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febrero 11, 2024

CXVIII SI TÚ QUIERES, SEÑOR


Sobre
Marcos 1, 40-45



En tiempos de Jesús los leprosos eran los más despreciados entre los despreciados. La lepra se consideraba un castigo de Dios. Los leprosos eran obligados a vivir en sitios alejados de la sociedad, carecían de cualquier consideración como personas y vivían en las afueras, porque tenían la entrada prohibida en pueblos y ciudades.


Muchas mujeres y hombres LGBTIQ+ nos hemos sentido leprosos en algún momento de nuestras vidas. Todavía hoy, en demasiados lugares del mundo —especialmente en las sociedades donde lo religioso empapa las costumbres y las tradiciones— ser homosexual, ser persona LGBTIQ+, significa formar parte de los excluidos. Y eso provoca que los armarios sigan bullendo de gente atrapada y asustada.


Yo no soy un enfermo por ser homosexual. Pero es obvio que he vivido bastante tiempo como si lo fuera. Durante muchos años de mi historia personal esta lepra fue llevada en secreto y en silencio, cuidando que no se notara que estaba enfermo, que nadie advirtiera mis miradas, mis ademanes, si me latía fuerte el corazón al cruzarme con algún amor imposible, o cuando el amor llegó y tuvo que difrazarse de amistad. Vigilando que nada me delatara. Tejiendo una doble vida. Guardando mis sueños. Tragando ofensas. Erosionando la fe. 

Esta lepra, que no se percibía con llagas ni heridas visibles, pero de la que yo era consciente y —tenía la certeza debía mantener en secreto, me obligó a vivir camuflado, disfrazado de hombre normal durante años. 


Muchas veces pasó Jesús por mi lado. Una de ellas —cansado de ser quien no era, sediento de esperanza y deseoso de recuperar una fe que se me iba de las manos— me atreví a decirle como el leproso del relato de Marcos: si quieres, puedes sanarme.

Ese encuentro con Jesús cambió efectivamente mi vida, me sacó del escondite donde había estado durante tanto tiempo y comprobé que Dios me quiere como soy, sin despreciar ni un solo cabello de mi cabeza, ni un solo gramo de mi corazón.


No me puse de rodillas ante Jesús para pedirle que me curase de nada que tuviese que ver con mi identidad sexual. Por el contrario, le rogué que me sanase de mi sentimiento de ser diferente, de temer represalias, de no poder expresar mi afectividad, de no atreverme a darle gracias por haberme creado así. Me puse ante Él para que no dejase que el rencor me envenenara una vez que mi armario fuese historia. Le supliqué que sanase mi infelicidad y me otorgara el don de ser dichoso, por primera vez, siendo como me sentía.

Muchas veces he contado cómo de pequeño pedía a Dios que me hiciera normal, no porque me encontrase abatido sintiéndome homosexual, sino porque tenía miedo a las consecuencias de que me descubriesen tal como soy.


Jesús cura los miedos de las personas LGBTIQ+ y, desde ese instante, nos hace tremendamente fuertes y extraordinariamente generosas. 

Es paradójico cómo los Evangelios muestran al Mesías acercándose a los débiles y excluidos para librarlos de todo lo que les oprime, mientras que en muchos sitios la doctrina y la tradición religiosa —que actúa en nombre de Dios— sustenta comportamientos en los que se sigue discriminando y agrediendo a los leprosos de nuestro tiempo. ¿Qué hacer ante esto?


La fortaleza que Cristo nos ha regalado nos impulsa a seguir denunciando proféticamente esas conductas. La generosidad que el Maestro nos ha donado nos mueve a perdonar, a tender puentes, a ser sal y luz sin perder energía. Ambas actitudes son las que animan el espíritu de los Grupos creyentes LGBTIQ+ y también de las personas de Iglesia, de las Asociaciones laicales y tantas y tantos que se acercan comprometidamente a esta frontera de la Iglesia, provocados por la respuesta de Jesús en su diálogo con el leproso:

Si quieres, puedes sanarme (de mi miedo a ser yo mismo, ser yo misma, y si quieres puedes darme fuerzas para anunciar que me amas sin reservas).

—Lo quiero —respondió Jesús.



Se le acercó un leproso y arrodillándose le suplicó: —Si quieres, puedes sanarme. Él se compadeció, extendió la mano, lo tocó y le dijo: —Lo quiero, queda sano. Al punto se le fue la lepra y quedó sano. Después le amonestó y le despidió encargándole: —Cuidado con decírselo a nadie. Ve a presentarte al sacerdote y, para que le conste, lleva la ofrenda de tu sanación establecida por Moisés. Pero al salir, aquel hombre se puso a pregonarlo y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía presentarse en público en ninguna ciudad, sino que se quedaba fuera, en despoblado. Y aun así, de todas partes acudían a él.

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