Sobre el Capítulo 15 de Lucas
1. La oveja
Durante muchos años estuve parapetado en el armario porque tenía miedo a que me hiciesen daño. Esta corta frase resume muchas más consecuencias, y supone infinidad de causas. A veces confundimos las cosas y creemos –o nos hacen creer– que los armarios los construimos las personas LGBTIQ+ para escondernos y resguardarnos, casi como un medio útil y cómodo donde evadirnos de la realidad. Pero ninguno de nuestros refugios, castillos y fortalezas inexpugnables fueron o son estancias agradables ni tienen razón de ser si no es porque hay quienes señalan a las personas diferentes solo porque somos eso: diferentes. Y entre todas las razones que me obligaron a invisibilizarme durante la mayor parte de mi vida, las más tristes y aborrecibles son las que se sustentan en la interpretación de la Palabra de Dios.
Si algo me quedó claro desde muy niño es que las personas como yo éramos indecentes, inmorales, sucias, viciosas, enfermas y, desde luego, pecadoras. No había discusión al respecto. Esa consciencia de que en mí había algo que no estaba bien y que, por tanto, eso que me sucedía y experimentaba no era agradable a Dios, me acompañó hasta hace bien poco. Mis primeras referencias a este asunto en la confesión con algún sacerdote fueron muy negativas, frustrantes e incluso bochornosas. Determiné no hablar más de ello. Que me sintiera atraído por los chicos en vez de por las chicas fue mi “pecado inconfeso e inconfesable” durante años. Tengo varias anécdotas al respecto, pero hay dos que a veces he contado porque son especialmente significativas:
Una vez llegué a creer que el sacerdote con quien estaba confesándome iba a ayudarme a entender qué me pasaba y me mostraría cómo compaginarlo con la fe. De hecho empezó bien. Yo era un adolescente confuso y necesitaba un mapa urgentemente. Logró ganarse mi confianza con un tono fraternal que me invitaba a contar cómo me sentía. Pero de repente me habló de la cruz y el sufrimiento, y del sacrificio y del dolor. En definitiva, me dijo que ser homosexual era mi cruz, a la que debía abrazar y así mantenerme fiel a Jesucristo a quien, por cierto, no le agradaban demasiado los homosexuales, pero aún así los amaba porque Él era amor. Y punto.
Me fui de allí bastante desconcertado, casi igual que llegué pero ahora resignado a aceptar mi homosexualidad como una trágica cruz que llevar a cuestas para siempre, además de provocado a domar mis afectos para evitar caer en pecado.
En otra ocasión –fue la última vez que me confesé nombrando mi identidad homosexual– el cura me escuchó atentamente, aunque en algún instante tuviera que sacarme con sacacorchos lo que quería contar. Cuando terminé empezó a explicarme que mi forma de ser y sentir estaba alejándome de Dios. Yo era –textual– una oveja descarriada del rebaño y si seguía por ese camino me perdería irremediablemente. Así estuvo hablándome un buen rato, oveja arriba, oveja abajo. En ningún momento nombró al Buen Pastor, pero se preocupó mucho de hacerme sentir una mala y pérfida oveja.
Muchos años después me acordaba de este episodio que, junto a otros, me causó mucho dolor y angustia. Lo recordaba orando el capítulo 15 de Lucas, con la parábola de la oveja perdida. Siempre me habían hecho creer que yo era esa oveja extraviada. Nadie se preocupó de contarme la buena noticia de que en realidad era la oveja encontrada.
No me había perdido por propia iniciativa, sino que me habían excluido del rebaño a fuerza de hacerme creer que era indigno, vergonzoso e inconveniente. Y en tanto tiempo pensé que eso podía ser verdad. Pero el sueño de Dios es otro. Ni tenía que cargar con una cruz ni debía estar por más tiempo perdido, porque Él me había rescatado y convencido de que me ama incondicionalmente.
Orando este capítulo de Lucas, me gusta detenerme en la murmuración de los fariseos y maestros sobre Jesús que recoge el evangelista: «este acoge a los pecadores y come con ellos». Jesús se rodeaba de excluidos y olvidados, de gente perdida y castigada por ser diferente. Eso llamaba la atención de quienes se encontraban en el estatus de gestores e intérpretes de la Ley y la Palabra porque iba contra sus principios y tradiciones. Nada excesivamente diferente a la situación actual, donde para ciertos sectores ser persona LGBTIQ+ y cristiana sólo es posible si cargas con tu cruz o te separas un poquito del rebaño.
2. El hijo mayor
Lucas finaliza el capítulo con la parábola del hijo pródigo. Este texto ha supuesto un motor de cambio para mí en cuanto a la percepción de la acogida, del perdón, de la necesidad de dejar atrás rencores y resentimientos. Y aún sigue removiéndome porque cada vez encuentro en este bello relato algo nuevo que me conmueve.
Hay un personaje en la parábola que desconcierta: el hijo mayor. Cuando se entera de que su hermano ha vuelto y que su padre ha preparado una fiesta para celebrarlo no se alegra. Más bien se enoja y pide explicaciones. Me llama mucho la atención lo que dice a su padre refiriéndose a su hermano y retratándose él mismo:
—Mira, tantos años llevo sirviéndote, sin desobedecer una orden tuya, y nunca me has dado un cabrito para comérmelo con mis amigos. Pero, cuando ha llegado ese hijo tuyo, que ha gastado tu fortuna con prostitutas, has matado para él el ternero cebado.
Es decir, le recuerda al padre que él es el bueno mientras que su hermano menor es el malo. Y lo nombra diciendo “ese hijo tuyo” en vez de “mi hermano”. De alguna forma su fraternidad está rota.
El hijo mayor quizá pensaba que el perdido de su hermano merecía un castigo por malgastarlo todo, mientras él había sido fiel y cumplidor sin recibir nada especial.
Para mí como homosexual en medio de la sociedad y la Iglesia actuales, me resulta muy práctico –y cómodo– identificarme con el hijo menor que es recibido de nuevo en casa incondicionalmente y con evidente alegría por parte del padre. Igualmente, es fácil para mí reconocer en el hijo mayor a todas aquellas personas que no aceptan de buen grado que las realidades en situación de exclusión y repulsión, todas aquellas que viven alejadas, perdidas, separadas, regresen a casa sin condiciones, y encima se celebre una fiesta porque han vuelto.
Sin perder de vista lo anterior, voy a hacer una reflexión que no es fácil. Hay una posibilidad de que quien regrese al Padre (pongo ahora mayúsculas) no sea sólo el hijo menor sino también el hijo mayor, y con unos matices que superan a las evidentes motivaciones del hijo menor.
El menor se arrepiente y vuelve a casa porque se da cuenta de su error, pero sobre todo porque se muere de asco y de hambre. El mayor vive en fidelidad al Padre, no le falta de nada. Se cree justo porque es cumplidor y no está acostumbrado a que quien no lo es reciba un premio en vez de un castigo, como sucede a la vuelta del hermano perdido. Así que ha llegado el momento en que el hijo mayor tiene que transformar su corazón diametralmente, aceptando, abrazando y acogiendo a quien vuelve a casa después de tanto tiempo.
Regresando al símil anterior, hay muchos hermanos mayores que preguntan al Padre la razón por la que se celebra una fiesta porque quienes estábamos lejos hemos vuelto a casa. Aún más claro, sigue habiendo quienes no se alegran de que las diferentes fronteras de la Iglesia hagamos de esta nuestra casa: personas separadas y divorciadas, realidades LGBTIQ+, no somos bien recibidas por nuestros hermanos mayores que piden explicaciones y ponen condiciones.
La parábola deja abierto el final. A mí me gusta pensar que el Padre convence a su primogénito y este entra en la fiesta. Sin el hijo mayor la casa del padre está desequilibrada, tanto como durante el tiempo que estuvo fuera el menor de los hijos.
Cuando Jesús relata esta parábola no solo se dirige a los hijos pródigos que por centenares le estamos escuchando, muchos aún sin reconocerse ni plantearse aún volver a casa. Jesús habla especialmente a los hijos mayores, para que vuestros corazones se abran y entréis en la fiesta, «porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado».
Todos los recaudadores y los pecadores se acercaban a escucharle, de modo que los fariseos y los letrados murmuraban: —Éste recibe a pecadores y come con ellos. Él les contestó con la siguiente parábola: —Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va a buscar la extraviada hasta encontrarla? Al encontrarla, se la echa a los hombros contento, va a casa, llama a amigos y vecinos y les dice: Alegraos conmigo pues encontré la oveja perdida. Os digo que, de la misma manera, habrá más fiesta en el cielo por un pecador que se arrepienta que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse. Si una mujer tiene diez monedas y pierde una, ¿no enciende un candil, barre la casa y busca diligentemente hasta encontrarla? Al encontrarla, llama a las amigas y vecinas y les dice: Alegraos conmigo porque encontré la moneda perdida. Os digo que lo mismo se alegrarán los ángeles de Dios por un pecador que se arrepienta. Añadió: —Un hombre tenía dos hijos. El menor dijo al padre: Padre, dame la parte de la fortuna que me corresponde. Él les repartió los bienes. A los pocos días, el hijo menor reunió todo y emigró a un país lejano, donde derrochó su fortuna viviendo como un libertino. Cuando gastó todo, sobrevino una carestía grave en aquel país, y empezó a pasar necesidad. Fue y se puso al servicio de un hacendado del país, el cual lo envió a sus campos a cuidar cerdos. Deseaba llenarse el estómago de las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapacitando pensó: —A cuántos jornaleros de mi padre les sobra el pan mientras yo me muero de hambre. Me pondré en camino a casa de mi padre y le diré: He pecado contra Dios y te he ofendido; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Trátame como a uno de tus jornaleros. Y se puso en camino a casa de su padre. Estaba aún distante cuando su padre lo divisó y se enterneció. Corriendo, se le echó al cuello y le besó. El hijo le dijo: —Padre, he pecado contra Dios y te he ofendido, ya no merezco llamarme hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus criados: —Enseguida, traed el mejor vestido y vestidlo; ponedle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traed el ternero cebado y matadlo. Celebremos un banquete. Porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido, se había perdido y ha sido encontrado. Y empezaron la fiesta. El hijo mayor estaba en el campo. Cuando se acercaba a casa, oyó música y danzas y llamó a uno de los criados para informarse de lo que pasaba. Le contestó: —Es que ha regresado tu hermano y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado sano y salvo. Irritado, se negaba a entrar. Su padre salió a rogarle que entrara. Pero él respondió a su padre: —Mira, tantos años llevo sirviéndote, sin desobedecer una orden tuya, y nunca me has dado un cabrito para comérmelo con mis amigos. Pero, cuando ha llegado ese hijo tuyo, que ha gastado tu fortuna con prostitutas, has matado para él el ternero cebado. Le contestó: —Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo. Había que hacer fiesta porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, se había perdido y ha sido encontrado.
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