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abril 14, 2024

CXXVII DIGNIDAD FINITA


Sobre 
Lucas 24, 35-48


Hace años, cuatro amigos homosexuales creyentes comenzamos a reunirnos para hacer oración en una pequeña y escondida habitación que nos prestaron. Como estaba en un edificio de un colegio religioso, pidieron total discreción. No hacía falta el ruego, pues los cuatro teníamos suficientes razones para ser discretos hasta el extremo. Aún estábamos más dentro que fuera del armario. Además algunos éramos catequistas y seguro que si se descubría nuestro secreto lloverían los problemas.

Al poco de iniciar nuestro camino, comenzó a discutirse en el Parlamento la Ley que permitiría el matrimonio entre personas del mismo sexo y la adopción por parte de parejas LGBTIQ+. 
La Iglesia organizaba grandes manifestaciones multitudinarias contra esa Ley. Algunos cardenales y obispos fueron especialmente crueles en sus homilías de aquellos meses, con comentarios que causaron dolor y rabia entre las personas LGBTIQ+ creyentes, como nosotros. Se multiplicaron por mil los expedientes de apostasía. Un obispo español dijo que los homosexuales no éramos auténticos hijos de Dios...

En mitad de ese caldeado ambiente nos reuníamos temerosos, irritados, enojados, asustados y, desorientados, orábamos por ver qué nos decía Dios de todo esto, temiendo que la situación apagara finalmente nuestra fe y encendiera nuestro rencor, acrecentando nuestra identidad de víctimas y, en consecuencia, hiciéramos caso a nuestro instinto de supervivencia abandonando todo, como ya alguna vez hablamos en esa apartada habitación.

La lectura de Lucas me recuerda toda esa historia: Creyentes en Jesús, asustados y poco menos que ocultos en un cuarto. Salvando las distancias, nosotros también éramos como esos apóstoles que tantas vicisitudes tuvieron que soportar para mantener viva su fe. Nosotros, como ellos, estábamos en una habitación muertos de miedo ante la que se estaba formando, sin saber muy bien si debíamos hacer algo u optar por desentendernos y vivir nuestras vidas al margen de Jesús. Los apóstoles, como nosotros, estaban esperando una señal que les animara a anunciar la Buena Noticia. Aun hoy siguen dándose las condiciones para encerrarnos empujadas y empujados por los maestros de la Ley, que nos conminan a cumplir a rajatabla los mandamientos, pero nos prohiben recibir ciertos sacramentos.

No se nos presentó Jesús a cenar, ni nos enseñó sus heridas para que creyéramos. Pero puso en nuestro particular camino de Emaús a personas que nos mostraron por dónde ir, y nos dio instrumentos para curar el rencor y el victimismo, las dos mayores tentaciones de cualquier persona cristiana LGBTIQ+.

Con nosotros Jesús se quedó. Nos dijo que, si estábamos convencidos de lo que Él significaba en nuestras vidas, debíamos contarlo. Y eso hacemos: compartir nuestra historia, contagiar nuestra experiencia. Ser testigos.

Y también, por la misma razón, somos voz que pide justicia. En estos tiempos se nos habla de dignidad, proponiéndonos cumplir la Ley para que se nos reconozca a Cristo vivo en nuestras historias de salvación. Me pregunto quién puede arrogarse la autoridad de certificar la autenticidad de que es el Padre quien me bendice siendo homosexual, lesbiana, bisexual o transexual, y no una imaginación o un sueño, o un invento de mi mente. La humanidad de Dios se diluye en la norma, en la tradición, y en numerosos argumentos teológicos, bíblicos y hermenéuticos que arrasan con la novedad que ofrece Jesucristo en nuestras vidas, especialmente de las más vulnerables, las de nuestras hermanas y hermanos transexuales, para quienes ciertamente la dignidad que se les ofrece es del todo finita.

Con todo, somos testigos de salvación. Mujeres y hombres LGBTIQ+ que se saben hijas e hijos queridos por Dios. Y estamos decididos a anunciarlo, a transmitirlo, a contarlo, por encima de las incertidumbres, de las dificultades, de los obstáculos que se nos presenten, alejados del victimismo, ausentes de rencor, bendecidos por el Padre. 



Ellos por su parte contaron lo que les había sucedido en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Estaban hablando de esto, cuando se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: —La paz esté con vosotros. Espantados y temblando de miedo, pensaban que era un fantasma. Pero él les dijo: —¿Por qué estáis turbados? ¿Por qué se os ocurren tantas dudas? Mirad mis manos y mis pies, que soy el mismo. Tocad y ved, que un fantasma no tiene carne y hueso, como veis que yo tengo. Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Era tal el gozo y el asombro que no acababan de creer. Entonces les dijo: —¿Tenéis aquí algo de comer? Le ofrecieron un trozo de pescado asado. Lo tomó y lo comió en su presencia. Después les dijo: —Esto es lo que os decía cuando todavía estaba con vosotros: que tenía que cumplirse en mí todo lo escrito en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos. Entonces les abrió la inteligencia para que comprendieran la Escritura. Y añadió: —Así está escrito: que el Mesías tenía que padecer y resucitar de la muerte al tercer día; que en su nombre se predicaría penitencia y perdón de pecados a todas las naciones, empezando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de ello.

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