Sobre Lucas 6, 27-38
Estas palabras de Jesús en el evangelio de Lucas son para mí de las más bellas y radicales de todas las que podamos encontrar en las Escrituras. Desde esta premisa, reconozco que es también el texto que más está agitando, transformando y conmoviendo mi corazón a lo largo de estos últimos tiempos. Con esta lectura de Lucas mi confianza en Dios evolucionó de la nada al todo, desde la desolación hasta el fiarme y por eso darme, con mis fallos y mis dones pero al fin y al cabo darme sin dejar nada en el armario del resentimiento.
Lucas recoge la voz firme de Jesús en unas frases contundentes. Hacer las cosas sin esperar nada a cambio no es precisamente la filosofía imperante en las sociedades humanas. Y aún menos amar a los enemigos, no juzgar, no condenar, perdonar, orar por los que nos calumnian… Jesús dice que así hemos de comportarnos si queremos que Dios tenga en cuenta nuestras vidas.
Cuando era adolescente estaba terriblemente confundido y asustado porque empecé a comprender que mi identidad sexual -inevitablemente- no se correspondía a lo que la gente, las personas cercanas a mí, esperaban. De un lado, era incapaz de expresar lo que sentía, atemorizado por cómo veía que se comportaban con las personas LGBTIQ+, estigmatizándolas sin piedad incluso en contextos familiares. Por otro, andaba inquieto por las consecuencias de ser un homosexual que sería condenado al final de mi vida según lo afirmaba la educación religiosa que recibía.
El primer recuerdo nítido de haberme parado a pensar en este pasaje de Lucas es de cuando tenia quince años. El día de mi cumpleaños fui a confesarme. Busqué una iglesia donde no me conocieran. Normalmente lo hacía con un sacerdote del colegio que siempre me había parecido una persona amigable y cercana, pero a quien nunca me había atrevido a contarle nada sobre mi identidad sexual. Esa vez sentí la necesidad de hablar con alguien y expresarle mis dudas, mis temores y mi angustia. Se me ocurrió, pues, buscar un cura desconocido para quien yo fuera totalmente anónimo. Sin embargo, a cambio de confiarme a él recibí una fiera arenga sobre el grave pecado que llevaba en mi alma, y las terribles consecuencias que resultarían de perseverar en mi vergonzoso instinto. Creo que esas fueron sus palabras porque se me quedaron grabadas, entre otras igual de dolorosas. Triste y defraudado, me senté en un banco un buen rato, hasta que empezó la misa. Quien celebraba era el mismo que me confesó. Al llegar al Evangelio leyó el texto de Lucas 6 sin ser consciente de que cada frase de Jesús que pronunciaba era totalmente contraria a los argumentos que me había dicho poco antes en el confesionario. Esa persona, al menos conmigo no había sido capaz de llevar a la práctica las palabras de Jesús y había dado mucha más importancia a la doctrina y a la tradición que a un pobre chaval pidiendo auxilio y consuelo en vez de condenarme para después concederme un perdón mecánico y una receta para “curar la homosexualidad”.
La mayoría de las personas lgtbi que se acercan a este pasaje de Lucas por primera vez, lo hacemos con un profundo sentimiento de víctimas porque acarreamos una larga experiencia de afrentas. Sentimos e incluso vivimos como enemigos impuestos, a quienes muy poca gente ama; nos maldicen y calumnian; hieren nuestras mejillas, nos quitan el manto y somos permanentemente juzgados. Esa es nuestra realidad, un presente que vivimos en la mayor parte de los casos sin poder expresarnos con entera libertad.
Y el dolor que sentimos, el miedo, la soledad, la tristeza que vive bajo nuestra aparente normalidad de heterosexuales homologados, va acrecentando ese sentimiento de víctimas, a la vez que bloquea cualquier posible suposición de que también existe la posibilidad de convertirnos en sujetos activos y actuar con la misericordia que, quizá, no recibimos de otros.
A esto me refería cuando afirmaba que este texto de Lucas ha evolucionado en mí con el tiempo, con la experiencia, hasta lograr conmoverme y agitar mi corazón porque de ningún modo las mujeres y hombres lgtbi somos ajenos a la reacción que suscita cada frase de Jesús.
Más bien lo contrario. Las personas lgtbi cristianas hemos desarrollado una capacidad enorme para comprender y asumir todo tipo de situaciones. La experiencia de no sentirnos aceptados ha acrecentado nuestra capacidad de esperar hasta que las percepciones personales cambien y la aceptación sea una realidad. Esto es, esperar en la esperanza de que cambien los corazones, dando oportunidad a la misericordia de arraigar en el alma de todas las mujeres y hombres.
Creo que la novedad no está, sin embargo, en esperar que esta palabra de Jesús se cumpla en nosotros como sujetos pasivos. Lo subversivo y radical es que las personas lgtbi comencemos a comportarnos con la misericordia que Jesús nos ruega. Somos nosotras y nosotros quienes debemos amar a nuestros enemigos y hacer el bien a quien nos odia, bendecir a los que nos maldicen y orar por quienes nos calumnian.
Cuando nos hieran la mejilla, ofrecer la otra, y a quien nos quite el manto démosle también la túnica. Demos a quien nos pida y a quien nos quita lo nuestro no se lo reclamemos.
Tratemos a los demás como queremos que nos traten. Seamos misericordiosos como nuestro Padre es misericordioso. No juzguemos y Dios no nos juzgará. No condenemos y Dios no nos condenará. Demos y Dios nos dará.
Estas actitudes, por otra parte profundamente cristianas, desarman todo argumento donde subyace la exclusión, la marginación y cualquier actitud homófoba. Cuando hemos actuado así, hemos podido desmontar prejuicios y trasladar a un plano anecdótico la tradición y la doctrina que han empobrecido el mensaje autentico del Evangelio durante siglos. Hemos conmovido corazones.
Y en sentido recíproco, percibimos que Dios ya no sólo nos ama inmensamente como personas LGBTIQ+, sino también porque actuamos conforme a su voluntad, dando amor porque de Él recibimos amor.
Personalmente durante demasiado tiempo me he sentido bloqueado para darme, porque el rencor, el resentimiento y la actitud victimista han secuestrado mi capacidad de perdonar. Y sin querer, eso afectaba a mi relación con Dios porque no era fiel a su Palabra. Es muy difícil orar por los que me calumnian, por ejemplo. Como homosexual, lamentablemente estoy expuesto a todos esos riesgos: que me odien, que me excluyan, que me calumnien, que me hieran, que roben mi dignidad, que sean inmisericordes conmigo, o que me condenen o señalen. Todo eso pueden hacerme por ser diferente. Pero si yo no reacciono con amor y comprensión, con misericordia aún sin renunciar a la denuncia profética, entonces seré como ellos. Porque con la medida con que mida, Dios me medirá a mí.
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