Sobre Lucas 18, 1-8
Lo que comienza siendo una explicación sobre cómo se debe orar sin desánimo, se transforma en una denuncia de la injusticia y un ejemplo de fe a partir de esta parábola en la que —paradójicamente— Dios es comparado con un juez sin escrúpulos ante quien una pobre viuda —las viudas seguramente eran uno de los grupos sociales más desfavorecidos en Israel— no se cansa de pedir justicia hasta que el juez, harto de su terquedad y temiendo consecuencias, determina resolver a favor de la viuda y a otra cosa, mariposa.
Como siempre que Jesús se vale de parábolas, busca una rápida comprensión del mensaje que quiere dar. Y desde luego que lo consigue, gracias a la comparación positiva entre el comportamiento reprensible del juez y el proceder siempre bondadoso de Dios-Abbá. Escoge a una viuda como protagonista, infatigable en su demanda de justicia ante el juez que no hace ni caso a sus peticiones.
¿Y qué tiene que ver esa viuda conmigo?
Muchas veces he contado que desde pequeño —nueve, diez años quizá— y hasta bien entrada la edad adulta, pedía insistentemente a Dios que me hiciera «normal», porque lo «normal», tanto lo que observaba en cuanto a comportamientos y afectos en las personas cercanas, como lo que me iban diciendo e inculcando mis educadores, parecía ser todo lo contrario a lo que yo era. Y lo que yo era es justamente lo que mi abuelo Antonio —que por otra parte era excepcionalmente bueno, pero hijo de su tiempo— calificaba de maricón, bujarra, sarasa y alguna cosa más por el estilo.
Si mi abuelo, a quien veneraba, opinaba que los maricones debían estar en el infierno, es porque algo de razón había en ello —pensaba yo, que tenía a mi abuelo por una persona sabia y sensata. Así que, tal como contaba, me dirigía a Dios pidiéndole que me hiciese como los demás chicos que conocía, es decir, «normal». También había un componente preventivo que hacía urgente el milagro, porque tenía en clase un compañero al que su visible «anormalidad» le hacía blanco de comentarios, bromas y golpes. No quería que me ocurriese como a él, y de momento me salvaba porque creo que no era tan amanerado como para convertirme en sospechoso de ser otro mariquita merecedor de las burlas y menosprecios de nadie.
Esa viuda insistente de la parábola era yo. Siento mías las frustraciones de esa mujer ante el juez, porque durante años y años y años tampoco recibí aparente justicia por parte de Dios. El silencio administrativo era la única respuesta. Seguí sintiendo diferente, amando diferente. Dios callaba. No solo no se hizo el milagro por el que de repente me convirtiese en heterosexual practicante, sino que no percibía ningún signo que diese sentido desde la fe, desde Él, a mi identidad homosexual, cada vez más patente.
Porque evidentemente fui aceptándome tal como soy. Todos mis problemas y dificultades para reconocerme estaban cimentados en la fe y en la educación que había recibido como cristiano. Por eso a partir de cierta etapa de mi vida, una vez superada la adolescencia y primera juventud, poco a poco aprendí a salvar mi corazón y mi cabeza, dejando para más adelante el alma. Eso me liberó como persona definitivamente.
Aun así, pese a todo, seguí pidiendo a Dios como esa viuda pesada e infatigable pedía justicia al juez. Ya no tanto que me hiciese «normal», sino que me devolviese el sentimiento de saberme hijo querido suyo, que me demostrara que me amaba como al resto de hombres y mujeres, que me hiciese ver que quienes en su nombre basaban su desprecio y exclusión estaban equivocados.
Nunca perdí la fe. En el fondo de mí siempre estuvo el presentimiento de que Dios estaba conmigo, como la viuda supo siempre que su demanda era justa. Pero ella necesitaba que el juez hiciese efectiva justicia y yo precisaba que Dios me dijese que era normal desde el principio, desde el vientre de mi madre.
No perdí la fe. Puede que perdiera la esperanza en algún momento de mi vida pero no la fe, que manifestaba cada día pidiendo a Dios con tenacidad algo que de por sí ya tenía concedido, pero que no fui capaz de interpretar hasta que no aprendí a ver a Dios en cada detalle que conformaba lo que yo era, incluyendo mi afectividad y mi sexualidad.
La fe de las personas LGBTIQ+ cristianas es inalterable, indestructible. Si logramos superar la desesperanza que nos produce todo aquello que intenta separarnos del amor de Dios —fanatismos religiosos, doctrinas desleales, comportamientos inmisericordes, creencias intransigentes—, es gracias a la fe. Cuando comprendemos que nuestra «anormalidad» está inducida por las personas y en ningún caso es obra de Dios, quien nos hizo a su imagen y semejanza por lo que somos obra perfecta suya, entonces nuestra fe encuentra respuesta.
¿Cómo no iba a hacer justicia Dios con sus elegidos?
El relato de Lucas termina con una pregunta muy directa de Jesús: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará todavía fe en la tierra?»
No estoy seguro de que mi fe sea tan fuerte como la que espera Jesús de mí, pero tengo la certeza de que no puede ser más fiel si la medimos en términos de constancia y confianza. Desde que era un niño no he cesado de pedirle y todo, de una forma u otra, más tarde o más temprano, me lo ha ido dando en la medida que era bueno para mí y desde mí para los demás.
La pregunta de Jesús se refiere a la viuda, como ejemplo de perseverancia y también de testimonio en la esperanza de que incluso lo que parece imposible puede conseguirse. La viuda y yo —y conmigo probablemente muchas personas LGBTIQ+ cristianas— tenemos en común una larga experiencia de soledad y también una gran necesidad de que se haga justicia. Ambas cosas fundamentan nuestra confianza en quien puede darnos lo que ansiamos. Y así es como se sostiene nuestra fe, la de la viuda de la parábola, la mía sin duda. La tuya también.
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