Se puede resucitar en parte o en todo, por un tiempo o para siempre. Pero sea como sea primero hay que morir.
Tengo experiencia en muertes porque como homosexual creyente, como tantas personas LGBTIQ+ creyentes, he habitado muchos sepulcros antes de abandonar el último.
Lejos de entristecerme ese largo desierto y aquella vida de dobles vidas, me alegra ese tiempo pasado porque ahora en perspectiva sé que atravesarlo me permitió percibir la necesidad de Dios, y no precisamente la de un Dios de muertos sino de vivos.
Ciertamente, muchas veces pude resucitar en parte, sólo por un tiempo, en un intento vano de morir a una vida que no me era agradable, construyendo otra mentira sobre la anterior. Y así muchas veces, tantas como fue necesario. Las personas LGBTIQ+ desarrollamos una gran capacidad de reinventarnos para mantener viva nuestra coartada y estar a salvo de burlas, risas, comentarios, sospechas, golpes, insultos, rechazos, desengaños. Todas esas cosas eran relativamente fáciles de evitar si conseguía disimular miradas o inventarme besos a novias invisibles. Pero todo era diferente cuando entraba Dios en cruzada, invitado por alguno de esos que inyectaban en mis venas el amargo sabor de que no era natural lo que yo sentía, que era pecado como yo sentía, que no era propio de buen hijo del Padre amar como yo amaba ni soñar como yo soñaba ser feliz. Ante Dios no podía establecer ninguna historia paralela con la que ocultar esa parte de mí que no era agradable a sus ojos, así que volvía a morir para resucitar por un tiempo una vez tras otra. Casi me convencen de que el Padre no me quería.
Las personas LGBTIQ+ hemos muerto tantas veces a tantas cosas, que nos merecemos resucitar.
Me cansé de revivir en falso. Un verano, desesperado y casi convencido de que Dios no me amaba, me puse a tiro en Loja, un pueblo de Granada, en medio de un ruidoso silencio y atormentado porque la fe se me iba de las manos. Me atreví a recriminar a Dios por cuánto me hacía sufrir ser como me había creado, y pasé seis días desafiándolo a que me diera razones para seguir con Él y no abandonarlo definitivamente. Una de las últimas noches en una celebración a la que asistí mecánicamente, comenzaron a entonar el Canto de Oseas: "Conozco tu conducta y tu constante esfuerzo, has sufrido por mi causa sin sucumbir al cansancio, pero tengo contra ti que has dejado enfriar tu primer amor. Por eso yo la voy a seducir, la llevaré al desierto y allí hablaré a su corazón y ella me responderá como en los días de su juventud”. Algo se movió en mí, como si esta última muerte que se iba fraguando se paralizase, y Dios estuviese dándome suaves tortas para espabilarme. Al rato comenzaron a cantar el canon “Nada nos separará del amor de Dios”, y rompí a llorar con la certeza de que el Padre me había recuperado para siempre. De pronto todo había cobrado sentido en esas dos chispas que seguro a nadie más allí significaban poco menos que un par de cantos en una celebración. En ese instante se movió la piedra, entró la luz y resucité para siempre.
Resucité a la certidumbre de que soy una persona única e irremplazable. Resucité a esperar del otro una acogida sincera. Resucité a la felicidad de ser yo mismo sin miedo a mostrarme tal como soy. Resucité a luchar por una sociedad abierta, sincera, valiente. Resucité a una Iglesia de fe y no de tradición. Resucité a confiar en Dios ciegamente. Nací a anunciar a mis hermanas y hermanos LGBTIQ+ que Dios nos ama con todo lo que somos, sin despreciar ni uno solo de nuestros cabellos, acariciando cada una de nuestras heridas. Jesús resucita en nosotras, vive en nosotros.
El primer día de la semana, muy temprano, todavía a oscuras, va María Magdalena al sepulcro y observa que la piedra está retirada del sepulcro. Entonces corre adonde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, el predilecto de Jesús, y les dice: —Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto. Salió Pedro con el otro discípulo y se dirigieron al sepulcro. Corrían los dos juntos; pero el otro discípulo corría más que Pedro y llegó primero al sepulcro. nclinándose vio los lienzos en el suelo, pero no entró. Después llegó Simón Pedro, detrás de él y entró en el sepulcro. Observó los lienzos en el suelo y el sudario que le había envuelto la cabeza no en el suelo con los lienzos, sino enrollado en lugar aparte. Entonces entró el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Hasta entonces no habían entendido las Escrituras, que había de resucitar de la muerte.
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