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agosto 06, 2023

LVIII LAS TENTACIONES

Sobre Lucas 4, 1-13



El concepto de pecado dentro del armario está muy determinado por todo lo relativo a la identidad afectiva, sexual y de género. En otras palabras, de tanto dimensionar el sexto mandamiento, los otros nueve apenas parecen trascendentes. Para muchas personas LGBTIQ+ el hecho de mentir, ser codicioso o no santificar las fiestas por ejemplo, son asuntos insignificantes frente a lo sensual, lo sexual, lo carnal, los pensamientos impuros y demás variantes venéreas que se encargaron en señalarnos que eran donde está concentrada toda la “perversión” que nos hace personas con comportamientos desordenados y por eso personas pecadoras. 


Dentro del armario casi no tenía perspectiva desde la que matizar ese pecado que me presentaban como tal y además terriblemente vergonzoso; no tenía un punto equidistante desde donde poder concluir que, si bien cualquier conducta que se mueve por egoísmo es mala, también es verdad que es imposible luchar contra la naturaleza que marca la identidad afectiva, sexual o de género; que desde luego, actuar tal y como Dios me ha amasado no constituye ningún acto egoísta, sino más bien significa ser fiel a la voluntad de Dios que me ha creado homosexual, y no por eso peor persona. 

Pero llegué a esa conclusión justo al final, cuando ya estaba cargado de culpabilidad y hastiado de no poder evitar pecar (según me educaron) al comportarme según mi naturaleza. Tan abrumado como para irme de casa del Padre dando un portazo, como hacen muchas otras personas LGBTIQ+ atosigadas por tanta carga insoportable (y difícil de llevar, diría Jesús). 


Por cada pecado hay una tentación. Antes de salir del armario mis pecados eran vulgares –si pueden llamarse así a las faltas comunes a cualquiera— y esos apenas me inquietaban, porque aunque fueran graves era consciente de mi pobreza, de mis fallos, de sus consecuencias y también de qué debía hacer para ser perdonado y no volver a errar. Por el contrario, insisto en que todo lo relacionado con mi afectividad y mi sexualidad me asustaba porque no encontraba cómo evitar la tentación. Más aún en las edades en las que poco se puede pecar realmente en esos menesteres.


Siendo catequista de jóvenes tuve que asistir a una especie de seminario formativo donde me encontré con otros agentes de pastoral, chicas y chicos, de toda España y de diversos movimientos, espiritualidades y carismas. No se trató el tema de la afectividad ni de la sexualidad. Sin embargo, en una de las sobremesas se creó un interesante debate sobre la homosexualidad ante el que yo asistía callado y prudente, haciendo vida en mí el refrán que dice “en boca cerrada no entran moscas”. Es uno de los refranes favoritos de cualquier gay armarizado. Juan Pablo II estaba en lo mejor de su pontificado, así que no esperaba ningún mensaje esperanzador entre lo que pudiera escuchar. Un sacerdote que participaba y estaba especialmente apasionado en la discusión sentenció: —El pecado nefando campa a sus anchas por nuestros centros pastorales. Y los evangelizadores tenemos que hacer lo imposible por evitar las tentaciones a los jóvenes. 

 

Lo del pecado nefando hacía mucho que no lo escuchaba. Es una curiosa forma de llamar abominable, execrable, ignominioso, infame, perverso o vergonzoso al hecho de ser persona LGBTIQ+. Se hizo un silencio y recuerdo que alguien preguntó: —¿Cómo impedir las tentaciones?

Y ahí empezó a hablar sobre un montón de cosas que deberíamos hacer los catequistas y agentes pastorales para impedir que los jóvenes fueran homosexuales o lesbianas, ya que la cultura sobre el asunto en aquellos años apenas imaginaba muchas más siglas. Recuerdo dos cosas que dijo deberíamos contener y una que debíamos fomentar: a reprimir sugirió evitar la desnudez en común en vestuarios y duchas, por ejemplo; y vigilar las compañías y amistades sospechosas. Y a avivar propuso la oración, tanto la del joven como la nuestra al ser sus valedores.


El resto de tentaciones y sus medicinas debieron parecerme muy ridículas y timoratas porque no las recuerdo bien, pero estas sí porque yo me decía a mí mismo que me avergonzaba tanto compartir un vestuario que jamás podría entenderlo como un lugar tentador y, por otro lado, no conocía a nadie que pudiera calificar de mala compañía sino lo contrario en todo caso. De hecho no era consciente de haberme tratado con ningún homosexual en toda la vida. Para cerrar el círculo, mi búsqueda incansable de respuestas me había convertido en una persona que gustaba de la reflexión y la oración. Y aún así, sin duchas comunes ni cuerpos desnudos, sin amistades degeneradas y con mucha oración, yo era inevitablemente homosexual y ese cura ni lo había notado.


Este suceso, que a veces he compartido en oraciones y charlas, me ha hecho recapacitar sobre cuáles fueron las auténticas tentaciones por las que realmente pasé durante mis años de armario y aún después. Las hubo y las hay evidentemente, pero no son muy diferentes a las de cualquier persona heterosexual. Sin embargo, puesto ante Dios en oración sólo me surge una tentación terrible a la que, pese a todo, sí fui capaz de resistirme: la tentación de renegar de mí mismo, de rechazarme e intentar ser algo diferente. Hacer eso hubiera sido contrariar a Dios, ultrajar su obra, rechazar la evidencia de que me había creado como obra perfecta y me amaba como hijo suyo. 


La relación que muchas personas LGBTIQ+ creyentes hemos mantenido con Dios es como mínimo turbulenta y complicada, pero por eso rica en matices y sabores plenos de amor que muy pocas mujeres y hombres pueden haber experimentado como nosotras y nosotros. Seguramente de ahí nace la energía y la fortaleza que nos permite ser nosotros mismos pese a cualquier inconveniente. Incluso ante la tentación de convertir las piedras en pan, recibir el mundo a nuestros pies y sobrevolarlo como vencedores o, lo que es peor, repudiar lo que somos, como somos, como amamos.



En aquel tiempo, Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y, durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo.
Todo aquel tiempo estuvo sin comer, y al final sintió hambre.
Entonces el diablo le dijo: "Si eres Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan." Jesús le contestó: "Está escrito: «No sólo de pan vive el hombre»".
Después, llevándole a lo alto, el diablo le mostró en un instante todos los reinos del mundo y le dijo: "Te daré el poder y la gloria de todo eso, porque a mí me lo han dado, y yo lo doy a quien quiero. Si tú te arrodillas delante de mí, todo será tuyo."
Jesús le contestó: "Está escrito: «Al Señor, tu Dios, adorarás y a él sólo darás culto»". Entonces lo llevó a Jerusalén y lo puso en el alero del templo y le dijo: "Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: «Encargará a los ángeles que cuiden de ti», y también: «Te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras»".
Jesús le contestó: "Está mandado: «No tentarás al Señor, tu Dios»".
Completadas las tentaciones, el demonio se marchó hasta otra ocasión.

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