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junio 30, 2023

XVIII. VEN, ESPÍRITU SANTO

Sobre Juan 20, 19-23


A menudo cuando hago meditación personal, traigo a la oración un verano en el que tuve la osadía de pedir explicaciones a Dios, decidido a reencontrarle o bien abandonar la búsqueda definitivamente. Deseaba que Él me aclarara cómo podía dar sentido a mi vida sin tener que renunciar a quien era y a como era. Me había marchado de Maranathá, mi comunidad. Había dejado mi labor como catequista. Había abandonado los sacramentos. Todo porque me sentía vacío. Hastiado y agotado de tanto tiempo aparentando lo que no era.

Con Dios me limité a hablar. Hablaba yo, sin parar. Y cada vez le recriminaba cuánto me había hecho sufrir durante toda mi vida por haberme creado homosexual y cuánto sufría todavía por ello.

Pero no recibía respuestas. Entonces me fui a buscarlas a Loja. Era el verano de 2003.

Allí fue donde estando dentro del armario con las puertas cerradas, Jesús entró y me dijo “la paz esté contigo”. Dios se sirvió de pequeños detalles para tranquilizarme y darme la paz.


Después me mostró las heridas de las manos y el costado. Vi que en sus heridas estaban mis heridas. Todo lo que me había hecho daño durante mi vida estaba ahí, en las manos y el costado de Jesús. Cada minuto de miedo y soledad. Cada lágrima. Todas las dudas. Las heridas de Jesús eran las mías y ahí estaba todo mi sufrimiento, con el suyo. Él sufría conmigo, y me llamaba a aceptarme, a dejar de compadecerme, a no seguir culpando a nadie. Me impulsaba a ser yo mismo, sin miedo. Sus heridas garantizaban cómo me amaba. Tanto que había dado su vida por mí, y por mí al completo, sin despreciar nada de cuanto soy.

Entonces me alegré porque estaba reconociendo al Señor. Sentí cuánto le había echado de menos y cómo le necesitaba. Volvía a casa como el hijo pródigo, y el Padre estaba esperando a la puerta para recibirme. Ahora lloraba de alegría.


Aún dentro del armario, con las puertas cerradas por temor a los que estaban fuera, Jesús sopló su aliento sobre mí, y me dijo “recibe el Espíritu Santo”. En ese momento me llené de su fuerza y perdí el miedo. Mi fe se hizo fuerte, enraizó profundo y mi voz pudo pronunciar otra vez el nombre de Jesús, el Salvador.

El Espíritu me sacó del refugio donde toda mi vida había estado oculto. Ya no temía a nadie. No me hacían daño las armas de quienes antes podían causarme dolor.


Para mí Pentecostés conmemora este paso de tener miedo a tener vida. De no ser yo a ser yo mismo. De dudar a creer. De desesperar a confiar. De sufrir a gozar. De la tristeza a la alegría. De querer morir a querer vivir.

Mi particular Pentecostés sucedió un verano, porque estaba cansado y desesperado, defraudado, muerto de miedo, y en ese momento preciso me empeñé en buscar razones para no perder definitivamente la fe que se me apulgaraba en un armario cerrado a cal y canto.

Pentecostés puede suceder cualquier día.

Basta confiar. Sólo es necesario dejarse hacer, ponerse en manos del Padre. Es cuando el Espíritu Santo sopla. Y viene. Viene siempre.



Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos con las puertas bien cerradas, por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se colocó en medio y les dice: —Paz con vosotros. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron al ver al Señor. Jesús repitió: —Paz con vosotros. Como el Padre me envió, así yo os envío a vosotros. Dicho esto, sopló sobre ellos y añadió: —Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los mantengáis les quedan mantenidos.

junio 29, 2023

XVII. ESTAS SON LAS SEÑALES

Sobre Marcos 16, 15-20


Expulsar demonios, hablar en lenguas desconocidas, agarrar serpientes con las manos, beber veneno sin peligro o imponer las manos a los enfermos y lograr su curación eran cualidades casi mágicas que el autor de este texto atribuía a quienes creyeran y fuesen bautizados. Sólo así serían salvados. Es decir, la inmensa mayoría de las personas cristianas no vamos a salvarnos, porque no disfrutamos de ninguno de esos dones. Al menos yo no, desde luego en el sentido literal. ¿O sí?

Hoy sé que no es del todo cierto. De hecho pude expulsar los demonios del miedo, del rencor, de la desesperanza, del cansancio, de la falta de fe. Tantos demonios como ganas de abandonar, de rendirme, de morir o de huir.
Hablé lenguas desconocidas cada vez que supe entender que las palabras que me herían no tenían derecho a hacerme sentir peor persona; también cuando aprendí a leer las señales de peligro y supe contestar pronunciando perfectamente “yo soy la mejor versión de mí mismo”. Agarré serpientes con las manos: la serpiente del odio, del desprecio, del insulto, de la murmuración, de la burla, de la discriminación… La serpiente de la rabia.
Las agarré con las manos.
Bebí el veneno del resentimiento y no me hizo mal. No pudo conmigo.
Impuse las manos a otras personas que buscaban salida, que precisaban una luz que les mostrase el camino para ser ellas mismas sin perder de vista al Creador, sin olvidar ni renunciar a la fe.
Descubrir esto ahora, y que se revele en mí como experiencia de vida, hace que me envuelva un inmenso sentimiento de gratitud a Dios, por cuanto me ha regalado todo eso que parecía imposible.

Porque hay algo que une a la mayoría de las personas LGBTIQ+, y especialmente a las creyentes: en algún momento de nuestras vidas pedimos a Dios que nos cambiara, que borrara nuestra identidad de lesbiana, gay, bisexual, transexual, …, y nos permitiera gozar de una existencia sin miedos, sin escondites, sin disfraces, sin dificultades. Confieso que yo tuve más de una vez largas conversaciones con Dios en oración pidiéndole que, si era posible, me cambiara de raíz porque ya no podía aguantar más, porque ya no sabía ni siquiera si merecía ser escuchado, si me oía, si me prestaba atención.
Y hubiera dado cualquiera de mis súper poderes, el don de lenguas, la expulsión de demonios, lo que fuera, con tal de ser como mi amigo Carlos que tenía novia,
y no tenía nada que ocultar como yo hacía, siempre cauto, siempre disimulando,
siempre aparentando quien no era.

Atravesar desiertos, la soledad, obliga a enfrentarse a uno mismo y con ello a los miedos, los temores, las sombras. Y definitivamente nos dirige hacia los oasis, los pozos donde, de repente, encuentras a Dios esperando y te hace ver que por mucho que huyes, Él te encuentra, te cura, te renueva y te dice: no temas a los demonios, habla, cuenta tu historia, atraviesa nidos de serpientes, no temas al veneno que te ofrezcan, y además ten presente que tu testimonio será igual a mis manos, porque yo estaré contigo, yo soy tu Dios.

Ya no hablo solo por mí cuando afirmo que las personas LGBTIQ+ cristianas estamos llamadas a hacer realidad todos estos dones, y lo estamos manifestando, lo estamos haciendo realidad.
Cumplimos por eso la voluntad de Jesús, quien nos dice “id por todo el mundo y proclamad la buena noticia a toda criatura”.
Para nosotras, para nosotros la Buena Noticia es que Dios nos quiere tal como somos, sin juzgarnos, sin oponer resistencia a nuestra forma de sentir o de amar. Esto tan sencillo le está siendo ocultado y arrebatado a muchas personas que esperan una Palabra de esperanza para recuperar al Dios Padre que les robaron.



Y les dijo: —Id por todo el mundo proclamando la Buena Noticia a toda la humanidad.  Quien crea y se bautice se salvará; quien no crea se condenará. A los creyentes acompañarán estas señales: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, agarrarán serpientes; si beben algún veneno, no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se sanarán. El Señor Jesús, después de hablar con ellos, fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos salieron a predicar por todas partes, y el Señor los asistía y confirmaba la Palabra con las señales que la acompañaban.

junio 28, 2023

XVI. SENTIRME AMADO

Sobre Juan 15, 9-17


Lo más hermoso que le puede suceder a una persona es sentirse amada. Ser amada en plenitud, es decir, ser aceptada sin reparos, reconocida tal como es, respetada sin condiciones. Ese es el amor al que se refiere Jesús y no a otro. Amor incondicional. Amor sin prejuicios. Amor sincero. Amor desinteresado.
No soy consciente de cuándo me sentí por primera vez realmente así, amado en plenitud. No me refiero al enamoramiento, eso es más eléctrico, más pasional e incontrolable. Hablo del amor sin interés.

Por supuesto, el amor de mis padres, de mi familia, de las personas cercanas, es una constante en mi vida. Pero dentro del armario siempre, siempre, siempre existía el miedo a revelar el gran secreto, eso que me señalaría, me pondría un sello visible y me haría foco de burlas, desprecios y humillaciones, como estaba harto de ver les sucedía a los gays que se atrevían a salir o eran sacados a trompicones del armario.

Yo no me atreví a contarlo. Precisamente por el temor a que hacerlo rompiera el frágil equilibrio que mantenía vivo eso que yo llamaba amor de los demás y por los demás. Hasta pasado mucho tiempo no pude saber si el amor mutuo hubiera sido el mismo antes que después de contar mi verdad.

De adolescente más de una vez soporté asustado las charlas acusadoras sobre lo terrible de ser un desviado, un pervertido sodomita, y cuánto entristecía a Dios este tipo de comportamientos enfermos. Al rato esa misma persona que me había hundido convenciéndome de lo horrible que yo era, podía proclamar con la mayor naturalidad la lectura de Juan, “amaos los unos a los otros como yo os he amado”. Entonces me preguntaba cómo podían amarme y cómo podía amarme Dios. Según eso, nunca iba a suceder.

Thalía, una chica transexual de 17 años, se suicidó incapaz de soportar la presión y el acoso que sufría. Una persona joven más, y ya no sé cuántas, que se desespera y decide morir porque es mejor que vivir así, en un infierno.
Cuando a la presión social se une la culpabilidad religiosa, es todavía peor; porque quienes alimentan esa desesperanza nos hacen confundir el infinito amor que Dios tiene a todas sus criaturas, por rechazo y vergüenza. El “amaos los unos a los otros como yo os he amado” pierde todo su sentido trascendente y es un fraude. Entonces prefieres morir, como Ekai, como Thalía, como yo con dieciséis años.

Debo dar gracias a Dios porque conmigo evitó que consiguiera irme. Me salvó de la muerte, me salvó de mis miedos, me salvó de las fieras y no me perdió de vista en mis travesías por desiertos enormes. No lo elegí yo a Él, sino que fue Él quien me eligió a mí.

Al final, en el lugar más inhóspito siempre hay un pozo. Sacié mi sed y tomé fuerzas para recuperar fe y vida. Ahí encontré el amor de Dios y supe que las palabras de Jesús –“como el Padre me amó, así os amo yo–“ las pronunció pensando en las personas a las que nos fue arrebatada la posibilidad de ser naturalmente, desde muy jóvenes, desde siempre, amadas tal como somos.


Como el Padre me amó así yo os he amado: permaneced en mi amor. Si cumplís mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he cumplido los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he dicho esto para que participéis de mi alegría y vuestra alegría sea colmada. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os amé. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos porque el siervo no sabe lo que hace el amo. A vosotros os he llamado amigos porque os comuniqué cuanto escuché a mi Padre. No me elegisteis vosotros; yo os elegí y os destiné a ir y dar fruto, un fruto que permanezca; así, lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo concederé. Esto es lo que os mando, que os améis unos a otros.


junio 27, 2023

XV. ARRANCARSE DE LA VID

Sobre Juan 15, 1-8


Recuerdo nítidamente una meditación sobre esta lectura de Juan, acerca de la vid verdadera y el verdadero viñador. Era en un retiro para catequistas hace muchos años. Andaba construyendo por enésima vez los andamios de mi vida, convencido de que yo no resultaba del agrado de Dios, decidido a vivir una doble vida que me permitiera disfrazar de normalidad eso que yo era y tanta vergüenza y miedo me daba confesar, y resignado a mentir por puro instinto de supervivencia para el resto de mi existencia. Estas tres desesperanzadas columnas sostenían toda mi vida. Y ahí, en ese punto, estaba yo meditando sobre la vid verdadera y el viñador.
Conservo un cuaderno donde escribí: “Mi naturaleza parece que me hace incómodo a los ojos de Dios. Me doy cuenta de que no puedo ser sarmiento de la vid. Soy más bien espina de una zarza, púa de un cactus, una hoja de ortiga. No puedo ser diferente a lo que soy por mucho que me empeñe. Puedo engañar a cualquiera pero no al viñador. Mejor arrancarme de la vid”.
Eso hice. Abandoné todo. Dejé mi comunidad con no recuerdo qué excusa, renuncié como catequista (hacía días me sorprendí hablando a los jóvenes acerca de cómo ser fiel al Espíritu sin creerme un ápice lo que les decía), arrinconé mis hábitos de fe, me alejé de Dios tanto como pude durante un largo tiempo. De manera voluntaria, como les ocurre a muchas personas creyentes LGBTIQ+, decidí auto-arrancarme de la vid. Todo eso me creó un doble sentimiento, por un lado de paz al reconocerme por primera vez honesto conmigo mismo, y por otro de vacío porque posiblemente había conseguido valorarme como persona, mas comenzaba a entender que Dios no tenía nada que ver con esta historia de desprecio.
Paradójicamente acordarme de todo esto ahora, años después y visto con perspectiva, me concede la oportunidad de agradecer a Dios que me permitiera descubrir cuánto necesitaba de Él. Es verdad que las personas LGBTIQ+ que en algún momento de nuestras historias personales fuimos rozadas por el Padre, nunca fuimos abandonadas por Él, pese a que quisimos irnos de su casa. Los creyentes LGBTIQ+ seguramente encontraremos infinitos argumentos para justificar nuestra marcha, pero en el fondo ninguna de esas razones se acreditan desde Dios, sino a causa de lo que algunos hombres de Dios interpretan respecto a cómo debemos ser para dignificarnos como cristianos.
Todo esto -ahora estoy seguro- y desde que tengo uso de razón, tantas otras crisis de fe por lo de ser homosexual, no ha hecho otra cosa que acercarme más a Dios en vez de alejarme, porque así fui muchas veces hijo prodigo volviendo a casa, mujer apedreada por quienes no estaban libres de pecado, mal herido asistido por el buen samaritano, ciego que vuelve a ver, leproso que cura sus llagas, mujer que toca el manto del Maestro, oveja perdida a la que encuentra el pastor y, también, sarmiento cortado que el viñador injerta con cuidado en la vid, cura y vigila para que la savia vuelva a correr por él dando vida.
Cuando en oración miro atrás a mi vida, ciertamente no me hace feliz recordar cómo sufrí al no poder ser yo mismo durante buena parte de mi historia, pero veo claramente a Dios. Incluso en los tiempos en los que creí estar alejado de Él, sé que me sostuvo y le estoy eternamente agradecido por su constancia. Si digo que tengo fe no es porque creo en Dios sino porque Él nunca dejó de creer en mí. Pero han hecho falta muchos años para ser consciente de todo esto, desde aquella meditación sobre la vid y el viñador que me llevó a saltar desesperadamente del barco y huir.
Ahora sé con seguridad que Él es la vid verdadera que permanece unido a mí, y yo a Él. Ahora pido lo que quiero y sé que lo tendré.


Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas. El asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, cuando ve venir al lobo, escapa abandonando las ovejas, y el lobo las arrebata y dispersa. Como es asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el buen pastor: conozco a las mías y ellas me conocen a mí, como el Padre me conoce y yo conozco al Padre; y doy la vida por las ovejas. Tengo otras ovejas que no pertenecen a este corral; a ésas tengo que guiarlas para que escuchen mi voz y se forme un solo rebaño con un solo pastor. Por eso me ama el Padre, porque doy la vida, para después recobrarla. [18] Nadie me la quita, yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y para después recobrarla. Éste es el encargo que he recibido del Padre.

junio 26, 2023

XIV. NECESITAMOS PASTORES QUE HUELAN A OVEJA

Sobre Juan 10, 11-18

Sentí gran alegría cuando escuché al Papa Francisco pedir a los sacerdotes que fuesen pastores con olor a oveja. Ocurrió en la misa del jueves santo de 2013, pocos días después de ser elegido. Las personas creyentes LGBTIQ+, y en realidad todas las personas LGBTIQ+ con fe o no, estábamos acostumbradas a que muy pocos sacerdotes se arriesgaran a verse mezclados en nuestros asuntos, por mucho que demandábamos no solo la más mínima misericordia en no pocos juicios de valor por su parte, sino sobre todo la mayor de las atenciones en temas de pastoral y acompañamiento espiritual.
Los sacerdotes, religiosos y religiosas que, hasta ese momento, se atrevieron a rozarse con nosotros lo suficiente como para oler a oveja rosa, tuvieron que sortear obstáculos y dar explicaciones, cuando no actuar de tal forma que su labor no fuera descubierta.
La exégesis del texto del Buen Pastor suele presentar a Jesús como el pastor bueno que se preocupa de todas las ovejas, incluso de aquellas que no son propiamente de su rebaño, frente a otros pastores que envilecen su trabajo descuidando su deber.
Evidentemente, nuestra experiencia como ovejas de otro redil no es a causa de sentirnos menos cercanos de Dios, sino por estar más alejados de los pastores, de los malos pastores. Pues no es de Dios de quien somos ovejas perdidas, sino de la Iglesia.
Aún más dolorosamente, constatamos cómo las personas LGBTIQ+ creyentes que pierden el contacto con Dios, llegan a ese punto como consecuencia del mal hacer de malos pastores, incapaces de reconocer como parte de su misión a quienes según el catecismo, por una parte merecemos respeto y consideración, pero por otra tenemos comportamientos desordenados.
Tanto a quienes abandonaron a Dios como a las personas que mantuvimos la fe, nos causa gran tristeza esta falsa condescendencia que permite seamos nosotros mismos siempre y cuando renunciemos a nuestra afectividad y a nuestra sexualidad, puesto que son conductas confusas y perturbantes.
Cinco años después de aquel deseo de Francisco, en el que pedía a los ministros de la Iglesia que fueran buenos pastores, que se desgastaran con todas las ovejas sin preguntar, vamos percibiendo ciertos cambios, apreciando la cercanía de nuevas caras que se unen a las que siempre se arriesgaron y no pusieron reparos en ser rostro sincero de la Iglesia del Padre. Pero todavía queda un largo camino. Todavía sobran pasos atrás. Estorban miedos y tradiciones. Fastidian lobos con piel de amable pastor. Hostigan los fanáticos. Gritan los intolerantes.
Aún así nada nos va a separar del amor que Dios nos tiene. Hoy como nunca cantamos con el Rey David “el Señor es mi pastor, nada me falta”.


Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas. El asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, cuando ve venir al lobo, escapa abandonando las ovejas, y el lobo las arrebata y dispersa. Como es asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el buen pastor: conozco a las mías y ellas me conocen a mí, como el Padre me conoce y yo conozco al Padre; y doy la vida por las ovejas. Tengo otras ovejas que no pertenecen a este corral; a ésas tengo que guiarlas para que escuchen mi voz y se forme un solo rebaño con un solo pastor. Por eso me ama el Padre, porque doy la vida, para después recobrarla. Nadie me la quita, yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y para después recobrarla. Éste es el encargo que he recibido del Padre.

junio 25, 2023

XIII. SALIR DEL ARMARIO Y PONERSE EN MARCHA

Sobre Lucas 24, 35-48

Hace años, cuatro amigos homosexuales creyentes nos comenzamos a reunir para hacer oración en una pequeña y escondida habitación que nos prestaron. Como estaba en un edificio de un colegio religioso, pidieron total discreción. No hacía falta el ruego, pues los cuatro teníamos suficientes razones para ser discretos hasta el extremo. Aún estábamos más dentro que fuera del armario. Además algunos éramos catequistas y seguro que si se descubría nuestro secreto lloverían los problemas.

Esos días se discutía en el Parlamento la Ley que permitiría al año siguiente el matrimonio entre personas del mismo sexo y la adopción por parte de parejas LGBTIQ+. La Iglesia organizaba grandes manifestaciones multitudinarias contra esa Ley. Algunos cardenales y obispos fueron especialmente crueles en sus homilías de aquellos meses, con comentarios que causaron dolor y rabia entre las personas LGBTIQ+ creyentes, como nosotros. Se multiplicaron por mil los expedientes de apostasía. Un obispo español dijo que los homosexuales no éramos auténticos hijos de Dios...

En mitad de ese caldeado ambiente nos reuníamos temerosos, irritados, enojados, asustados y, desorientados, orábamos por ver qué nos decía Dios de todo esto, temiendo que la situación apagara finalmente nuestra fe y encendiera nuestro rencor, acrecentando nuestra identidad de víctimas y, en consecuencia, hiciéramos caso a nuestro instinto de supervivencia abandonando todo, como ya alguna vez hablamos en esa apartada habitación.

La lectura de Lucas me recuerda toda esa historia: Creyentes en Jesús, asustados y poco menos que ocultos en un cuarto. Salvando las distancias, nosotros también éramos como esos apóstoles que tantas vicisitudes tuvieron que soportar para mantener viva su fe. Nosotros, como ellos, estábamos en una habitación muertos de miedo ante la que se estaba formando, sin saber muy bien si debíamos hacer algo u optar por desentendernos y vivir nuestras vidas al margen de Jesús. Los apóstoles, como nosotros, estaban esperando una señal que les animara a anunciar la Buena Noticia. Muchas coincidencias.

No se nos presentó Jesús a cenar, ni nos enseñó sus heridas para que creyéramos. Pero puso en nuestro particular camino de Emaús a personas que nos mostraron por dónde ir, y nos dio instrumentos para curar el rencor y el victimismo, las dos mayores tentaciones de cualquier persona cristiana LGBTIQ+.
Con nosotros Jesús se quedó. Nos dijo que, si estábamos convencidos de lo que Él significaba en nuestras vidas, debíamos contarlo. Y eso hacemos: compartir nuestra historia, contagiar nuestra experiencia. Ser testigos.
Somos testigos de salvación. Mujeres y hombres LGBTIQ+ que se saben hijas e hijos queridos por Dios. Y estamos decididos a anunciarlo, a transmitirlo, a contarlo.

*[En el año 2004 se fundó Ichthys, en una pequeña habitación cedida por una comunidad religiosa de Sevilla].


Ellos por su parte contaron lo que les había sucedido en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Estaban hablando de esto, cuando se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: —La paz esté con vosotros. Espantados y temblando de miedo, pensaban que era un fantasma. Pero él les dijo: —¿Por qué estáis turbados? ¿Por qué se os ocurren tantas dudas? Mirad mis manos y mis pies, que soy el mismo. Tocad y ved, que un fantasma no tiene carne y hueso, como veis que yo tengo. Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Era tal el gozo y el asombro que no acababan de creer. Entonces les dijo: —¿Tenéis aquí algo de comer? Le ofrecieron un trozo de pescado asado. Lo tomó y lo comió en su presencia. Después les dijo: —Esto es lo que os decía cuando todavía estaba con vosotros: que tenía que cumplirse en mí todo lo escrito en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos. Entonces les abrió la inteligencia para que comprendieran la Escritura. Y añadió: —Así está escrito: que el Mesías tenía que padecer y resucitar de la muerte al tercer día; que en su nombre se predicaría penitencia y perdón de pecados a todas las naciones, empezando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de ello.

junio 24, 2023

XII. DUDAR

Sobre Juan 20, 19-31



Siempre me he sentido mucho más identificado con los personajes “débiles” de la Biblia que con los que demuestran fortaleza y fidelidad. En especial con los que en algún momento hacen palpable su incredulidad ante lo que Dios va planteándoles. Por eso en diferentes etapas de mi vida he sido Jonás huyendo de Dios para no cumplir su encargo, Abrahám escéptico ante la promesa de descendencia, Job enojado culpando a Dios de sus desdichas, Pedro negando hasta tres veces a Jesús o Tomás recelando de que el Maestro hubiera resucitado.


En el armario no se puede aspirar a la santidad sin pasar antes por lo que se parece a la mediocridad, y en esa experiencia es fácil coincidir con todos estos protagonistas del Antiguo y del Nuevo Testamento que no terminaron de confiar ciegamente en Dios y se rindieron ante su evidente falta de fe. 

Por eso mi afinidad con todos los que dudaron o no fueron capaces de reconocer al Creador. Yo era uno con todos, me eran asequibles, alcanzables en su palpable humanidad. Vivía con exagerada pasión sus debilidades porque eran las mías, excusándome en ellos y justificando igualmente mis miedos en cada uno de esos personajes. Indudablemente y sin darme cuenta iba empapándome de sus admirables experiencias de Dios, aunque en ese tiempo de armario no fuese capaz de ver más allá de sus flaquezas.


Salir del armario significó muchas cosas. Una de ellas fue la capacidad de dimensionar multitud de sucesos de mi vida, otorgándoles un sentido positivo y por eso trascendente. Fue como pasar a color fragmentos de una historia en blanco y negro. Así define un amigo homosexual su salida del armario. Me parece una imagen muy certera: poner color a la vida. En clave creyente fue además alojar a Dios allí donde me lo habían arrebatado, es decir, descubrir al Dios de Jesús y apreciar cómo me quiere tal como soy. Soy consciente de que ahora me parece algo obvio, pero entonces fue una emocionante novedad.


En ese proceso de encontrar sentido a mi historia desde una dimensión de fe, los personajes de la Biblia a los que me aferré identificándome con sus debilidades cobraron una importancia vital. Ciertamente también gracias a ellos no perdí la fe en los momentos de mayor duda, cansancio o desesperanza durante los años de armario. Ahora daba un paso más al reconocer de qué forma Dios había hecho de sus particulares desconfianzas hacia Él los cimientos de una fe inquebrantable. A Jonás, a Abrahám, a Job, a Pedro o a Tomás no les tuvo en cuenta nada sino más bien decidió seguir derramando sobre ellos suficientes razones para que se sintiesen dichosos. 


Tomás es especial. Su incredulidad no responde a una falta de fe sino a la necesidad de cerciorarse de que es verdad eso que cree. Algo así como cuando escuchamos que llueve pero necesitamos sacar el brazo por la ventana y notar cómo nos mojamos. Solo entonces nos convencemos de que cae la lluvia. A Tomás no le bastaba que sus hermanos le contaran que el Maestro vivía. Necesitaba verlo, sentirlo para confirmar su confianza en que Cristo había resucitado.


De alguna manera mi decisión de salir del armario se movía por los mismos impulsos de Tomás. Necesitaba ver a Jesús para asegurarme de que estaba ahí. Como le pasaba a Tomás, sabía que encontrarme con el Maestro significaría que todo lo anterior tenía sentido, que no iba a ser un fracaso, que el tiempo de desierto había valido la pena. 


Sé que Cristo vive porque me permitió ponerme ante su costado y sus manos heridas.  Eran como un espejo claro en el que me reflejaba, donde pude ver mis penas, mi amargura, mi cansancio, mi desesperanza, mi aflicción,… mientras sentía cómo me decía que no fuera incrédulo, sino creyente, que estuviera tranquilo porque Él me amaba sin despreciar ni un solo cabello de mi cabeza. Cuando levanté la mirada todo mi dolor había desaparecido y fui capaz de proclamar “¡Señor mío y Dios mío!”.


La historia de Tomás es muy bella porque solo a él le fue permitido ponerse ante el Maestro para que, si hubiese querido, tocase sus heridas. Quienes piensan que Jesús le recrimina sus dudas cuando le dice “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que creen sin haber visto”, están equivocados. Lo sé porque soy uno de tantos que recelamos de que Dios nos ame y, por tanto, dudamos que hubiese resucitado en nosotros. Soy por eso uno de los que Cristo atrae hasta notar su aliento, porque sabe nuestras historias, nuestras luchas, nuestros celos. Sabe que nos vemos en sus heridas y que nuestro “Señor mío y Dios mío” no es sólo una expresión de fe sino nuestra manera de decir que hemos vuelto a casa.



Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos con las puertas bien cerradas, por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se colocó en medio y les dice: —Paz con vosotros. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron al ver al Señor. Jesús repitió: —Paz con vosotros. Como el Padre me envió, así yo os envío a vosotros. Dicho esto, sopló sobre ellos y añadió: —Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los mantengáis les quedan mantenidos. Tomás, que significa Mellizo, uno de los Doce, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: —Hemos visto al Señor. Él replicó: —Si no veo en sus manos la marca de los clavos y no meto el dedo por el agujero, si no meto la mano por su costado, no creeré. A los ocho días estaban de nuevo dentro los discípulos y Tomás con ellos. Vino Jesús a puertas cerradas, se colocó en medio y les dijo: —Paz con vosotros. Después dice a Tomás: —Mete aquí el dedo y mira mis manos; trae la mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, antes cree. Le contestó Tomás: —Señor mío y Dios mío. Le dice Jesús: —Porque me has visto, has creído; dichosos los que crean sin haber visto. Otras muchas señales hizo Jesús en presencia de sus discípulos que no están consignadas en este libro. Éstas quedan escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida por medio de él.

junio 23, 2023

XI. MOVER LA LOSA DEL ARMARIO Y RESUCITAR

Sobre Juan 20, 1-9

Se puede resucitar en parte o en todo, por un tiempo o para siempre. Pero sea como sea primero hay que morir.
Tengo experiencia en muertes porque como homosexual creyente, como tantas personas LGBTIQ+ creyentes, he habitado muchos sepulcros antes de abandonar el último.
Lejos de entristecerme ese largo desierto y aquella vida de dobles vidas, me alegra ese tiempo pasado porque ahora en perspectiva sé que atravesarlo me permitió percibir la necesidad de Dios, y no precisamente la de un Dios de muertos sino de vivos.
Ciertamente, muchas veces pude resucitar en parte, sólo por un tiempo, en un intento vano de morir a una vida que no me era agradable, construyendo otra mentira sobre la anterior. Y así muchas veces, tantas como fue necesario. Las personas LGBTIQ+ desarrollamos una gran capacidad de reinventarnos para mantener viva nuestra coartada y estar a salvo de burlas, risas, comentarios, sospechas, golpes, insultos, rechazos, desengaños. Todas esas cosas eran relativamente fáciles de evitar si conseguía disimular miradas o inventarme besos a novias invisibles. Pero todo era diferente cuando entraba Dios en cruzada, invitado por alguno de esos que inyectaban en mis venas el amargo sabor de que no era natural lo que yo sentía, que era pecado como yo sentía, que no era propio de buen hijo del Padre amar como yo amaba ni soñar como yo soñaba ser feliz. Ante Dios no podía establecer ninguna historia paralela con la que ocultar esa parte de mí que no era agradable a sus ojos, así que volvía a morir para resucitar por un tiempo una vez tras otra. Casi me convencen de que el Padre no me quería.
Las personas LGBTIQ+ hemos muerto tantas veces a tantas cosas, que nos merecemos resucitar.
Me cansé de revivir en falso. Un verano, desesperado y casi convencido de que Dios no me amaba, me puse a tiro en Loja, un pueblo de Granada, en medio de un ruidoso silencio y atormentado porque la fe se me iba de las manos. Me atreví a recriminar a Dios por cuánto me hacía sufrir ser como me había creado, y pasé seis días desafiándolo a que me diera razones para seguir con Él y no abandonarlo definitivamente. Una de las últimas noches en una celebración a la que asistí mecánicamente, comenzaron a entonar el Canto de Oseas: "Conozco tu conducta y tu constante esfuerzo, has sufrido por mi causa sin sucumbir al cansancio, pero tengo contra ti que has dejado enfriar tu primer amor. Por eso yo la voy a seducir, la llevaré al desierto y allí hablaré a su corazón y ella me responderá como en los días de su juventud”. Algo se movió en mí, como si esta última muerte que se iba fraguando se paralizase, y Dios estuviese dándome suaves tortas para espabilarme. Al rato comenzaron a cantar el canon “Nada nos separará del amor de Dios”, y rompí a llorar con la certeza de que el Padre me había recuperado para siempre. De pronto todo había cobrado sentido en esas dos chispas que seguro a nadie más allí significaban poco menos que un par de cantos en una celebración. En ese instante se movió la piedra, entró la luz y resucité para siempre.
Resucité a la certidumbre de que soy una persona única e irremplazable. Resucité a esperar del otro una acogida sincera. Resucité a la felicidad de ser yo mismo sin miedo a mostrarme tal como soy. Resucité a luchar por una sociedad abierta, sincera, valiente. Resucité a una Iglesia de fe y no de tradición. Resucité a confiar en Dios ciegamente. Nací a anunciar a mis hermanas y hermanos LGBTIQ+ que Dios nos ama con todo lo que somos, sin despreciar ni uno solo de nuestros cabellos, acariciando cada una de nuestras heridas. Jesús resucita en nosotras, vive en nosotros.


El primer día de la semana, muy temprano, todavía a oscuras, va María Magdalena al sepulcro y observa que la piedra está retirada del sepulcro. Entonces corre adonde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, el predilecto de Jesús, y les dice: —Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto. Salió Pedro con el otro discípulo y se dirigieron al sepulcro. Corrían los dos juntos; pero el otro discípulo corría más que Pedro y llegó primero al sepulcro. nclinándose vio los lienzos en el suelo, pero no entró. Después llegó Simón Pedro, detrás de él y entró en el sepulcro. Observó los lienzos en el suelo y el sudario que le había envuelto la cabeza no en el suelo con los lienzos, sino enrollado en lugar aparte. Entonces entró el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Hasta entonces no habían entendido las Escrituras, que había de resucitar de la muerte.

junio 22, 2023

X. NEGAR

Sobre Marcos 14, 26-31. 66-72

La pasión de Jesús es una historia de aparente fracaso. Pareciera como si el Hijo de Dios hubiese llegado a este mundo para nada. Un profeta más que la religión habría de sacrificar, perpetuando así sus tradiciones y poderes. Otro loco incómodo a eliminar. Algo fácil. Ya se había hecho otras veces.

Ni tan siquiera la fe se mantuvo intacta en la inmensa mayoría de sus seguidores, que se escondieron y prácticamente abandonaron al Maestro, convencidos de que todo había sido un desastre.
Pero el plan de Dios avanzaba según lo previsto, y este plan perfecto incluía la legión de decepcionados que, impasibles y asustados, asistían al proceso de muerte de Jesús. Esos actores (los soldados del Templo, las gentes de las calles y plazas, Pilato, Caifás y los sacerdotes de diferente clase, el rey Herodes, los romanos que azotaron a Cristo, Simón de Cirene, Judas, los apóstoles, María y las mujeres, o la criada del sumo sacerdote), todos y más fueron pieza imprescindible y necesaria en la narración que describe las horas previas a la muerte en cruz de Jesús.
Muy pocos ante el dolor y la desesperanza fueron capaces de conservar la fe.

Mi oración de estos días gira en torno a eso mismo. Es muy fácil reconocerme como uno más de los que abandonaron a Jesús cuando las cosas se pusieron mal, o en quienes se sintieron decepcionados porque las promesas de que existía un Dios Abbá se desvanecían, y de nuevo se levantaba el terrible tótem de Yavéh interpretado por la clase religiosa y sus pesadas cargas. Buena parte de la vida de muchas personas LGBTIQ+ pudiera reflejar esa experiencia de frustración, de rendición clamando un "ya no puedo más", y la amarga búsqueda del Dios robado.
Ciertamente es muy fácil hurgar en esa parte de uno mismo que aún huele a rencor por el dolor infligido. Pero hay un personaje que no me permite excusa, y ese es Pedro.

Pedro niega a Jesús. No es más que un reflejo del miedo a correr una suerte similar a la del Maestro. Seguramente fue el primer seguidor de Cristo que sintió en propia carne la burla, el rechazo y la persecución por creer en Él. Y naturalmente se aterró.

Yo salí del armario al mismo ritmo que Dios se iba adentrando en mi vida dando luz a cada rincón oscuro de mi casa. El hijo pródigo que se fue porque no se sentía bienamado, al regresar se encontró a un padre generoso que lo recuperó para sí.
Fue muy emocionante aprovechar ese regalo que Dios me hacía y recobrar toda la gente a la que hasta ese instante había ocultado buena parte de mí mismo.

El gallo me estaba esperando fuera, donde había vivido gastándome la herencia. Allí conocí estupendas personas, amigas y amigos a los que quería y a los que no deseaba renunciar. Era el mundo real que me acogió y que ahora, como la criada del sumo sacerdote, me preguntaba si yo era de los que andaba con Jesús de Nazaret. Negué porque tuve miedo. Sonó el gallo. Y otra vez y mil me interrogaban por si yo era uno de ellos. Negué también. Y el gallo cantó hasta romperme los tímpanos. Ridículamente había salido de un armario para meterme en otro. Como Pedro, estaba lleno de Dios y eso me había hecho fuerte, pero por primera vez tenía que dar testimonio de Él y no fui capaz.

Me costó mucho salir de este armario donde encontraba las mismas actitudes de rechazo que en el otro lado. Antes me acosaban entre los creyentes por ser LGBTIQ+ y ahora en el ambiente homosexual por ser creyente.
Ya no me sucede evidentemente. A Pedro le bastaron dos cantos del gallo y a mí algunos más, pero la fe estaba ya bien arraigada y los miedos desaparecieron hasta revertirse en riesgo.

Sé que Dios me avisa muchas veces de que volveré a negarle antes de que salga el sol. Hay muchas formas de negar a Jesús. Infinitas ocasiones y con cada una de ellas una tentación. Cuando me pillo renunciando a Cristo es terrible. La pasión de Jesús empezó con la pasión de Pedro. Yo no deseo otra pasión en mi vida. Esta es mi Oración: acrecienta mi Fe, para así nunca negar que soy tu hijo pródigo, nunca traicionar tu abrazo ni mi sueño.


Después cantaron los salmos y salieron hacia el monte de los Olivos. Jesús les dijo: —Todos vais a fallar, como está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas. Pero, cuando resucite, iré delante de vosotros a Galilea. Pedro le contestó: —Aunque todos fallen, yo no. Le dijo Jesús: —Te aseguro que tú hoy mismo, esta noche, antes de que el gallo cante dos veces, me habrás negado tres. Él insistió: —Aunque tenga que morir contigo, no te negaré. Lo mismo decían los demás. Estaba Pedro abajo en el patio, cuando una criada del sumo sacerdote, viendo que se calentaba, se le quedó mirando y le dijo: —También tú estabas con el Nazareno, con Jesús. Él lo negó: —Ni sé ni entiendo lo que dices. Salió al zaguán [y un gallo cantó]. La criada lo vio y empezó a decir otra vez a los presentes: —Éste es uno de ellos. De nuevo lo negó. Al poco tiempo también los presentes decían a Pedro: —Realmente eres de ellos, pues eres galileo. Entonces empezó a echar maldiciones y a jurar que no conocía al hombre del que hablaban. Al instante cantó por segunda vez el gallo. Pedro recordó lo que le había dicho Jesús: Antes de que el gallo cante dos veces me habrás negado tres. Y rompió a llorar.

junio 21, 2023

IX. MORIR PARA VIVIR

Sobre Juan 12, 20-33

Nunca he tenido miedo a la muerte. Más bien tuve alguna vez miedo a la muerte de otros, de mis padres, mis hermanos, mis amigos… Pero soy consciente de que yo nunca tuve miedo a morir. Por el contrario, en mi adolescencia sí deseé mi muerte. En un retiro de esos que llevábamos a cabo durante el curso en el colegio donde estudiaba, el director espiritual empleó buen tiempo en abordar el tema moral, como si el sexto mandamiento fuera el pilar fundamental de la fe. Con dieciséis años ya era bastante consciente de mi identidad sexual, por mucho que hubiera asumido que ese fuera un terrible secreto que guardar, quizá para toda la vida. La discutible pericia pedagógica de aquel sacerdote me hizo sentir un ser despreciable, no ya para la sociedad entre la que se encontraban mis compañeros de clase, sino sobre todo ante Dios, para quien era un error, un indigno hijo suyo, un desviado, un degenerado.

La certeza de que nunca podría ser yo mismo, porque el miedo desgarraba cualquier posibilidad de sincerarme con nadie, y ahora la seguridad de que el Padre me despreciaba y aborrecía, hicieron que pensara en acabar con mi vida. Era una buena idea. Sencillamente no tenía esperanza en nada.

Pero Dios tenía otro plan para mí, y aquel intento no pasó de un sobresalto, un lavado de estómago y una docena de sesiones con un psicólogo.

Muchos, muchos años después, conversando con una de las personas que me ayudaron a sentir la caricia de Dios, le conté ese instante de mi vida y cómo aquella vez pensé que estaría muy bien que el Padre me salvara de lo que se me venía encima… Mi amigo recordó esta lectura de Juan 12. Entonces yo no era el chaval de dieciséis primaveras asustado, sino uno de esos gentiles que dicen a Felipe que quieren ver a Jesús, quien comienza a hablar de que el grano de trigo ha de morir para dar fruto. No bastaron un puñado de Valium, daba lo mismo porque al fin y al cabo un adolescente homosexual humillado que no consigue morir así, lo hace poco a poco en vida hasta tocar fondo en la juventud, o en la adultez, que eso da igual porque al final lo que cuenta es eso: que hasta que no mueres, no das fruto.

Infinidad de chicas y chicos LGBTIQ+ se suicidan al cabo de cada año porque no encuentran fuerzas ni razones para vivir su verdad. La estadística va colmada de jovencísimos creyentes que se van sin que nadie les haya explicado que el Padre los ama, los quiere tal como son y solo desea que mueran a la oscuridad para dar fruto en la luz, que dejen de esconderse y consientan brotar en sus vidas los tallos del Espíritu.

Cuando una persona LGBTIQ+ permite en su historia vital entrar a Dios es justo cuando deja de preocuparse por su propia vida, y entonces la gana. En ese momento precisamente las mujeres y hombres LGBTIQ+ creyentes comenzamos a correr la misma suerte que Jesús y experimentamos nítidamente ser honrados por el Padre. Así lo cuenta Juan en este pasaje, según palabras de Jesús. Y podemos narrarlo en propia vida. Lejos de lamentar nuestras vicisitudes, damos gracias porque por ellas se nos reveló la fe en el Dios bueno, en Abbá, el Dios de la misericordia.


Había unos griegos que habían subido para los cultos de la fiesta. Se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le pidieron: —Señor, queremos ver a Jesús. Felipe va y se lo dice a Andrés; Felipe y Andrés van y se lo dicen a Jesús. Jesús les contesta: —Ha llegado la hora de que este Hombre sea glorificado. Os aseguro que, si el grano de trigo caído en tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que se aferra a la vida la pierde, el que desprecia la vida en este mundo la conserva para una vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde yo estoy estará mi servidor; si uno me sirve, lo honrará el Padre. Ahora mi espíritu está agitado, y, ¿qué voy a decir? ¿Que mi Padre me libre de este trance? No; que para eso he llegado a este trance. Padre, da gloria a tu Nombre. Vino una voz del cielo: —Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré. La gente que estaba escuchando decía: —Ha sido un trueno. Otros decían: —Le ha hablado un ángel. Jesús respondió: —Esa voz no ha sonado por mí, sino por vosotros. Ahora comienza el juicio de este mundo y el príncipe de este mundo será expulsado. Cuando yo sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí –lo decía indicando de qué muerte iba a morir–.




junio 20, 2023

VIII. LA LUZ DE DIOS ABRE LOS ARMARIOS

Sobre Juan 3, 14-21

Los Evangelios, la Biblia entera está colmada de textos que para las personas creyentes LGBTIQ+ han sido fuente de angustia durante años. Desde luego no por lo que dicen o significan verdaderamente, sino por cómo han sido interpretados y utilizados a lo largo del tiempo, de la historia, para justificar con ellos la tradición, las normas religiosas y los comportamientos morales que, sin más dilema, descendían del mismo Dios y eran inconfundiblemente contrarios a la naturaleza de quienes, como yo, asistíamos asustados a una condena eterna, en absoluto silencio. 

Este pasaje de Juan que se proclama el día de la Santa Trinidad es uno de esos textos, aunque tal cual se lee hoy en toda la Iglesia pudiera parecer esperanzador. Sin embargo, no podemos dar pleno sentido a lo que dice Jesús sin atender a los tres versículos con que continúa. Me atrevo a decir que no somos pocas las personas LGBTIQ+ que hicimos vida uno de ellos, concretamente el 20, que dice: “Todo el que obra mal detesta la luz y la rehúye por miedo a que su conducta quede al descubierto”.


Es verdad; en una parte de nuestra historia rehuimos la luz. Primero apagamos los focos que iluminaban esa parte de nuestras vidas que no era bien aceptada. Segundo, nos evadimos de Dios poco a poco, infectados por esa complicación impuesta que confunde religión y Dios y que termina por difuminar al Padre entre tantas condiciones para sentirlo cerca.


Yo temía que a plena luz se me notara la pluma o esa mirada o cualquier cosa que me delatara. Y a la vez, comencé a rendirme a la evidencia de que por mi naturaleza era inevitable obrar mal, y no me quedaba más salida que detestar la luz de Dios, porque me daba miedo que mi conducta quedara al descubierto. Durante toda mi vida me habían enseñado que las personas como yo actuaban mal a los ojos de Dios. ¿Cómo creer lo contrario?


Sin embargo la fe me salvó, supongo que como al leproso extranjero, como a la mujer de mala fama que en casa de Simón se afanó en lavar los pies al Señor, como a la hemorroisa, como al ciego de Jericó,…


La fe me salvó. Ese hilo de fe que no terminó de romperse, que cobijaba al Padre paciente que me cuidó y se ocupó de calmar la sed durante tanto desierto, que me llevó en brazos delicadamente para que ni siquiera lo percibiera, y me recibió en casa celebrando una fiesta por mi vuelta.


Ese es el Dios que me sedujo, el que se manifiesta en Jesús, el que es luz y encendió mi luz, El que se empeñó en convencerme de que en mí no había nada malo, nada escandaloso.


Este es el Padre que a los creyentes LGBTIQ+ recupera para sí, quien nos empuja a actuar desde la verdad y cerca de la luz nos espolea a anunciar a otras gentes que Dios salva, Dios ama, Dios no condena a nadie que crea en Él.



Como Moisés en el desierto levantó la serpiente, así ha de ser levantado este Hombre,  para que quien crea en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca, sino tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él. El que cree en él no es juzgado; el que no cree ya está juzgado, por no creer en el Hijo único de Dios. El juicio versa sobre esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz. Y es que sus acciones eran malas. Quien obra mal detesta la luz y no se acerca a la luz, para que no delate sus acciones. En cambio, quien procede lealmente se acerca a la luz para que se manifieste que procede movido por Dios. 

junio 19, 2023

VII. LAS PERSONAS LGBTI SOMOS TEMPLOS DE DIOS

Sobre Juan 2, 13-25

El pasaje que relata Juan es trascendente para entender qué deseaba Jesús, cuál era su fundamento para transformar la idea de Dios que hasta ese momento era la oficial, la que había ido pasando de generación en generación trufándose de tradiciones y ritos. De hecho parece demostrado que este suceso no ocurrió en el orden cronológico que lo presenta el Evangelio, sino justo antes de la Pasión. Lo que hizo y dijo en el Templo tambaleó al poder religioso y confirmó que Jesús era un peligro para la jerarquía dominante. Había que deshacerse de Él.

Hay dos asuntos que Jesús espolea: el poder del dinero y el uso que se hace del Templo (legalmente) como lugar de negocio; también el empoderamiento del ser humano como verdadero Santuario de Dios.

Por primera vez alguien sacaba a Yahvé de los altares y lo ponía en el centro de los corazones de todas las mujeres y los hombres, sin excepción alguna. La sola insinuación de algo así era blasfema. Y cuando dice que podría destruir el edificio y levantarlo nuevo en tres días, fue su sentencia de muerte. Efectivamente, para fundar un nuevo Templo habría de morir y resucitar tres días después. Él era el Templo y, por extensión, nos hacía parte de Él a toda la humanidad.

Hasta aquí un comentario más de un texto muy conocido. Pero, ¿dónde me lleva este pasaje?

Mi historia como persona LGBTIQ+ creyente –y por lo que hemos compartido, la de muchas más– es experiencia de Jesús que arrasa con el Templo y que propone al ser humano como lugar donde Dios habita. Porque hasta el momento de mi vida en el que soy consciente de eso, y me lo creo, andaba escondido procurando aparentar quien no era, para que los mercaderes y demás dirigentes de ese lugar no me miraran mal, juzgaran mis actos o me echaran de allí. Y sólo cuando hago mío el sentimiento de que Dios vive en mí y me ama como obra perfecta suya, sólo entonces comprendo que soy también piedra de este edificio nuevo que Jesús había levantado.

Durante años me habían hecho ver que no merecía ser hijo de Dios. Lo que yo sentía, lo que mi afectividad dictaba, parte importante e indivisible de mi vida parecía estar condenada a mantenerse escondida para siempre, eternamente perdonada en esos terribles ratos de confesión en los que condescendientemente me decían que Dios me quería, pero… ¡había tantas cosas que no podía vivir si quería que Dios no me abandonara!

Descubrirme Templo del Padre fue una auténtica liberación. Las personas LGBTIQ+ somos Templo de Dios, y ese sentimiento vívido y ardiente es un regalo de Jesús al que no renunciamos.

Ni los actuales mercaderes que negocian lo que es bueno y lo que es malo, lo que es lícito o no a partir de discutibles tradiciones, ni los que se arropan en el nombre del Padre para juzgarnos como causa de todos los males, ni la religión que oculta al Dios del Evangelio podrán apartarnos del amor de Dios.

Es por esto que los creyentes LGBTIQ+ mantenemos viva una fe a prueba de cualquier obstáculo: porque sabemos que sólo cuando el viejo Templo cae actúa Dios, y en tres días nos invita a su casa, a su mesa, a su abrazo.


Como se acercaba la Pascua judía, Jesús subió a Jerusalén. Encontró en el recinto del templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados. Se hizo un látigo de cuerdas y expulsó a todos del templo, ovejas y bueyes; esparció las monedas de los cambistas y volcó las mesas; a los que vendían palomas les dijo: —Quitad eso de aquí y no convirtáis la casa de mi Padre en un mercado. Los discípulos se acordaron de aquel texto: El celo por tu casa me devora. Los judíos le dijeron: —¿Qué señal nos presentas para actuar de ese modo? Jesús les contestó: —Derribad este templo y en tres días lo reconstruiré. Replicaron los judíos: —Cuarenta y seis años ha llevado la construcción de este templo, ¿y tú lo vas a reconstruir en tres días? Pero él se refería al templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de la muerte, los discípulos recordaron que había dicho eso y creyeron a la Escritura y a las palabras de Jesús. Estando en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en él al ver las señales que hacía. Pero Jesús no se confiaba a ellos porque los conocía a todos; no necesitaba informes de nadie, porque él sabía lo que hay dentro del hombre.

junio 18, 2023

VI. HACERSE VISIBLE PARA ANUNCIAR LA VERDAD

Sobre Marcos 9, 2-10

Siempre me explicaron este pasaje del Evangelio como una alegoría de la resurrección. De hecho Jesús hace alusión a ella en los últimos versículos, aunque los discípulos presentes no se enteraron de nada de lo que quería decir.
Jesús salió de sí mismo, se transfiguró, como poco tiempo después le sucedería volviendo a la vida a los tres días de ser crucificado.
Resucitar es evidentemente regresar a la vida. Salir de la muerte y volver a existir. De eso las personas LGBTIQ+ que decidimos abrir las ventanas de nuestra vida tenemos bastante experiencia. Y los que somos creyentes le agregamos un sentido más profundo y trascendente.
Para un homosexual asustado que no está seguro de si le van a aceptar o no sus amigos, su familia, sus compañeros, su mundo… ser capaz de expresar y contar quién es, qué es y cómo se siente es como resucitar, es transfigurarse, salir de sí y confiar en que a partir de ahora todo va a ir mejor. Las personas LGBTIQ+ cristianas tuvimos que hacer además un ejercicio de re-encuentro con Dios, con un Dios nuevo que de repente nos amaba incondicionalmente, que nos aceptaba tal como éramos, que lloraba nuestro tiempo alejadas de Él. Un Dios diferente al que nos habían contado. Este era el buen Dios que daba sentido a todo, que nos recuperaba, que nos salvaba.
Recuerdo ese episodio de mi vida con absoluto agradecimiento y respeto. Y cuando con algunos más, juntos fuimos orando esa experiencia de auténtica resurrección, pudimos haber dicho “¡qué bien se está aquí! Pongamos tres tiendas, y quedémonos con Jesús en este sitio tan fantástico”. Pero optamos por bajar de la montaña alta y compartirlo con quien quisiera escuchar que Dios tiene una palabra de salvación para cada una y cada uno de nosotros. Ya podemos anunciarlo, porque el Hijo del Hombre ha resucitado, y nosotros con Él.


Seis días más tarde tomó Jesús a Pedro, a Santiago y a Juan y se los llevó aparte a una montaña elevada. Delante de ellos se transfiguró: su ropa se volvió de una blancura resplandeciente, tan blanca como nadie en el mundo sería capaz de blanquearla. Se les aparecieron Elías y Moisés conversando con Jesús. Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: —Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a armar tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías –No sabía lo que decía, pues estaban llenos de miedo–. Entonces vino una nube que les hizo sombra, y salió de ella una voz: —Éste es mi Hijo querido. Escuchadle. De pronto miraron en torno y no vieron más que a Jesús solo con ellos.  Mientras bajaban de la montaña les encargó que no contaran a nadie lo que habían visto, hasta que aquel Hombre resucitara de la muerte. Ellos cumplieron aquel encargo pero se preguntaban qué significaría resucitar de la muerte.