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julio 31, 2023

LII EL ESPÍRITU DEL SEÑOR ESTÁ SOBRE MÍ (Salir del armario)

Sobre Lucas 1, 1-4; 4, 14-21.



Mi salida del armario -ya lo he compartido en otras ocasiones- no fue inminente, ni mucho menos de un día para otro. Creo que la primera vez que -con angustia- necesité dejar de aparentar lo que no era, tenía doce años. Y sé que desde ese momento asumí que el desconsuelo de vivir una doble vida iba a prolongarse por mucho tiempo más. Toda la formación y la educación que recibía, y lo que mis sentidos percibían a partir de cuanto me rodeaba, hacían muy difícil sincerarme. Tenía miedo a las consecuencias, primero desde el lado humano -pues me asustaba perder el afecto de familia y amigos- y también desde el plano de la fe, porque me habían dicho que las personas como yo eran -éramos- enfermas, peligrosas y estaban condenadas al infierno.

Aprendí a sobrevivir. En las relaciones familiares y personales desarrollé gran capacidad para fingir una heterosexualidad que me evitara preguntas incómodas o situaciones equívocas. Supongo que me convertí en un actor cuidadoso. Alguna vez leí que el miedo es el mejor aliado en la interpretación de papeles complicados. Yo agrego a eso la serenidad.

En esos largos años de armario, también tuve que sobrevivir a las crisis de fe. Primero, las más obvias creyendo que Dios no me quería tal como soy. Lo que más me torturaba era la convicción de que no podría alcanzar el cielo, sino que estaba destinado a las tinieblas si no dejaba de tener esos pensamientos y esos sentimientos… ¡y no podía evitarlos! Ese profundo dolor fundado en creerme repudiado por el Padre, junto a la incomunicación absoluta con los demás por el miedo a ser descubierto, provocó que a los dieciséis años deseara terminar con todo y no sufrir más. Acabar con mi vida no iba a suponer una gran pérdida, pues nadie en realidad conocía de verdad a Antonio, sino a su fantasma, a un avatar con su mismo aspecto medio rubio y con ojos azules, sonriente, divertido, reservado, reflexivo, que no tenía nada que ver con el real, angustiado, de alma triste, muerto de miedo, desconfiado, sin esperanza.

Dios da a las madres un sexto sentido y de alguna forma saltó su alarma dándole tiempo a cogerme y pedir ayuda. Un lavado de estómago evitó que mi plan tuviera éxito. Cuando regresé a la vida supe que no había cambiado nada. Ni siquiera tuve que explicarme. Supusieron que todo se debió a mis pésimas calificaciones en el colegio y a alguna otra cosa que no viene al caso. Era la versión oficial. Yo no puse otra excusa y me dejé llevar. Dentro de la mayor reserva -ni mis hermanos, ni nadie cercano se enteró de nada- estuve viendo a un psicólogo amigo de la familia, a quien también engañé, mientras al mismo tiempo tomaba la decisión de resistir hasta que fuera capaz de dar el paso de salir, y nunca más renunciar a esa esperanza.


En ocasiones repito en estos comentarios algún hecho de mi vida que descubro tiene un sentido especial desde el evangelio cada domingo. Cuando escarbo en mi historia, especialmente en mi vida de desierto como yo la llamo, sufro y quedo exhausto porque muevo mucho de mí -a veces demasiado- y termino la oración muy cansado, pero al mismo tiempo agradecido por todo lo que Dios me ha regalado, y por cómo da sentido a cada instante de mi existir, incluso durante el largo páramo. En ese camino sin sombras ni agua, y sobre todo a partir de mis dieciséis años, me aferré a cualquier cosa que pudiera ayudarme a no perder la ilusión en que todo saldría bien. En ese “todo” estaba incluida mi fe, y con ello mi búsqueda desesperada del Dios auténtico, que confiaba existiera en contraposición al que me habían estado mostrando hasta entonces. Por eso igual me aprendía de memoria un poema de Blas de Otero (“desesperadamente busco y busco un algo, qué sé yo qué, misterioso, capaz de comprender esta agonía que me hiela, no sé con qué, los ojos…”), que me aferraba a textos tan emocionantes como el que narra el evangelio de este domingo, cuando Jesús se presenta ante los suyos, en su pueblo, donde todos le conocían, y se definía mostrándose abiertamente tal como era, dando sentido a las palabras de Isaías.

Ya no era solo las frases del profeta lo que me sobrecogía -“el Señor me ha enviado a dar libertad a los oprimidos”-, sino que me parecía un gesto tan extremadamente valiente el de Jesús, que desde entonces no hacía más que pedirle que me diera fuerzas para imitarle en eso: en ser capaz de hablar ante las personas importantes de mi vida con la misma determinación que Él en la sinagoga de Nazaret.

Concebí el pasaje como si se narrara la salida del armario de Jesús, porque ahí mismo deja de estar oculto y desde ese momento es Él mismo, sin esconderse, sin temer nada, generosamente arriesgado.


Hay más textos en los Evangelios que muestran a cualquier persona LGBTIQ+ el amor que Dios nos tiene, si sabemos mirar con ojos de esperanza y suprimir las cargas morales y doctrinales que nos imponen. Este de Lucas 4 me fascina porque -aunque el núcleo de la intervención de Jesús lo hace en boca de Isaías- para mí tiene todo un sentido de inicio de un largo camino que acaba en la resurrección, sin olvidar que antes será necesario pasar por la pasión y la muerte.


Jesús, antes de dirigirse a la sinagoga aquel día, estuvo orando en el desierto y fue puesto a prueba, tal como narra Lucas al comienzo del capítulo. Es extraordinario que el punto de partida de la determinación por sobrevivir a mi armario fuese también tras grandes tentaciones, casi trágicas. Pero aún más, el último año antes de que fuese capaz de levantar la voz y contar a mis personas cercanas quién era yo de verdad, estuvo colmado de tentaciones, y a punto estuvo el diablo de convencerme para que escogiera otro camino. Por eso estoy tremendamente agradecido a Jesús. No solo me trajo la Buena Noticia de parte de un Padre misericordioso, no solo reveló mi libertad y me devolvió la vista, sino que me ha ungido con el Espíritu del Señor para anunciar, junto a otras muchas personas LGBTIQ+ cristianas, el tiempo de Gracia.


Un día reuní a la comunidad a la que me había reintegrado poco antes de estar convencido de salir del armario. Se llamaba Maranatha -significa “el Señor viene”, me encanta darme cuenta de eso ahora-. Les conté mi vida. Pedí perdón por ocultarles tanto de mí. Di gracias a Dios por cuidarme durante todo ese tiempo solo. E interiormente me acordaba del pasaje de Lucas y el texto de Isaías, repitiendo para mis adentros “hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír”.



En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendio por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas y todos lo alababan.
Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido.
Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista.
Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor.”
Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. Y él se puso a decirles: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oir.”

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