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junio 20, 2023

VIII. LA LUZ DE DIOS ABRE LOS ARMARIOS

Sobre Juan 3, 14-21

Los Evangelios, la Biblia entera está colmada de textos que para las personas creyentes LGBTIQ+ han sido fuente de angustia durante años. Desde luego no por lo que dicen o significan verdaderamente, sino por cómo han sido interpretados y utilizados a lo largo del tiempo, de la historia, para justificar con ellos la tradición, las normas religiosas y los comportamientos morales que, sin más dilema, descendían del mismo Dios y eran inconfundiblemente contrarios a la naturaleza de quienes, como yo, asistíamos asustados a una condena eterna, en absoluto silencio. 

Este pasaje de Juan que se proclama el día de la Santa Trinidad es uno de esos textos, aunque tal cual se lee hoy en toda la Iglesia pudiera parecer esperanzador. Sin embargo, no podemos dar pleno sentido a lo que dice Jesús sin atender a los tres versículos con que continúa. Me atrevo a decir que no somos pocas las personas LGBTIQ+ que hicimos vida uno de ellos, concretamente el 20, que dice: “Todo el que obra mal detesta la luz y la rehúye por miedo a que su conducta quede al descubierto”.


Es verdad; en una parte de nuestra historia rehuimos la luz. Primero apagamos los focos que iluminaban esa parte de nuestras vidas que no era bien aceptada. Segundo, nos evadimos de Dios poco a poco, infectados por esa complicación impuesta que confunde religión y Dios y que termina por difuminar al Padre entre tantas condiciones para sentirlo cerca.


Yo temía que a plena luz se me notara la pluma o esa mirada o cualquier cosa que me delatara. Y a la vez, comencé a rendirme a la evidencia de que por mi naturaleza era inevitable obrar mal, y no me quedaba más salida que detestar la luz de Dios, porque me daba miedo que mi conducta quedara al descubierto. Durante toda mi vida me habían enseñado que las personas como yo actuaban mal a los ojos de Dios. ¿Cómo creer lo contrario?


Sin embargo la fe me salvó, supongo que como al leproso extranjero, como a la mujer de mala fama que en casa de Simón se afanó en lavar los pies al Señor, como a la hemorroisa, como al ciego de Jericó,…


La fe me salvó. Ese hilo de fe que no terminó de romperse, que cobijaba al Padre paciente que me cuidó y se ocupó de calmar la sed durante tanto desierto, que me llevó en brazos delicadamente para que ni siquiera lo percibiera, y me recibió en casa celebrando una fiesta por mi vuelta.


Ese es el Dios que me sedujo, el que se manifiesta en Jesús, el que es luz y encendió mi luz, El que se empeñó en convencerme de que en mí no había nada malo, nada escandaloso.


Este es el Padre que a los creyentes LGBTIQ+ recupera para sí, quien nos empuja a actuar desde la verdad y cerca de la luz nos espolea a anunciar a otras gentes que Dios salva, Dios ama, Dios no condena a nadie que crea en Él.



Como Moisés en el desierto levantó la serpiente, así ha de ser levantado este Hombre,  para que quien crea en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca, sino tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él. El que cree en él no es juzgado; el que no cree ya está juzgado, por no creer en el Hijo único de Dios. El juicio versa sobre esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz. Y es que sus acciones eran malas. Quien obra mal detesta la luz y no se acerca a la luz, para que no delate sus acciones. En cambio, quien procede lealmente se acerca a la luz para que se manifieste que procede movido por Dios. 

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