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agosto 02, 2023

LIV CONFIAR

Sobre Lucas 5, 1-11.



El pasaje de este domingo es uno de esos textos que dan luz a partes de mi vida -supongo que a las vidas de muchas personas LGBTIQ+ cristianas-. Por lo mismo es uno de mis tantos relatos preferidos a la hora de hacer oración.

Para quienes he tenido oportunidad de compartir experiencias, es común esta sensación de que Dios da la capacidad de entender, de repente, situaciones en las que uno mismo no fue capaz de encontrar sentido a cuanto sucedía.

Jesús protagoniza un momento en el que da pie a la confianza y al milagro. Me llama mucho la atención que poco antes fuera rechazado por la comunidad de Nazaret, su pueblo, por transgresor y no ser fiel a lo que la tradición y la doctrina dictaba como norma inalterable. Jesús escandalizó a quienes le escuchaban en la sinagoga, sobre todo porque removió sus conciencias. Y ese mismo Jesús se presenta ahora a la orilla del lago.

El texto de Lucas apenas ofrece una frase para explicar que Jesús se puso a enseñar a las gentes que se reunieron para escucharle. Instantes después Jesús, montado sobre la barca, se aleja un poco de la orilla y pide a los pescadores que arrojen las redes. No es el mejor sitio para eso, según lo que sabían Simón, Santiago y Juan. Sin embargo ellos confían en lo que Jesús les dice y hacen lo que les pide. Al instante recogen las redes repletas de peces.


La salida del armario pocas veces es gratuita. Para empezar, dejas atrás un largo tiempo de soledad que te ha marcado de por vida, tiempo en el que has aprendido a resignarte e imaginar que el resto de tu historia sucederá sin que puedas ser tu mismo. Además has elevado defensas, construido muros y te hiciste más sensible de lo normal a cualquier señal de rechazo, exclusión o falsa condescendencia. Eso es, con otras muchas cosas, lo que abandonas cuando sales del armario, y todo en conjunto probablemente y de forma irreparable ha construido buena parte de tu personalidad.

Me ayudó mucho entonces imaginar que Jesús también pasó por una experiencia parecida. Puede que no tan prologada en el tiempo como la mía. Evidentemente el motivo por el que Él era rechazado no se parece a la que pueda ser la razón primera por la que yo pudiese sentirme excluido o despreciado. Pero en el fondo, poco importa la causa porque las consecuencias son similares. El rechazo, la exclusión, el desprecio, la indiferencia, provocan el mismo dolor.


Jesús se mantiene firme y fiel a sí mismo, retomando el camino que le lleva a la orilla del lago, zafándose de la plebe que quiso despeñarle después de que “saliese del armario” al revelar su identidad públicamente en la sinagoga de Nazaret.

Este “seguir adelante sobreponiéndose a la adversidad” forma parte de lo conveniente de la experiencia de exclusión y rechazo. Esa reacción positiva es consecuencia efectiva de todo ello. Es una de las luces que alumbran bajo el prisma del Evangelio las partes más complejas de mi historia. Desde hace mucho tiempo procuro que la actitud de Jesús reflejada en este texto sea el motor de mi vida. No siempre lo consigo, pero intento no alejarme de ese compromiso.


Lo mejor del pasaje del Evangelio de hoy nos espera cuando la barca se aleja. Entonces -dice Lucas- Jesús pidió a Simón que echara las redes para pescar. Simón explicó a Jesús que allí era muy difícil encontrar peces, pero que bastaba su palabra para que lo hiciera. Al momento las redes se llenaron hasta casi romperse, y tuvieron que arrimar otra barca y aún así las dos casi no podían con la cantidad de peces que recogieron. Dice Lucas que Simón se arrojó a los pies de Jesús conmovido por lo que había sucedido y decía “apártate de mí, Señor, que soy un pecador”.


Mi barca estuvo mucho tiempo lejos de la orilla. En tierra firme hay posibilidad de ser uno mismo y conquistar la seguridad absoluta. Separado de la costa no es fácil confiar en lo que te dicen. Yo dudé si tirar las redes o no hacerlo, y cavilando entre una y otra cosa tardé demasiado en decidirme por hacer caso a Jesús y lanzar los aparejos donde Él me aconsejaba. Se trataba de un simple ejercicio de confianza. Confiar en el Padre o no hacerlo. Puede ser una forma de resumir muchos años de la vida de buena parte de los hombres y mujeres cristianas LGBTIQ+ dentro del armario. Al final todo consiste en confiar en Jesús y dejarse hacer, descansando en Él toda la tensión de mucho tiempo con las redes -el corazón, el alma, la vida- vacías.


Doy testimonio de que los armarios pueden romperse de muchas formas, pero no hay manera de hacerlo definitivamente si no se experimenta una absoluta confianza en Dios. Algo que muchas veces sucede tras una lucha complicada como la que probablemente Simón y los suyos entablaron con las aguas del lago buscando peces sin resultado, como la que yo y otras personas LGBTIQ+ mantuvimos con las mil cosas que nos acobardaban e impedían quitarnos las caretas y mostrar nuestros rostros arcoiris. Y esa cansada batalla que en definitiva es una incansable búsqueda de Dios, nos deja a los pies de Jesús diciéndole algo parecido a lo que Simón expresaba: “ahora no soy digno de que te acerques a mí, Jesús, pues me siento un pecador por no haber confiado antes en ti, y no creer que me amas inmensamente tal como soy”.


Fiarse de Dios es muy difícil, porque significa asumir muchos riesgos. Quien niegue esto es porque nunca ha experimentado la auténtica confianza en Dios. Habitualmente nos fiamos cuando ya hemos agotado todos los demás recursos. De eso los hombres y las mujeres LGBTIQ+ sabemos mucho, porque de todo hemos desconfiado, incluso de Dios, y hemos llegado en algún momento de nuestra vida a un punto en el que fuimos capaces de aceptar cualquier propuesta, por insólita que fuese, como echar las redes en un lugar donde sabíamos que no había pesca, para recogerlas después rebosantes de peces, abundante de dones, al tiempo que reconocemos a Jesús como el Señor de nuestras vidas.



En aquel tiempo, la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios, estando él a orillas del lago de Genesaret. Vio dos barcas que estaban junto a la orilla; los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes.
Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente.
Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: "Rema mar adentro, y echad las redes para pescar."
Simón contestó: "Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes."
Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan grande que reventaba la red. Hicieron señas a los socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús diciendo: "Apártate de mí, Señor, que soy un pecador."
Y es que el asombro se había apoderado de él y de los que estaban con él, al ver la redada de peces que habían cogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón.
Jesús dijo a Simón: "No temas; desde ahora serás pescador de hombres."
Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron.

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