Sobre Lucas 22, 14-23,56
El relato de la pasión y muerte de Jesús está colmado de detalles que esperan ser descubiertos para dar luz y sentido a diferentes sucesos de nuestra vida. Seguramente podré disfrutar de nuevas sorpresas en los años que vienen. Por ahora he podido interpretar tres momentos que, partiendo de este relato de la pre-Pascua, dan luz a mi historia: las negaciones de Pedro, Cristo portando la cruz y las palabras de Jesús, «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen».
1. Negar a Jesús
No es extraño que las personas LGBTIQ+ cristianas hayamos coincidido en la experiencia de distanciamiento con respecto a Dios y la Iglesia. Habitualmente equiparamos esa secuencia de alejamiento y posterior regreso con la parábola del hijo pródigo. Pero a mí me fascina otro pasaje que está dentro del relato de la pasión: las negaciones de Pedro.
Desde siempre me siento muy identificado con Pedro, cabezota, desconfiado, temeroso; pero esa identificación ha evolucionado con el tiempo y también (supongo) gracias a la oración. Antes de salir del armario veía en mí al Pedro cobarde que no es capaz de dar la cara por Jesús. Así era yo, una persona atemorizada que no se atreve a decir a nadie quién es en verdad y, por descontado, que es incapaz de discernir el lugar de Dios en su vida.
Ahora sé que el Padre no tuvo nada que ver con que estuviese tantos años dentro de un armario. Realmente a quienes tenía miedo de que pudieran hacerme daño eran las mujeres y hombres, incluyendo personas de Iglesia, que manifestaban algún tipo de aversión hacia mí o hacia lo que yo significaba. Dios —por mucho que se empeñaran algunos en hacérmelo creer— no tiene nada que ver en ello. Aún así, la reacción más común es culpar a Dios e iniciar un proceso de negación respecto a lo que Él es y representa.
Cuando preguntaban a Pedro, negaba tercamente que conociera al Señor. Yo también he negado a Jesús diciéndole “esto es demasiado, no quiero arriesgar, no te conozco, te abandono”. No quería saber nada.
Pero cada cual conoce los cantos del gallo que dan paso a la urgencia por recuperar a Dios en su vida. Pedro recobró el sentido con el tercer canto, dándose cuenta de que solo Jesús podía dar sentido a su existir. Rescató el valor necesario para ser él mismo sin renunciar al Maestro.
Para mí fue la necesidad apremiante de reconocerme persona valiosa y, en consecuencia, obra preciosa del Padre. Saberme amado por Dios tal como soy, con mi propia identidad, con mis valores y errores, me puso en camino, como a Pedro.
2. Cargar la cruz
Con quince años busqué una iglesia donde pasar desapercibido, para poder confesarme. En mi obsesión de mantener en secreto lo que estaba sintiendo, temía contar nada a sacerdotes con los que trataba en el colegio, no porque me delataran, sino por mi celo en que nunca supieran que era uno de esos invertidos, pecadores condenados, según lo que les había escuchado que eran los hombres y mujeres LGBTIQ+. Imaginaba sus miradas acusadoras cada vez que me cruzara con ellos por los pasillos. En realidad esta es la carga de ofuscación que lleva en la mochila cualquier persona que malvive en el armario, una desconfianza que sólo puede compararse al temor a ser descubierto y el miedo al daño que eso pudiera causarnos.
Fui a una parroquia en un barrio al otro extremo de la ciudad. Vi que era un cura joven y respiré tranquilo presintiendo que podría darme algunas palabras de ayuda. Pero fue todo lo contrario: se cercioró de que comprendiera que mi alma estaba en serio peligro, y me arengó sobre los terribles efectos para mi vida si mantenía ese instinto desviado. También me hizo ver lo triste que estaba Jesús por mi causa.
Le conté que no podía evitar lo que sentía, y entonces me dijo: —Esa es tu cruz. Coge tu cruz y pórtala sacrificándote por Cristo.
Jamás he regresado a aquella parroquia ni he vuelto a ver a ese sacerdote que consiguió entristecerme y desalentarme aún más de lo que ya estaba. Pero cuando visito algún templo y veo una imagen de Jesús portando la cruz, me acuerdo de ese momento y espontáneamente rezo por todas las cruces que hay en esa que porta el Maestro. Cuando ese cura me invitó a coger la cruz de mi homosexualidad, estaba dando por hecho que mi identidad sexual era algo malo y perverso, un instrumento de martirio que debía llevar toda mi vida soportando sacrificadamente, ofreciéndoselo a Dios para eximir este pecado abominable.
Eso que daba por hecho aquel sacerdote no sólo no sirvió para nada a un chaval asustado de quince años, sino que lo hundió en la angustia de sentirse un error.
Ser LGBTIQ+ no es una cruz. Sí es una cruz soportar el desprecio, la intolerancia, el rechazo, la exclusión, los murmullos, los golpes, las burlas por ser diferente. Una cruz es el armario. Una cruz es la soledad. Una cruz es el miedo.
Cuando Jesús carga la cruz camino del Gólgota lleva sobre sí todas esas cruces, las de las personas LGBTIQ+, las de todos los sufrientes, las de las periferias de la Iglesia.
3. Perdonar
Creo que el perdón es la última tarea pendiente de la comunidad LGBTIQ+ cristiana. Sé por experiencia que las mujeres y hombres LGBTIQ+ guardamos suficientes razones para alimentar el rencor y el resentimiento que, muchas veces, cuesta trabajo dominar.
En el colectivo LGBTIQ+ sufrimos rechazo así como violencia verbal y física, especialmente grave si en vez de vivir en un país libre lo haces en cualquiera en los que ser LGBTIQ+ es un delito o está penado con la muerte.
Esto es alarmante. Pero es escandaloso que desde la Iglesia se mantengan y validen mensajes excluyentes y ofensivos, presentando a las personas LGBTIQ+ como raros, enfermos y contrarios a la fe auténtica. Según el Catecismo, nuestros comportamientos son intrínsecamente desordenados y contrarios a la ley natural. Ese y otros documentos, intervenciones, homilías, crean en el Pueblo de Dios la percepción de que las personas LGBTIQ+ somos seres anómalos que no vivimos según los valores de los Evangelios. Así es difícil eliminar el rencor. Cuando una herida cura, se causa otra.
La comunidad LGBTIQ+ cristiana debe generar corrientes de perdón, más allá de entrar en el juego de la ofensa. Una vez sabemos que somos obra del Padre, y que asumimos que nada podrá separarnos del amor de Dios, sólo queda llevar a la práctica no ya las palabras de Jesús cuando dice “Orad por los que os calumnian”, o “Perdonad setenta veces siete”, sino sobre todo las que pronuncia desde la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Esa frase significa que debemos amar a los enemigos, a quien nos hace mal, a quien nos calumnia, a quien nos rechaza y excluye. No es suavizar la denuncia profética sino revestir de misericordia todas nuestras acciones.
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