Sobre Lucas 17, 11-9
Confieso que la lectura de hoy me encanta, porque no es solo el relato de una curación. Lucas nos cuenta unos instantes en la vida de una persona agradecida. Creo que en este texto el protagonista no es Jesús sino el hombre que, antes de ir a los sacerdotes a informarles de que estaba curado de la lepra y limpio, regresa al Maestro para darle las gracias, mientras sus nueve compañeros ni tan siquiera giraron la cabeza.
No he sufrido hasta hoy largas ni graves enfermedades. Mis lepras no fueron somáticas, pero de alguna forma me hicieron sentir igualmente sucio y despreciado. No quiero aparecer como una víctima de nada, pero objetivamente es así.
De pequeño provocaron que me sintiese un enfermo, porque los homosexuales lo éramos. Además con el terrible añadido de que Dios acogía amorosamente a los muertos de malaria o de cólera, pero a los homosexuales —incluso si morían de viejitos— los mandaba a las tinieblas. Por eso a los dieciséis años creí que lo mejor sería marcharme en silencio. Total —pensaba— los suicidas van al mismo infierno que los maricones.
Esta lepra se llamaba miedo al desprecio, terror al desamor. Desconfianza. Soledad.
Mi amigo Álvaro murió con 29 años —los mismos que yo— justo cuando los fanáticos religiosos decían que el sida era un castigo de Dios contra los homosexuales. La lepra no es el sida sino todo lo que hace que tengas que acudir casi a escondidas y avergonzado a hacerte las pruebas, porque corre como la pólvora la noticia de que te vieron entrar al consultorio donde van todos los sarasas a comprobar si tienen la peste gay.
He narrado solo dos capítulos de mi vida, muy resumidos, sin demasiados detalles y sin ser tampoco los únicos que me han marcado de entre todas las historias de particulares lepras. Estos dos y los demás tienen en común la sensación de suciedad, de mancha y de culpa que ha sido el hilo conductor desde que tengo uso de razón, sólo porque soy homosexual y cristiano; porque sin el componente de la fe la mayor parte de los dilemas, preocupaciones y dificultades no habrían tenido lugar.
Por último otro acontecimiento más: El momento personal en el que decido ir al encuentro del Señor es justo cuando no puedo soportar seguir viviendo estas lepras y descubro la necesidad de librarme de ellas. Puedo llamarlas con diferentes nombres —miedo, desconfianza, temor— pero en el fondo es tanto el deseo de congraciarme conmigo mismo, como el valorarme definitivamente y discernir si opto o no por rendirme a que Dios se incorpore a mi vida y la agite, lo que me empuja a adentrarme en el desierto, buscando escuchar la voz de Jesús para postrarme ante Él y dejar que cure todas mis heridas.
De pequeño solía jugar con las niñas, al menos así lo recuerdo hasta los nueve o diez años. A partir de esa edad comprendí que era conveniente aparentar la masculinidad esperada y cambié los hábitos. Jugaba con ellas no solo porque sus juegos me parecían más agradables que chutar un balón, sino porque —parecerá una tontería— admiraba en las chicas la normalidad con la que expresaban afectos y sentimientos con sus madres, frente a la aspereza de los chicos, incapaces de buscar una caricia o un beso aunque ellas se acercaran a sus hijos.
Una vez en uno de los juegos brutos de los niños, persiguieron en bicicleta a las niñas. Tres cayeron al suelo y se hirieron. Era un día de campo y los accidentados —una chica y dos chicos— corrieron llorando a una de las madres para que les curara los arañazos. Cuando lo hizo, les dijo que volvieran a los juegos y se marcharon hacia donde estábamos. A mitad de camino la niña se volvió y fue corriendo hacia la mujer a darle un beso. Me gustó ese gesto tanto que lo recuerdo hasta hoy. Me habría dado vergüenza hacer eso delante de los demás chicos, por más que lo hubiese deseado. Comportarse así era ser un marica, como llorar era de niñas o rendirse de nenazas.
Me produce mucha paz comprobar que ante Jesús siempre he procurado ser un marica. Reconozco haber salido a su encuentro muchas veces para pedirle que curase mi lepra (que puede ser el miedo, o se trata de desesperanza, de resentimiento, de desafecto o de ganas de tirar la toalla). Le grito para que me oiga y, cuando lo hace, me envía a los sacerdotes. Pero yendo en camino siempre sale “mi yo marica” y regreso para postrarme a los pies de Jesús a darle las gracias.
La fe sin agradecimiento profundo a Dios es solo religión. Muchas veces he contado cómo uno de los descubrimientos más felices de mi vida fue aprender a escuchar y encontrar a Dios, que en ocasiones está en el trueno, pero también en la brisa suave e incluso en el silencio. Por eso Dios para mí no es algo inmaterial ni etéreo, sino absolutamente tangible, a quien puedo pedir pan y no me dará una piedra, a quien puedo pedir un pez y no me dará una serpiente. A quien puedo dar gracias por cuanto me concede.
Pedir es gratis. Agradecer parece que cuesta y tiene un precio. No comprendo a la gente que pide tanto y no es capaz de dar gracias. Continuamente agradezco a Dios todo lo que me ha regalado. No tiene sentido ni un solo instante de mi vida si no es desde el agradecimiento. No puedo ir a los sacerdotes del templo para celebrar los ritos religiosos si no soy capaz de volver a Jesús para arrodillarme a sus pies y darle gracias, en un gesto marica que otros leprosos no atienden. Porque cada vez que lo hago Jesús me dice: “Vete, tu fe te ha salvado”.
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