Sobre Lucas 24, 46-53
El relato del Evangelio cuenta cómo Jesús se despide de los discípulos y asciende a los cielos. Parece que fuese el final feliz de una historia memorable. En realidad es el inicio. Todo queda por hacer, y esos hombres que tras la marcha del Mesías se fueron al templo para bendecir a Dios, tenían por delante el encargo increíble de transmitir el mensaje de Cristo.
Jesús había marcado la vida de todas las personas que estuvieron con Él durante sus años de vida pública. Aún así no son conscientes de la trascendencia de su tarea hasta que el Maestro no es ejecutado y se les aparece resucitado. Más aún, no entienden qué han de hacer y, sobre todo, no encuentran las fuerzas necesarias para vencer el miedo, hasta Pentecostés. Entonces el Espíritu hace que nada les importe más que ser testigos de Jesús.
Para una gran parte de las personas LGBTIQ+ cristianas, el proceso de fin de una etapa e inicio de otra completamente nueva, así como el reconocimiento de lo que Dios ha hecho en nuestras vidas y todo aquello a lo que estamos llamados, es algo así como lo que experimentaron aquellas mujeres y hombres cuando se dieron cuenta de que Jesús ya no estaba con ellos físicamente; después pasaron un tiempo de dudas y temores, escondidos hasta que el Espíritu les otorgó la capacidad de superar el pánico y les reveló su misión.
Las personas LGBTIQ+ cristianas salimos del armario empujadas por la necesidad de ser nosotras mismas, de liberar nuestra mente, nuestro corazón, recuperar nuestra consciencia de ser auténticas mujeres y verdaderos hombres dejando atrás toda una historia de disfraces y caretas, dobles vidas, dobles morales y tristeza. Pero también porque necesitamos encontrarnos con Dios, reconocer la voz del Buen Pastor, atisbar la figura del padre esperando al hijo menor, tocar el manto del Mesías, recuperar la vista y volver a la vida como Lázaro. Creo que las personas LGBTIQ+ cristianas tenemos mucho de Lázaro, aparentemente fuera de la vida a la espera de que llegue Jesús y nos saque de las tinieblas devolviéndonos a la verdad.
Salir del armario supone actualizar muchos aspectos de la vida. Sin embargo, al menos para mí no sucedió eso con Dios, a quien estuve esperando tanto tiempo hasta que descubrí que era Él quien estaba aguardando a que reconociera su voz y decidiera volver. Antes de dar el paso de visibilizarme, me había puesto al día con el Padre, celebró una fiesta a mi vuelta.
Me acostumbré a su presencia como al aire nuevo que respiraba. Pero cuando me enredé en las tareas de normalizar mi visibilidad, de repente me encontraba contemplando cómo Jesús ascendía y se marchaba. Había sido tan intensa la relación con Él en los últimos tiempos que ahora echaba de menos su presencia tangible. Por sorpresa era consciente de que esa relación de encuentros y desencuentros con Él, esa seguridad de que finalmente estaría con los brazos abiertos reservando el ternero cebado, todo eso ya no sería igual. Ahí me hallaba observando la ascensión. ¿Y ahora qué?
Dice el Evangelio que los apóstoles se fueron a Jerusalén rebosantes de alegría, y estaban continuamente en el templo bendiciendo a Dios. Sabemos que eso duró poco, pues cuando llegaron las dificultades se escondieron sin saber qué hacer, y así estuvieron hasta que el Espíritu Santo les zarandeó y les otorgó los dones precisos para dar la cara, salir a la calle y anunciar el Reino de Dios. Eso mismo me sucedió después de un tiempo de júbilo y euforia. Ahora que no andaba con caretas, disfraces ni nada que no fuera mi yo vulnerable, tenía que enfrentarme sin armaduras a la doble salida del armario: por una parte ante familia, amigos, relaciones sociales; por otro lado, ante las personas LGBTIQ+ que había ido conociendo y que ahora cuestionaban mi fidelidad a un Dios no visible y a una Iglesia más madrastra que madre, especialmente belicosa frente a la realidad LGBTIQ+ en esos primeros años de la década del dosmil.
En el relato de la ascensión, Jesús dice a los apóstoles que son sus testigos. Por extensión, cada una y cada uno de nosotros lo somos. Puede que la dura realidad nos devuelva a la experiencia del miedo, del temor, y nos tiente la seguridad de un armario resguardado, una casa con la puerta atrancada, o un “tirar la toalla” ante la dificultad de equilibrar fe y vida coherentemente. Pero sin lugar a dudas Jesús espera de cada una y de cada uno de nosotros que seamos sus testigos, y lo contrario sería despreciar su confianza en que de verdad lo somos. Ese es el mensaje trascendente de la ascensión: que somos sus pies, sus manos, su voz, todo lo físico, lo humano que de Él no vamos a poder contemplar más, porque la humanidad de Dios en Jesús la heredamos nosotros, y sin nuestro testimonio Jesús no dejaría de ser más que la historia interesante de un “simple” profeta.
Hay algo más que probablemente sólo las personas LGBTIQ+ hayamos percibido con el matiz de liberación e integración que desprende. Algo que es una constante en la vida de Jesús. Su mensaje jamás pone reparos sobre a quién va dirigido. Él no discrimina entre mujeres ni hombres, judíos o gentiles, esclavos o libres. Cabe entender que tampoco lo hizo en razón de la identidad sexual, puesto que es razonablemente obvio que se cruzaría con personas no heterosexuales y eso no supuso ningún problema pues no hay una sola mención a esa realidad en todos los Evangelios. Para Él todas las criaturas de Dios son igual de dignas y honrosas, obras perfectas del Padre. Por eso sus palabras se dirigían a todo el mundo sin excepción. Y su llamada a ser testigos la hace a todas y todos. No solo a la clase religiosa, ni a los poderosos, sino a todas y todos y con clara preferencia invita a quienes habitan en las periferias, los excluidos y desfavorecidos.
Por eso mismo la bendición que deja antes de irse va destinada a toda la humanidad, elevando a todas las mujeres y hombres a la consideración de seres perfectos, obra de Dios. Algo escandaloso para los que no ven más allá de los ritos y tradiciones, pero increíblemente hermoso para los despreciados y marginados por siglos. Ya lo dicen las citas evangélicas que se leyeron estos días: “vuestra tristeza se convertirá en alegría”. Doy fe de esa Palabra.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén.
Vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto."
Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo.
Y mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo.
Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comparte lo que quieras. Fírmalo si quieres. Siéntete libre y exprésate con respeto. ¡Gracias!