Sobre Lucas 1, 26-38
Dicen que las personas LGBTIQ+, especialmente los chicos, mantenemos una relación singular con nuestras madres. No puedo concretarlo en nada pero es verdad que, desde siempre, mi madre y yo nos servimos de un código de comunicación no verbal, según el cual ella sabía perfectamente lo que me pasaba en cada momento. No supe valerme de esa suerte de confianza que me ofreció a la hora de compartir con ella cómo me sentía, mientras que mi madre mostró siempre un respeto casi sagrado a mis silencios. Incluso en los momentos complicados, ella supo estar a mi lado ofreciéndose a todo, también ante mi terca reserva. Estoy seguro de que ni mi padre ni mis hermanos sospecharon nada de lo que me sucedía, gracias a la prudencia de mi madre.
Con todo, desde que puedo acordarme siempre tuve la certeza de que ella sabía que yo era gay. Nunca me atreví a preguntárselo. De hecho jamás mantuvimos una conversación sobre el tema, ni siquiera a mis dieciséis años, cuando perdí el rumbo e intenté marcharme para el otro barrio. Nunca charlamos, probablemente más a causa de mis temores que por otra razón. Seguro que ella estaba deseando hablarlo. Y ahora me arrepiento de no haberlo hecho.
Cuando salí del armario ya era tarde.
Fui su primer hijo. Imagino que sentirme en su vientre supuso para ella una gran ilusión, además de crearle incertidumbres, miedos, temores. Pero por encima de cualquier otra cosa, estoy convencido de que cada vez que me movía y me sentía vivo, su felicidad compensaba todo lo demás.
Estoy seguro de que, igual que le sucedió a María cuando visitó a Isabel, mi madre estaría deseando compartir la noticia de su primer embarazo. Claro que yo no iba a ser ningún Mesías, pero para mi madre era su primer hijo, y una buena nueva que deseaba contar a todo el mundo. No había nada más grande que comunicar y celebrar. Para ella, bendito era su vientre.
Mi madre —junto a mi padre— me educó en la fe cristiana. No fue especialmente insistente para que cumpliera los preceptos, sino más bien supo despertar mi fe en la misma medida que me ofrecía la libertad de elegir. Estudié con los claretianos, y en ellos encontré un estilo evangelizador basado en que Dios era padre por encima de todo. Y algo más, que marcó mi fe sin duda alguna: María.
Cuando mi identidad sexual fue evidente para mí, surgieron los encontronazos con la doctrina, la Iglesia, la religión, y aparecieron las grandes crisis de fe. La única que permaneció inalterable y a quien nunca renuncié fue María. Había muchas cosas que me atraían de ella, pero lo que más me emocionaba era su confianza en la voluntad de Dios.
En mis oraciones de adolescente, de joven, habitualmente rogaba al Padre que me hiciera "normal", porque ser homosexual me producía mucho sufrimiento. No precisamente por serlo sino por el rechazo y la exclusión que percibía y que, si no experimenté directamente en propia carne hasta entonces, fue gracias a mi eficaz armario, desde el que aparentaba con éxito ser quien no era.
Aprendí a terminar mi oración con una breve frase: hágase tu voluntad.
No creo que nunca consiga alcanzar a confiar como lo hizo María, tan segura de que Dios siempre estaría ahí. Pero esta corta frase, que la misma madre de Jesús pronunció ante el ángel Gabriel, me hace estar tranquilo, dejándome hacer por Dios, descansando en el Padre, con la certeza de que todo lo que va sucediendo en mi historia tiene un sentido desde Él.
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