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marzo 23, 2024

CXXIV TRES PISTAS SOBRE LA PASIÓN: DE LA NEGACIÓN AL PERDÓN


Sobre
 Marcos 14,1-15,47


La crónica de la pasión y muerte de Jesús tiene muchos detalles que esperan ser descubiertos para dar luz y sentido a diferentes sucesos de nuestra vida. Cada lectura revela alguna novedad que nos asombra y conforta. En esta reflexión quiero compartir tres momentos que, partiendo del relato de la pre-Pascua que nos ofrecen los cuatro evangelistas (hoy no me ceñiré solo a la lectura del día), pueden orientar mi historia como persona LGBTIQ+: las negaciones de Pedro, Cristo portando la cruz y las palabras de Jesús, «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen».


1. Reconocer a Jesús


No es extraño que las personas LGBTIQ+ cristianas coincidamos en la experiencia de distanciamiento con respecto a Dios y la Iglesia. Habitualmente equiparamos esa secuencia de alejamiento y posterior regreso con la parábola del hijo pródigo. Pero a mí me atrae otro pasaje que está dentro del relato de la pasión: las negaciones de Pedro.

Desde siempre me siento muy identificado con Pedro: cabezota, desconfiado, temeroso; pero esa identificación ha evolucionado con el tiempo. También (supongo) gracias a la oración. 

Antes de salir del armario veía en mí al Pedro cobarde que no es capaz de dar la cara por Jesús. Así era yo, una persona atemorizada que no se atreve a decir a nadie quién es en verdad y, por descontado, que es incapaz de discernir el lugar de Dios en su vida.

Ahora sé que el Padre no tuvo nada que ver con que estuviese tantos años dentro de un armario. Realmente a quienes tenía miedo de que pudieran hacerme daño era a las mujeres y hombres, incluyendo personas de Iglesia, que manifestaban algún tipo de aversión hacia mí o hacia lo que yo significaba. 

Dios —por mucho que se empeñaran algunos en hacérmelo creer— no tiene nada que ver en ello. Aún así, la reacción más común es culpar al Padre e iniciar un proceso de negación respecto a lo que Él es y representa. 

Cuando preguntaban a Pedro, negaba tercamente que conociera al Señor. Yo también he negado a Jesús diciéndole “esto es demasiado, no quiero arriesgar, no te conozco, te abandono”. No quería saber nada.

Pero cada cual conoce los cantos del gallo que dan paso a la urgencia por recuperar a Dios en su vida. Pedro volvió en sí con el tercer canto, dándose cuenta de que solo Jesús podía dar sentido a su existir. Rescató el valor necesario para ser él mismo sin renunciar al Maestro y recuperar su papel de testigo. 

Para mí fue la necesidad apremiante de reconocerme persona valiosa y, en consecuencia, obra preciosa del Padre. Saberme amado por Dios tal como soy, con mi propia identidad, con mis valores y errores, me puso en camino y al mismo tiempo me ayudó a dar testimonio de lo que el Mesías había hecho en mí, como le sucedió a Pedro.


2. Cargar la cruz


Con quince años busqué una iglesia donde pasar desapercibido, para poder confesarme. Temía contar nada a sacerdotes con los que trataba en el colegio, obsesionado por mantener en secreto lo que estaba sintiendo. No temía tanto que me delataran como que nunca supieran que era uno de esos invertidos, pecadores condenados, según lo que les había escuchado que eran los hombres y mujeres LGBTIQ+. Imaginaba sus miradas acusadoras cada vez que me cruzara con ellos por los pasillos. En realidad esta es la carga de ofuscación que lleva en la mochila cualquier persona que malvive en el armario y yo no era la excepción: una desconfianza que convive con el temor a ser descubierto y el miedo al daño que eso pudiera causarme.

Fui a una parroquia en un barrio al otro extremo de la ciudad. Vi que era un cura joven y respiré tranquilo presintiendo que podría darme algunas palabras de ayuda. Pero fue todo lo contrario: se cercioró de que comprendiera que mi alma estaba en serio peligro, y me arengó sobre los terribles efectos para mi vida si mantenía ese instinto desviado. También me hizo ver lo triste que estaba Jesús por mi causa.

Le conté que no podía evitar lo que sentía, y entonces me dijo: —Esta es tu cruz. Coge tu cruz y pórtala sacrificándote por Cristo. 


Jamás he regresado a aquella parroquia ni he vuelto a ver a ese sacerdote que consiguió entristecerme y desalentarme aún más de lo que ya estaba. Pero cuando visito algún templo y veo una imagen de Jesús portando la cruz, me acuerdo de ese momento y espontáneamente rezo por todas las cruces que hay en esa que porta el Maestro. Cuando ese cura me invitó a coger la cruz de mi homosexualidad, estaba dando por hecho que mi identidad sexual era algo malo y perverso, un instrumento de martirio que debía llevar toda mi vida soportando sacrificadamente, ofreciéndoselo a Dios para eximir este pecado abominable. 

Eso que daba por seguro aquel sacerdote no sólo no sirvió para nada a un chaval asustado de quince años, sino que lo hundió en la angustia de sentirse un error.

Ser LGBTIQ+ no es una cruz. Por el contrario, sí es una cruz soportar el desprecio, la intolerancia, el rechazo, la exclusión, los murmullos, los golpes, las burlas por ser diferente. Una cruz es el armario. Una cruz es la soledad. Una cruz es el miedo.

Cuando Jesús carga la cruz camino del Gólgota lleva sobre sí todas esas cruces, las de las personas LGBTIQ+, las de todos los sufrientes, las de las periferias de la Iglesia.


3. Perdonar


Creo que el perdón es la última tarea pendiente de la comunidad LGBTIQ+ cristiana. Sé por experiencia que las mujeres y hombres LGBTIQ+ guardamos suficientes razones para alimentar el rencor y el resentimiento que, muchas veces, cuesta trabajo dominar.

En el colectivo LGBTIQ+ sufrimos rechazo así como violencia verbal y física, especialmente grave si en vez de vivir en un país libre lo haces en cualquiera en los que ser LGBTIQ+ es un delito o está penado con la muerte.

Esto es alarmante. Pero es escandaloso que desde la Iglesia se mantengan y validen mensajes excluyentes y ofensivos, presentando a las personas LGBTIQ+ como raros, enfermos y contrarios a la fe auténtica. Según el Catecismo, nuestros comportamientos son intrínsecamente desordenados y contrarios a la ley natural. Ese y otros documentos, intervenciones, homilías, crean en el Pueblo de Dios la percepción de que las personas LGBTIQ+ somos seres anómalos que no vivimos según los valores de los Evangelios. Así es difícil eliminar el rencor. Cuando una herida cura, se abre otra.


La comunidad LGBTIQ+ cristiana debe generar corrientes de perdón, más allá de entrar en el juego de la ofensa. Una vez sabemos que somos obra del Padre, y que asumimos que nada podrá separarnos del amor de Dios, sólo queda llevar a la práctica no ya las palabras de Jesús cuando dice “Orad por los que os calumnian”, o “Perdonad setenta veces siete”, sino sobre todo las que pronuncia desde la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Esa frase significa que debemos amar a los enemigos, a quien nos hace mal, a quien nos calumnia, a quien nos rechaza y excluye. No es suavizar la denuncia profética sino revestir de misericordia nuestra voz y con ella todas nuestras acciones. 


Apenas se hizo de día, los sumos sacerdotes con los ancianos, los escribas y el Sanedrín en pleno, hicieron una reunión. Llevaron atado a Jesús y lo entregaron a Pilato. Pilato le preguntó: «¿Eres tú el rey de los judíos?». Él respondió: «Tú lo dices». Y los sumos sacerdotes lo acusaban de muchas cosas. Pilato le preguntó de nuevo: «¿No contestas nada? Mira de cuántas cosas te acusan». Jesús no contestó más; de modo que Pilato estaba extrañado. Por la fiesta solía soltarles un preso, el que le pidieran. Estaba en la cárcel un tal Barrabás, con los rebeldes que habían cometido un homicidio en la revuelta. La muchedumbre que se había reunido comenzó a pedirle lo que era costumbre. Pilato les preguntó: «¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?». Pues sabía que los sumos sacerdotes se lo habían entregado por envidia. Pero los sumos sacerdotes soliviantaron a la gente para que pidieran la libertad de Barrabás. Pilato tomó de nuevo la palabra y les preguntó: «¿Qué hago con el que llamáis rey de los judíos?». Ellos gritaron de nuevo: «Crucifícalo». Pilato les dijo: «Pues ¿qué mal ha hecho?». Ellos gritaron más fuerte: «Crucifícalo». Y Pilato, queriendo complacer a la gente, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran. Los soldados se lo llevaron al interior del palacio —al pretorio— y convocaron a toda la compañía. Lo visten de púrpura, le ponen una corona de espinas, que habían trenzado, y comenzaron a hacerle el saludo: «¡Salve, rey de los judíos!». Le golpearon la cabeza con una caña, le escupieron; y, doblando las rodillas, se postraban ante él. Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacan para crucificarlo. Pasaba uno que volvía del campo, Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo; y lo obligan a llevar la cruz. Y conducen a Jesús al Gólgota (que quiere decir lugar de «la Calavera»), y le ofrecían vino con mirra; pero él no lo aceptó. Lo crucifican y se reparten sus ropas, echándolas a suerte, para ver lo que se llevaba cada uno. Era la hora tercia cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: «El rey de los judíos». Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Los que pasaban lo injuriaban, meneando la cabeza y diciendo: «Tú que destruyes el templo y lo reconstruyes en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz». De igual modo, también los sumos sacerdotes comentaban entre ellos, burlándose: «A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos». También los otros crucificados lo insultaban. Al llegar la hora sexta toda la región quedó en tinieblas hasta la hora nona. Y a la hora nona, Jesús clamó con voz potente: «Eloí Eloí, lemá sabaqtaní?». (Que significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»).  Algunos de los presentes, al oírlo, decían: «Mira, llama a Elías».  Y uno echó a correr y, empapando una esponja en vinagre, la sujetó a una caña, y le daba de beber diciendo: «Dejad, a ver si viene Elías a bajarlo». Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró. El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. El centurión, que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios».

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