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marzo 09, 2024

CXXII LA LUZ DE DIOS


Sobre 
Juan 3, 14-21


Los Evangelios, la Biblia entera, están colmados de textos que para las personas creyentes LGBTIQ+ son, de alguna forma, fuente de angustia. 

Las más de las veces por cómo son interpretados y utilizados esos pasajes para justificar con ellos la tradición, las normas religiosas y los comportamientos morales que, sin más dilema, son inconfundiblemente contrarios a la naturaleza de quienes, como yo, asistimos asustados a una condena eterna. Durante muchos años en absoluto silencio.

Con otros relatos, quizá menos dramáticos, simplemente porque hemos sido educadas y orientados en el convencimiento de que nuestra identidad sexual nos hace pecadores, y cualquier juicio de Dios será adverso a nuestro deseo de entrar en el Reino al final de nuestras vidas.


Esto de que la Palabra de Dios cause tristeza y pesadumbre parece un contrasentido, pero no es en nada un absurdo para las mujeres y hombres LGBTIQ+. Los párrafos de antes, comencé escribiéndolos en pasado, pero después recordé que en el presente, y con lamentable frecuencia, las personas LGBTIQ+ tenemos que justificarnos para continuar siendo catequistas, partícipes de una comunidad de fe, sacerdotes o religiosas... Debemos demostrar que somos tan legítimas y tan válidos como si fuésemos heterosexuales. Acreditar ante los hombres lo que ante Dios no es necesario probar. Salir a la luz, pero a hombres y mujeres LGBTIQ+ nos dirigen focos más intensos.


Este pasaje de Juan es uno de esos textos. De los menos dramáticos. De los sutiles. A primera vista esperanzador. De hecho, cuando ahora lo llevo a la oración no encuentro más que razones para la esperanza en un Dios bueno que hace todo lo posible por que hombres y mujeres vivan en la luz. 

Sin embargo, mi experiencia anterior, en el armario, era totalmente la contraria, de abatimiento y desánimo. Para mí, todo este texto quedaba sometido a una frase, casi al final: Quien obra mal detesta la luz y no se acerca a la luz, para que no delate sus acciones.  

Me atrevo a decir que no somos pocas las personas LGBTIQ+ que nos parábamos, bloquedas, ante este versículo.


Es verdad: durante buena parte de nuestra historia de vida rehuimos la luz. Primero apagamos las lámparas que iluminaban esa parte de nuestras vidas que no era bien aceptada. Después, nos evadimos de Dios poco a poco, contaminados por ese enredo impuesto que confunde religión y Dios y que termina por difuminar al Padre entre tantas condiciones para sentirlo cerca.


Temía que a plena luz se me notara la pluma o una mirada o cualquier cosa que me delatara. Y a la vez, comencé a rendirme a la evidencia de que por mi naturaleza era inevitable obrar mal, y no me quedaba más salida que detestar la luz de Dios, porque me daba miedo que mi conducta quedara al descubierto. Durante toda mi vida me habían enseñado que las personas como yo actuaban mal a los ojos de Dios. ¿Cómo creer lo contrario?


Afortunadamente llegó un momento en el que fui consciente de que era imposible que Dios fracasase tan escandalosamente conmigo. No me creía que el Padre me desestimase como alguien perfecto, fruto de su creación, solo porque no sentía ni amaba como lo hacía la mayoría. Me enfadé mucho con ese Dios que me ponía obstáculos, que me castigaba a renegar de mí mismo. Es terrible padecer a un Dios juez durante toda la vida, permanentemente censurando mis sentimientos, mi sensibilidad, mi afectividad.


Pero la fe me salvó. La fe del que discute con Dios porque sabe que algo fallaba en ese argumento de los maestros de la Ley. Y esa fe del cabezota me salvó. Supongo que como al leproso extranjero, como a la mujer de mala fama que en casa de Simón se afanó en lavar los pies al Señor, como a la hemorroisa, como al ciego de Jericó,…


La fe me salvó. Ese hilo de fe que no terminó de romperse, que cobijaba al Padre paciente que me cuidó y se ocupó de calmar la sed durante tanto desierto, que me llevó en brazos delicadamente para que ni siquiera lo percibiera, y me recibió en casa celebrando una fiesta por mi vuelta.


Ese es el Dios que me sedujo, el que se manifiesta en Jesús, el que es luz y encendió mi luz, animándome a arder en ella y a abrasar por donde paso. El que se empeñó en convencerme de que en mí no había nada malo, nada escandaloso.


Este es el Padre que a los creyentes LGBTIQ+ recupera para sí, quien nos empuja a actuar desde la verdad y en la luz nos espolea a anunciar a otras gentes que Dios salva, Dios ama, Dios no condena a nadie que crea en Él.



Como Moisés en el desierto levantó la serpiente, así ha de ser levantado este Hombre,  para que quien crea en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca, sino tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él. El que cree en él no es juzgado; el que no cree ya está juzgado, por no creer en el Hijo único de Dios. El juicio versa sobre esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz. Y es que sus acciones eran malas. Quien obra mal detesta la luz y no se acerca a la luz, para que no delate sus acciones. En cambio, quien procede lealmente se acerca a la luz para que se manifieste que procede movido por Dios. 

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