Sobre Lucas 10, 1-9
Durante mucho tiempo este pasaje de los Evangelios me pareció desconcertante. Por una parte no podía imaginar que fuese dirigido a mí ni a nadie como yo. Más bien me sentía indigno de estar entre los enviados a ningún sitio en nombre del Señor. Ni tan siquiera en los años en los que fui catequista, y mis labios pronunciaban la Palabra y la interpretaban con fidelidad para que los jóvenes comprendiesen qué quería el Señor de ellos –y a veces lo comprendiesen mejor de lo que yo mismo lo hacía. Ni siquiera entonces concebía que pudiese estar llamado a algo más que a ser un figurante discreto, precavido y celoso de que nadie supiese qué sentía y vivía en mi interior.
Por otro lado soñaba con que esta Palabra de Jesús me incorporara al anuncio en igualdad de condiciones que el resto de las personas. Por supuesto, en mi corazón me sentía parte de los obreros que estaban llamados a trabajar en la mies. Pero al mismo tiempo continuos mensajes me hacían pensar que si estaba en la nómina de quienes trabajaban el campo era solamente porque no me conocían a mí, sino al papel de heterosexual que interpretaba. Era un gran actor, como casi todas las personas LGBTIQ+ lo han sido en algún momento de sus vidas. Por eso, tal y como he contado alguna vez, un día dejé la mies. De repente me sentí un farsante. Me pillé haciendo trampas, afirmando todo lo que ya no sentía. Es una extraña sensación de miedo y fracaso, de llegar al límite, de enojo y hastío, de querer romper con una larga historia de temor y dolor, de llorar mucho y llorar a solas, y todo ello te empuja a dar el salto al vacío. Quería ser yo y por un momento pensé que dejar a Dios a un lado podría ser la solución. Al fin y al cabo la mies es mucha, los obreros pocos, pero en todo caso los dueños del campo no iban a dejar que alguien como yo trabajase en la cosecha una vez saliera del armario.
Cuando Lucas habla de los setenta y dos que son enviados, se está refiriendo a la totalidad de la humanidad. Es conocido el valor simbólico del número siete y según esto, Jesús llama a todas las naciones de la Tierra a la misión, a cada una de las mujeres y a cada uno de los hombres que la habitamos. ¿Cómo hacer excepciones?
Cuando me fui y me adentré en el desierto no era consciente de que esas excepciones no las estaba haciendo Dios, ni tan siquiera –ahora lo sé– las hacían los hermanos más intransigentes de la Iglesia, ni su doctrina ni su catecismo. Yo era quien me excluía, quien me quitaba de en medio y asumía sin más que no era digno de entrar en la casa del Padre. De hecho inicié una tensa relación con Dios, plagada de reproches y exigencias. Cerré mi corazón y ninguno de mis sentidos fue capaz de reconocer a quienes el Señor enviaba para recuperarme. Rechazaba su paz, incapaz de interiorizarla. No les ofrecí de comer ni les di alojamiento, ciego ante su intención de convocarme al hogar cálido de Jesús.
Muchas personas LGBTIQ+ cristianas salimos del armario cargadas de rencor y resentimiento, e invariablemente aliviamos nuestra furia disparando contra la Iglesia y también contra el propio Dios. Rechazamos el necesario acompañamiento porque nos empoderamos al estrenar una visibilidad que no sabemos encauzar de forma realmente positiva cuando la arrogamos de derechos y olvidamos los deberes. Destruimos el armario al mismo tiempo que elevamos la muralla del victimismo. Confieso que todo eso me sucedió y fue porque dejé a Dios fuera de mi vida y sólo trataba con Él para reprocharle el miedo y el dolor que había experimentado a lo largo de mi historia.
Creo que muchas personas LGBTIQ+ cristianas se quedan en este punto preciso de relación con Dios, porque no logran superar el aborrecimiento a la Iglesia y por ende la indiferencia ante la persona de Jesús, pero también porque los obreros que trabajan en la mies no siempre son tal como Jesús pretendía, no siempre desean y ofrecen la paz y no son capaces de ofrecer un diálogo en el que la generosidad del Evangelio provoque una conversión de los corazones, curando las heridas hasta que estén completamente sanadas.
Quienes hemos tenido la gracia de conocer a alguno de los setenta y dos enviados, y que además supiera ser tan paciente y misericordioso como el Padre del hijo menor, gozamos ahora de suficientes recursos para dar la paz y construir Iglesia desde la gratuidad. Gratuidad que solo podemos ofrecer quienes anteriormente luchamos por mantener viva nuestra fe, incluso hasta cuando la perdimos.
Hace años este texto del Evangelio me perturbaba pero hoy me hace sentir parte de la misión. Pertenezco a una Realidad singular, formada por quienes estamos en una de las fronteras más controvertidas de la Iglesia. El Colectivo LGBTIQ+ es tierra de misión, y necesitamos —rogamos— que el Señor envíe obreros a esta mies, pero obreros leales al Evangelio, generosos, misericordiosos. Que vengan sin bolsa, ni alforja, ni sandalias, que porten la paz, que sepan compartir, que sepan escuchar, que sepan sanar. Porque esta frontera es también tierra de acogida, donde acuden heridos quienes perdieron la esperanza pero la recuerdan, y están ansiosos por escuchar la voz del Pastor llamándoles por su nombre. Bien hacen los obreros de esta mies en entrar descalzos, porque este es lugar sagrado en el que Dios ha puesto sus ojos.
Cada vez más, nuestras historias hablan de una experiencia especial, sorprendente, misteriosa y única con el Padre. Por eso somos igualmente sujeto de misión, y no tanto objeto de misión. Las personas cristianas LGBTIQ+ hemos sido el hombre herido pero estamos llamados a ser el buen samaritano. Dando el ciento por uno. Ofreciendo bien por mal. Olvidando ofensas. Perdonando. En eso conocerán que realmente somos hijas e hijos de Dios.
Después de esto designó el Señor a otros setenta [y dos] y los envió por delante, de dos [en dos], a todas las ciudades y lugares adonde pensaba ir. Les decía: —La mies es abundante pero los braceros son pocos. Rogad al amo de la mies que envíe braceros a su mies. Marchad, que yo os envío como ovejas entre lobos. No llevéis bolsa ni alforja ni sandalias. Por el camino no saludéis a nadie. Cuando entréis en una casa, decid primero: Paz a esta casa. Si hay allí gente de paz, descansará sobre ella vuestra paz. De lo contrario, tornará a vosotros. Quedaos en esa casa, comiendo y bebiendo lo que haya; pues el trabajador tiene derecho a su sustento. No paséis de casa en casa. Si entráis en una ciudad y os reciben, comed de lo que os sirvan. Sanad a los enfermos que haya y decidles: Ha llegado a vosotros el reinado de Dios.
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