Sobre Juan 20, 19-31
Siempre me he sentido mucho más identificado con los personajes “débiles” de la Biblia que con los que demuestran fortaleza y fidelidad. En especial con los que en algún momento hacen palpable su incredulidad ante lo que Dios va planteándoles. Por eso en diferentes etapas de mi vida he sido Jonás huyendo de Dios para no cumplir su encargo, Abrahám escéptico ante la promesa de descendencia, Job enojado culpando a Dios de sus desdichas, Pedro negando hasta tres veces a Jesús, o Tomás recelando de que el Maestro hubiera resucitado.
En el armario no se puede aspirar a la santidad sin pasar antes por lo que se parece mucho a la mediocridad, y en esa experiencia es fácil coincidir con todos estos protagonistas del Antiguo y del Nuevo Testamento que no terminaron de confiar ciegamente en Dios y se rindieron ante su evidente falta de fe.
Por eso mi afinidad con todos los que dudaron o no fueron capaces de reconocer al Creador. Yo era uno con todos, me eran asequibles, alcanzables en su palpable humanidad. Vivía con exagerada pasión sus debilidades porque eran las mías, excusándome en ellos y justificando igualmente mis miedos en cada uno de esos personajes. Indudablemente y sin darme cuenta, iba empapándome de sus admirables experiencias de Dios, aunque en ese tiempo de armario no fuese capaz de ver más allá de sus flaquezas.
Salir del armario significó muchas cosas. Una de ellas fue la capacidad de dimensionar multitud de sucesos de mi vida, otorgándoles un sentido positivo y por eso trascendente. Fue como pasar a color fragmentos de una historia en blanco y negro. Así define un amigo homosexual su salida del armario. Me parece una imagen muy certera: poner color a la vida. En clave creyente fue además alojar a Dios allí donde me lo habían arrebatado, es decir, descubrir al Dios de Jesús y apreciar cómo me quiere tal como soy. Soy consciente de que ahora me parece algo obvio, pero entonces fue una emocionante novedad.
En ese proceso de encontrar sentido a mi historia desde una dimensión de fe, los personajes de la Biblia a los que me aferré identificándome con sus debilidades cobraron una importancia vital. Ciertamente también gracias a ellos no perdí la fe en los momentos de mayor duda, cansancio o desesperanza durante los años de armario. Ahora daba un paso más al reconocer de qué forma Dios había hecho de sus particulares desconfianzas hacia Él los cimientos de una fe inquebrantable. A Jonás, a Abrahám, a Job, a Pedro o a Tomás no les tuvo en cuenta nada sino más bien decidió seguir derramando sobre ellos suficientes razones para que se sintiesen dichosos.
Tomás es especial. Su incredulidad no responde tanto a una falta de fe sino a la necesidad de cerciorarse de que es verdad eso que cree. Algo así como cuando escuchamos que llueve pero necesitamos sacar el brazo por la ventana y notar cómo nos mojamos. Solo entonces nos convencemos de que cae la lluvia. A Tomás no le bastaba que sus hermanos le contaran que el Maestro vivía. Necesitaba verlo, sentirlo para confirmar su confianza en que Cristo había resucitado.
De alguna manera mi decisión de salir del armario se movía por los mismos impulsos de Tomás. Necesitaba ver a Jesús para asegurarme de que estaba ahí. Como le pasaba a Tomás, sabía que encontrarme con el Maestro significaría que todo lo anterior tenía sentido, que no iba a ser un fracaso, que el tiempo de desierto había valido la pena.
Sé que Cristo vive porque me permitió ponerme ante su costado y sus manos heridas. Eran como un espejo claro en el que me reflejaba, donde pude ver mis penas, mi amargura, mi cansancio, mi desesperanza, mi aflicción,… mientras sentía cómo me decía que no fuera incrédulo, sino creyente, que estuviera tranquilo porque Él me amaba sin despreciar ni un solo cabello de mi cabeza. Cuando levanté la mirada todo mi dolor había desaparecido y fui capaz de proclamar “¡Señor mío y Dios mío!”.
La historia de Tomás es muy bella porque solo a él le fue permitido ponerse ante el Maestro para que, si hubiese querido, tocase sus heridas. Quienes piensan que Jesús le recrimina sus dudas cuando le dice “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que creen sin haber visto”, están equivocados. Lo sé porque soy uno de tantos que recelamos de que Dios nos ame y, por tanto, dudamos que hubiese resucitado en nosotros. Soy por eso uno de los que Cristo atrae hasta notar su aliento, porque sabe nuestras historias, nuestras luchas, nuestros celos. Sabe que nos vemos en sus heridas y que nuestro “Señor mío y Dios mío” no es sólo una expresión de fe sino nuestra manera de decir que hemos vuelto a casa.
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