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julio 20, 2023

XXXIX DARME

Sobre Marcos 10, 17-30




La interpretación habitual de este pasaje del Evangelio se refiere a la necesidad de compartir los bienes materiales en favor de quien menos tiene, incluso hasta el extremo de darlo todo. Y no puedo obviar ese sentido particular de cuanto responde Jesús al joven rico, cuando este le pregunta qué ha de hacer para heredar la vida eterna. De hecho desde ahí parte mi oración personal en torno al texto de Marcos. Pero primero, como suelo hacer, necesito poner mi experiencia de vida ante Dios y notar su eco. Sólo así podré interpretar la Palabra desde un punto de vista LGBTIQ+, que al fin y al cabo es lo que soy. Incluso por encima de parecerme o no al joven del relato.


Como con frecuencia he narrado, antes de salir del armario me ocupé de buscar frenéticamente qué decía Jesús acerca de las personas LGBTIQ+. Desde luego no encontré nada. Jesús se expresa con claridad sobre los colectivos excluidos de su época: los pobres, los enfermos, los niños, las mujeres… Y con dureza ante quienes no eran capaces de entender su mensaje. Sin embargo, ni una palabra referente a las personas no heterosexuales —la palabra homosexual no existía en la Antigüedad. Y está claro que en la sociedad judía de esos años también había personas que no eran exactamente heterosexuales, lo cual no parece que preocupara tanto a Jesús —ni la presencia de ese colectivo, ni sus comportamientos— como para que les dedicara una frase o se recogiera nada en ningún Evangelio.


En ese rastrear la voz de Cristo me paraba con frecuencia en estos versículos de Marcos. Me ponía en el lugar de ese hombre que se acerca al Maestro, y con él le preguntaba qué debía hacer para heredar la Vida Eterna. Hasta ese momento tenía muy claro lo que la doctrina de la Iglesia me contestaba: la Vida Eterna no era para mí. Incluso algún obispo se animó a afirmar que ni yo ni las personas como yo éramos auténticos hijos (e hijas) de Dios. Pero en lo más íntimo deseaba ardientemente que Jesús de Nazaret tuviera una palabra más amable y misericordiosa que dirigirme. Así es como me ponía ante Él y le preguntaba qué debía hacer para seguirle en fidelidad y de esa forma alcanzar el Reino.


Con el joven rico del Evangelio, Jesús inicia un diálogo muy interesante en el que, como cuando alguien pide entrar a formar parte de algo por lo que tiene mucho interés, le propone una serie de condiciones, de menos a más, de lo básico e imprescindible a lo difícil de superar. Jesús le dice que lo primero es cumplir los mandamientos, y curiosamente le nombra sólo aquellos que se refieren al prójimo. El joven contesta que eso ya lo hace, así que Jesús le plantea una condición más difícil: que vendiera sus bienes, entregara el dinero a los pobres y le siguiera. Ante eso el joven rico del relato se siente incapaz y se marcha entristecido.

Es cierto que este pasaje hoy puede inquietarme en el sentido que la exégesis común ilumina, es decir, porque sin ser una persona rica en patrimonio ni fortunas, es verdad que tengo más de lo que necesito en comparación a quien poco o nada tiene, y en esa lógica la respuesta de Jesús me exige un comportamiento coherente que pasa ineludiblemente por compartir. Pero cuando reflexionaba acerca de esta historia siendo un estudiante armarizado, mi riqueza económica era nula por lo que, puesto de rodillas y pronunciando la pregunta del joven rico ante Jesús, su respuesta con las condiciones para heredar la Vida Eterna no eran tan complicadas de cumplir, sin dejar de exigirme un esfuerzo de cohesión entre fe y vida que dependía de mi fortaleza o de mi debilidad. Aun así me quedaba esperando más condiciones, porque había una que se imponía desde la doctrina de una forma clara y era la necesaria renuncia a mi identidad sexual. Implícitamente, y asociado al conjunto de mandamientos que nombraba Jesús —aunque este ya no era referente al prójimo sino a mí mismo—, había un requisito inexcusable que escuchaba a mis educadores y oía en los púlpitos: un homosexual no podía alcanzar el Reino de Dios.


Por eso me quedaba meditando en el contraste entre las palabras de Jesus y el lenguaje de la Iglesia, entre la mirada misericordiosa de mi hermano Jesucristo y el juicio implacable de mis pastores o de hermanos en la fe. Y no había nada más. Yo le decía en la oración: “mira, Jesús, que hago lo posible por cumplir tus mandamientos y pongo los medios para compartir con quien lo necesita, y así puedo renunciar a mis egoísmos y a mi riqueza material, pero no me pidas renegar de lo que soy porque no puedo, no sé renunciar a mí mismo, no puedo dejar de ser así”.


Años después, una vez fuera del armario, esa oración pervive. Sigo siendo una persona débil con infinidad de fallos, pero procuro cumplir los mandamientos. Intento compartir lo que tengo y pretendo ser un hombre solidario. Mantengo mi pretensión de seguir a Jesucristo porque estoy enamorado de su Evangelio. Pero no puedo renunciar a lo que soy. La diferencia es que ahora tengo la certeza de que Jesús tampoco quiere renunciar a mí.



En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: "Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?" Jesús le contestó: "¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre." Él replico: "Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño." Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: "Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme." A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico. Jesús mirando alrededor, dijo a sus discípulos: "¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios!" Los discípulos se extrañaron de estas palabras. Jesús añadió: "Hijos, ¡que difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios." Ellos se espantaron y comentaban: "Entonces, ¿quién puede salvarse?" Jesús se les quedo mirando y les dijo: "Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo." Pedro se puso a decirle: "Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido." Jesús dijo: "Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más- casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones-, y en la edad futura, vida eterna."

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