 

Sufrir las dificultades de ser LGBTIQ+ en medio de una sociedad a veces hostil, y en el seno de una Iglesia que se muestra oficialmente condescendiente y en gran medida excluyente, es muy duro. Pero esos conflictos han hecho posible que para mucha gente se activase la necesidad de buscar otras realidades de Iglesia, realidades que existen y se hacen fuertes. Como decía aquel sacerdote, “en la Iglesia también hay buena gente, gente de Dios”. Por tanto, somos instrumentos imprescindibles en el proceso de resurrección de la Iglesia de Jesús.

Resucitar, recuperar la alegría de vivir, reconquistar la Iglesia como casa de todas y todos y reconocer a Jesús como Señor de nuestras vidas es una misma cosa. Creo que no es lícito evitar el compromiso que se nos demanda. Hemos resucitado para dar testimonio de que Cristo vive y por Él vivimos. Convirtamos los corazones de piedra en la sonrisa del Creador. ¡Hay que vivir! Ya hemos muerto muchas veces. 


El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.
Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo:
«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.

marzo 23, 2024

CXXIV TRES PISTAS SOBRE LA PASIÓN: DE LA NEGACIÓN AL PERDÓN


Sobre
 Marcos 14,1-15,47


La crónica de la pasión y muerte de Jesús tiene muchos detalles que esperan ser descubiertos para dar luz y sentido a diferentes sucesos de nuestra vida. Cada lectura revela alguna novedad que nos asombra y conforta. En esta reflexión quiero compartir tres momentos que, partiendo del relato de la pre-Pascua que nos ofrecen los cuatro evangelistas (hoy no me ceñiré solo a la lectura del día), pueden orientar mi historia como persona LGBTIQ+: las negaciones de Pedro, Cristo portando la cruz y las palabras de Jesús, «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen».


1. Reconocer a Jesús


No es extraño que las personas LGBTIQ+ cristianas coincidamos en la experiencia de distanciamiento con respecto a Dios y la Iglesia. Habitualmente equiparamos esa secuencia de alejamiento y posterior regreso con la parábola del hijo pródigo. Pero a mí me atrae otro pasaje que está dentro del relato de la pasión: las negaciones de Pedro.

Desde siempre me siento muy identificado con Pedro: cabezota, desconfiado, temeroso; pero esa identificación ha evolucionado con el tiempo. También (supongo) gracias a la oración. 

Antes de salir del armario veía en mí al Pedro cobarde que no es capaz de dar la cara por Jesús. Así era yo, una persona atemorizada que no se atreve a decir a nadie quién es en verdad y, por descontado, que es incapaz de discernir el lugar de Dios en su vida.

Ahora sé que el Padre no tuvo nada que ver con que estuviese tantos años dentro de un armario. Realmente a quienes tenía miedo de que pudieran hacerme daño era a las mujeres y hombres, incluyendo personas de Iglesia, que manifestaban algún tipo de aversión hacia mí o hacia lo que yo significaba. 

Dios —por mucho que se empeñaran algunos en hacérmelo creer— no tiene nada que ver en ello. Aún así, la reacción más común es culpar al Padre e iniciar un proceso de negación respecto a lo que Él es y representa. 

Cuando preguntaban a Pedro, negaba tercamente que conociera al Señor. Yo también he negado a Jesús diciéndole “esto es demasiado, no quiero arriesgar, no te conozco, te abandono”. No quería saber nada.

Pero cada cual conoce los cantos del gallo que dan paso a la urgencia por recuperar a Dios en su vida. Pedro volvió en sí con el tercer canto, dándose cuenta de que solo Jesús podía dar sentido a su existir. Rescató el valor necesario para ser él mismo sin renunciar al Maestro y recuperar su papel de testigo. 

Para mí fue la necesidad apremiante de reconocerme persona valiosa y, en consecuencia, obra preciosa del Padre. Saberme amado por Dios tal como soy, con mi propia identidad, con mis valores y errores, me puso en camino y al mismo tiempo me ayudó a dar testimonio de lo que el Mesías había hecho en mí, como le sucedió a Pedro.


2. Cargar la cruz


Con quince años busqué una iglesia donde pasar desapercibido, para poder confesarme. Temía contar nada a sacerdotes con los que trataba en el colegio, obsesionado por mantener en secreto lo que estaba sintiendo. No temía tanto que me delataran como que nunca supieran que era uno de esos invertidos, pecadores condenados, según lo que les había escuchado que eran los hombres y mujeres LGBTIQ+. Imaginaba sus miradas acusadoras cada vez que me cruzara con ellos por los pasillos. En realidad esta es la carga de ofuscación que lleva en la mochila cualquier persona que malvive en el armario y yo no era la excepción: una desconfianza que convive con el temor a ser descubierto y el miedo al daño que eso pudiera causarme.

Fui a una parroquia en un barrio al otro extremo de la ciudad. Vi que era un cura joven y respiré tranquilo presintiendo que podría darme algunas palabras de ayuda. Pero fue todo lo contrario: se cercioró de que comprendiera que mi alma estaba en serio peligro, y me arengó sobre los terribles efectos para mi vida si mantenía ese instinto desviado. También me hizo ver lo triste que estaba Jesús por mi causa.

Le conté que no podía evitar lo que sentía, y entonces me dijo: —Esta es tu cruz. Coge tu cruz y pórtala sacrificándote por Cristo. 


Jamás he regresado a aquella parroquia ni he vuelto a ver a ese sacerdote que consiguió entristecerme y desalentarme aún más de lo que ya estaba. Pero cuando visito algún templo y veo una imagen de Jesús portando la cruz, me acuerdo de ese momento y espontáneamente rezo por todas las cruces que hay en esa que porta el Maestro. Cuando ese cura me invitó a coger la cruz de mi homosexualidad, estaba dando por hecho que mi identidad sexual era algo malo y perverso, un instrumento de martirio que debía llevar toda mi vida soportando sacrificadamente, ofreciéndoselo a Dios para eximir este pecado abominable. 

Eso que daba por seguro aquel sacerdote no sólo no sirvió para nada a un chaval asustado de quince años, sino que lo hundió en la angustia de sentirse un error.

Ser LGBTIQ+ no es una cruz. Por el contrario, sí es una cruz soportar el desprecio, la intolerancia, el rechazo, la exclusión, los murmullos, los golpes, las burlas por ser diferente. Una cruz es el armario. Una cruz es la soledad. Una cruz es el miedo.

Cuando Jesús carga la cruz camino del Gólgota lleva sobre sí todas esas cruces, las de las personas LGBTIQ+, las de todos los sufrientes, las de las periferias de la Iglesia.


3. Perdonar


Creo que el perdón es la última tarea pendiente de la comunidad LGBTIQ+ cristiana. Sé por experiencia que las mujeres y hombres LGBTIQ+ guardamos suficientes razones para alimentar el rencor y el resentimiento que, muchas veces, cuesta trabajo dominar.

En el colectivo LGBTIQ+ sufrimos rechazo así como violencia verbal y física, especialmente grave si en vez de vivir en un país libre lo haces en cualquiera en los que ser LGBTIQ+ es un delito o está penado con la muerte.

Esto es alarmante. Pero es escandaloso que desde la Iglesia se mantengan y validen mensajes excluyentes y ofensivos, presentando a las personas LGBTIQ+ como raros, enfermos y contrarios a la fe auténtica. Según el Catecismo, nuestros comportamientos son intrínsecamente desordenados y contrarios a la ley natural. Ese y otros documentos, intervenciones, homilías, crean en el Pueblo de Dios la percepción de que las personas LGBTIQ+ somos seres anómalos que no vivimos según los valores de los Evangelios. Así es difícil eliminar el rencor. Cuando una herida cura, se abre otra.


La comunidad LGBTIQ+ cristiana debe generar corrientes de perdón, más allá de entrar en el juego de la ofensa. Una vez sabemos que somos obra del Padre, y que asumimos que nada podrá separarnos del amor de Dios, sólo queda llevar a la práctica no ya las palabras de Jesús cuando dice “Orad por los que os calumnian”, o “Perdonad setenta veces siete”, sino sobre todo las que pronuncia desde la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Esa frase significa que debemos amar a los enemigos, a quien nos hace mal, a quien nos calumnia, a quien nos rechaza y excluye. No es suavizar la denuncia profética sino revestir de misericordia nuestra voz y con ella todas nuestras acciones. 


Apenas se hizo de día, los sumos sacerdotes con los ancianos, los escribas y el Sanedrín en pleno, hicieron una reunión. Llevaron atado a Jesús y lo entregaron a Pilato. Pilato le preguntó: «¿Eres tú el rey de los judíos?». Él respondió: «Tú lo dices». Y los sumos sacerdotes lo acusaban de muchas cosas. Pilato le preguntó de nuevo: «¿No contestas nada? Mira de cuántas cosas te acusan». Jesús no contestó más; de modo que Pilato estaba extrañado. Por la fiesta solía soltarles un preso, el que le pidieran. Estaba en la cárcel un tal Barrabás, con los rebeldes que habían cometido un homicidio en la revuelta. La muchedumbre que se había reunido comenzó a pedirle lo que era costumbre. Pilato les preguntó: «¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?». Pues sabía que los sumos sacerdotes se lo habían entregado por envidia. Pero los sumos sacerdotes soliviantaron a la gente para que pidieran la libertad de Barrabás. Pilato tomó de nuevo la palabra y les preguntó: «¿Qué hago con el que llamáis rey de los judíos?». Ellos gritaron de nuevo: «Crucifícalo». Pilato les dijo: «Pues ¿qué mal ha hecho?». Ellos gritaron más fuerte: «Crucifícalo». Y Pilato, queriendo complacer a la gente, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran. Los soldados se lo llevaron al interior del palacio —al pretorio— y convocaron a toda la compañía. Lo visten de púrpura, le ponen una corona de espinas, que habían trenzado, y comenzaron a hacerle el saludo: «¡Salve, rey de los judíos!». Le golpearon la cabeza con una caña, le escupieron; y, doblando las rodillas, se postraban ante él. Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacan para crucificarlo. Pasaba uno que volvía del campo, Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo; y lo obligan a llevar la cruz. Y conducen a Jesús al Gólgota (que quiere decir lugar de «la Calavera»), y le ofrecían vino con mirra; pero él no lo aceptó. Lo crucifican y se reparten sus ropas, echándolas a suerte, para ver lo que se llevaba cada uno. Era la hora tercia cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: «El rey de los judíos». Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Los que pasaban lo injuriaban, meneando la cabeza y diciendo: «Tú que destruyes el templo y lo reconstruyes en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz». De igual modo, también los sumos sacerdotes comentaban entre ellos, burlándose: «A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos». También los otros crucificados lo insultaban. Al llegar la hora sexta toda la región quedó en tinieblas hasta la hora nona. Y a la hora nona, Jesús clamó con voz potente: «Eloí Eloí, lemá sabaqtaní?». (Que significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»).  Algunos de los presentes, al oírlo, decían: «Mira, llama a Elías».  Y uno echó a correr y, empapando una esponja en vinagre, la sujetó a una caña, y le daba de beber diciendo: «Dejad, a ver si viene Elías a bajarlo». Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró. El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. El centurión, que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios».

marzo 16, 2024

CXXIII DE LA MUERTE A LA VIDA


Sobre 
Juan 12, 20-33

En realidad nunca tuve miedo a la muerte como tal estando en el Armario, en ese largo desierto. Aunque me aterraba la idea de morir e ir (tal como pintaba todo) al infierno. Pero ese es otro sentir diferente. 
Por el contrario, sí que palpé alguna vez el miedo a la muerte de los otros, de los demás: de mis padres, de mis hermanos, de mis amigos, de quien amaba… 
Tengo claro que yo nunca tuve miedo a morir. Por el contrario, en mi adolescencia sí deseé mi muerte. 

En un retiro de esos que llevábamos a cabo durante el curso en el colegio donde estudiaba, el director espiritual empleó buen tiempo en abordar el tema de la moral sexual, como si el sexto mandamiento fuese el pilar fundamental de la fe. Por supuesto, entre otras materias, abordó el asunto de las relaciones prematrimoniales, y se dedicó con fervor a hablar sobre el pecado nefando (que es como los teólogos de antes se referían a las prácticas homosexuales). Nefando, por cierto, significa abominable, execrable, ignominioso, infame, perverso y vergonzoso. Entre otras acepciones igual de exquisitas.
 
Con dieciséis años ya era bastante consciente de mi identidad sexual. Por mucho que hubiera asumido que ese fuera un terrible secreto que guardar, quizá para toda la vida. 
La discutible pericia pedagógica de aquel sacerdote me hizo sentir un ser despreciable, no ya para la sociedad entre la que se encontraban mis compañeros de clase, sino sobre todo ante Dios, para quien era un error, un indigno hijo suyo, un desviado, un degenerado.

La certeza de que nunca podría ser yo mismo, porque el miedo desgarraba cualquier posibilidad de sincerarme con nadie, y ahora la seguridad de que el Padre me despreciaba y aborrecía, hicieron que pensara en acabar con mi vida. Era una buena idea. Sencillamente no tenía esperanza en nada.

Pero Dios tenía otro plan para mí, y aquel intento no pasó de un sobresalto, un lavado de estómago y una docena de sesiones con un psicólogo.

Muchos, muchos años después, conversando con una de las personas que me ayudaron a recuperar y sentir la caricia de Dios, le conté ese instante de mi vida y cómo aquella vez pensé, con un puñado de pastillas en el estómago, que estaría muy bien que el Padre me salvara de lo que se me venía encima… 
Mi amigo recordó esta lectura de Juan 12. Entonces ya no era el chaval de dieciséis primaveras asustado, sino uno de esos gentiles que dicen a Felipe que quieren ver a Jesús, quien comienza a hablar de que el grano de trigo ha de morir para dar fruto. No bastaron un puñado de Valium, daba lo mismo porque al fin y al cabo un adolescente homosexual humillado que no consigue morir así, lo hace poco a poco en vida hasta tocar fondo en la juventud, o en la adultez, que eso da igual porque al final lo que cuenta es que hasta que no mueres, no das fruto.

Infinidad de chicas y chicos LGBTIQ+ se suicidan al cabo de cada año en los tres mundos porque no encuentran fuerzas ni razones para vivir su verdad. La estadística va colmada de jovencísimos creyentes que se van sin que nadie les haya explicado que el Padre los ama, los quiere tal como son y solo desea que mueran a la oscuridad para dar fruto en la luz, que dejen de esconderse y consientan brotar en sus vidas los tallos del Espíritu.

Cuando una persona LGBTIQ+ permite que Dios entre en su historia vital es justo cuando deja de preocuparse por su propia vida, y entonces la gana. En ese momento precisamente, las mujeres y hombres LGBTIQ+ creyentes comenzamos a correr la misma suerte que Jesús y experimentamos nítidamente ser honrados por el Padre. Así lo cuenta Juan en este pasaje, según palabras del Maestro. Y podemos narrarlo en propia vida. Lejos de lamentar nuestras vicisitudes, damos gracias porque por ellas se nos reveló la fe en el Dios bueno, en Abbá, el Dios de la misericordia.


Había unos griegos que habían subido para los cultos de la fiesta. Se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le pidieron: —Señor, queremos ver a Jesús. Felipe va y se lo dice a Andrés; Felipe y Andrés van y se lo dicen a Jesús. Jesús les contesta: —Ha llegado la hora de que este Hombre sea glorificado. Os aseguro que, si el grano de trigo caído en tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que se aferra a la vida la pierde, el que desprecia la vida en este mundo la conserva para una vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde yo estoy estará mi servidor; si uno me sirve, lo honrará el Padre. Ahora mi espíritu está agitado, y, ¿qué voy a decir? ¿Que mi Padre me libre de este trance? No; que para eso he llegado a este trance. Padre, da gloria a tu Nombre. Vino una voz del cielo: —Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré. La gente que estaba escuchando decía: —Ha sido un trueno. Otros decían: —Le ha hablado un ángel. Jesús respondió: —Esa voz no ha sonado por mí, sino por vosotros. Ahora comienza el juicio de este mundo y el príncipe de este mundo será expulsado. Cuando yo sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí –lo decía indicando de qué muerte iba a morir–.