Sobre Marcos 3, 20-35
La oración me ayuda a interpretar -aún tiempo después- todos los sucesos de mi vida, todo eso que no pude entender en su momento, acontecimientos ante los que entonces pedí dolorosas explicaciones a Dios-Padre como si tuviera la culpa de todo y a Dios-Hijo, porque sufría en propia carne que su Palabra, su mensaje, su Evangelio era pura utopía, una farsa en la que no debía confiar.
Cuando era un chaval tenía fama de introvertido. Aún siendo sociable, divertido, simpático, ocurrente y un poco payaso, jamás hablaba de mí, nunca contaba lo que sentía, nadie me conocía de verdad. Me acostumbré a resolver mis propios conflictos yo solo y me resigné a vivir ocultando una parte importante de mí mismo. Quizá por eso cuando ahora cuento mi historia, más aún recuperándola a la luz de la oración, es como si me liberarse de una pesada carga, como si desgarrase mi propia vida y Dios pusiera nombre a cada instante.
Dios y yo siempre hemos tenido una relación complicada. Según percibía cómo se comportaba la gente con las personas LGBTIQ+ (incluso gente cercana), no me atreví a confesar nada. Y por lo que me iban revelado mis educadores, resultaba ser un pecador con muy pocas posibilidades de ganar el perdón de Dios. Dejé de incluir cualquier dato relativo a mi afectividad o sexualidad en las confesiones, tras una experiencia desagradable con un sacerdote que terminó llamándome enfermo e invitándome a visitar a un psiquiatra. Aún así continuaba siendo un chico más espiritual que religioso, deseoso de que realmente Dios se pareciera más al padre del hijo pródigo que a ese juez que me presentaban y que me acusaba de desviado y pecador. Ese combate me acompañó siempre en toda mi vida, triste y agobiante en la adolescencia, colérico y rabioso a medida que iba haciéndome adulto. Así que cuanto más claro tenía que yo no era culpable de ser así ni estaba contagiado de mal alguno, cuanto más evidente me parecía eso, más me alejaba de Dios. Más pecaba contra Dios.
Pecar contra Dios era eludir lo que Él tenía preparado para mí, rechazar su amor incondicional, despreciar la certeza de que yo era una obra perfecta del Padre. Eso es pecar contra Dios, y pequé conscientemente de pura rabia porque no escuchaba respuesta ante mi insistente queja: “Dios mío, da sentido a tanto como sufro por haberme creado así”. El Padre callaba. ¿Y el Hijo? También pequé contra Jesús cuando desconfié de su Palabra, cuando dudé de Él, cuando olvidé que sus heridas eran las mías. Cuando ignoré su advertencia sobre pecar contra el Espíritu.
Fui consciente de mi identidad muy joven, casi un niño. Por mucho que copiara los comportamientos de mis amigos con las chicas fue solo eso: una imitación por supervivencia. A los quince mi mayor problema era que me sentía homosexual y no solo no era capaz de comunicarlo, sino que tenía que resolver un serio conflicto entre fe y vida. A los dieciséis años la presión era tan grande que pensé que lo mejor sería terminar con todo. No me fue difícil conseguir unas pastillas y me dormí. Cerré los ojos con ganas de no despertar. No pasó de un susto inmenso para mi madre, y un disgusto para mi padre, pero se las arreglaron para que nadie supiera la verdad y todo pareciera una intoxicación. Un día de hospital, lavado de estómago y varias sesiones de psicólogo ante el que tampoco fui capaz de contar la verdad y que terminó diagnosticando una crisis de adolescencia agravada por mi introspección. Pero nada trascendió. Se sumó a la lista de secretos de mi vida, este compartido con mis padres. Muchos años después supe que mi madre encontró una nota que dejé sobre la mesa aquella tarde, de la que ni me acordaba, y sobre la que nunca me hizo mención.
Así pequé contra el Espíritu, despreciando mi vida y dando más valor al miedo que a la libertad de ser yo mismo. Pero dentro del armario, y especialmente dentro de los armarios adolescentes, no se aprecian esas cosas. Después, mucho después, comprendí que mi pecado contra el Espíritu era aún más trascendente, porque el Espíritu es libertad y yo renuncié a la libertad que Dios me otorga, desistiendo ser hijo suyo. Pero esta percepción fue muy posterior, hace poco tiempo, cuando precisamente me puse a mano del Padre abriendo el armario de mi vida de par en par, bajé las defensas, dejé las armas y el Espíritu Santo me hizo libre, absolutamente libre.
Entró en casa, y se reunió tal gentío que no podían ni comer. Sus familiares, que lo oyeron, salieron a calmarlo, porque decían que estaba fuera de sí. Los letrados que habían bajado de Jerusalén decían: —Lleva dentro a Belcebú y expulsa los demonios con el poder del jefe de los demonios. Él los llamó y por medio de comparaciones les explicó: —¿Cómo puede Satanás expulsarse a sí mismo? Un reino dividido internamente no puede sostenerse. Una casa dividida internamente tampoco. Si Satanás se levanta contra sí mismo y se divide, no puede mantenerse en pie, más bien perece. Nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y llevarse su ajuar si primero no lo ata. Sólo así, podrá saquear, luego, la casa. Os aseguro que a los hombres se les pueden perdonar todos los pecados y las blasfemias que pronuncien. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tiene perdón jamás, antes es reo de un delito eterno. Jesús dijo esto porque ellos decían que tenía dentro un espíritu inmundo. Llegaron su madre y sus hermanos, se detuvieron fuera y lo mandaron llamar. La gente estaba sentada en torno a él y le dijeron: —Mira, tu madre y tus hermanos [y hermanas] están fuera y te buscan. Él les respondió: —¿Quién es mi madre y [mis] hermanos? Y mirando a los que estaban sentados en círculo alrededor de él, dijo: —Mirad, éstos son mi madre y mis hermanos. [Porque] el que haga la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.
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