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julio 13, 2023

XXXI BASTARÁ UNA PALABRA TUYA

Sobre Juan 6, 51-58

Orando sobre este texto del Evangelio de Juan me viene al recuerdo otra experiencia, común seguramente a muchas personas cristianas LGBTIQ+. Quizá de las más tristes, porque nos privó del vínculo tangible y perfecto con Jesús a quienes conservamos la fe sin dejárnosla hecha trizas en algún cruce del camino.


Desde que tuve consciencia de mi homosexualidad, siendo un niño, y como en todos lados me decían que andaba en pecado, dejé de comulgar. Muchas veces había intentado confesar “mi falta” para obtener la absolución y poder recibir la comunión con tranquilidad de conciencia, pero al acudir al confesionario nunca encontré más que condescendencia, cuando no desprecios o amenazas, y consejos para ponerme en manos de alguien que pudiera ayudarme a superarlo y a curarme hasta ser una persona normal.

Eludía el sacramento de la reconciliación y, cuando era inevitable –estudié en un colegio religioso–, me guardaba de contar nada sobre lo que sentía para evitar conflictos. Dejé de asistir a la Eucaristía y, si obligadamente lo hacía, no comulgaba.


Mi armario a los doce o trece años era ya un gran castillo de altas murallas. Comenzaba a dominar la capacidad de esconder parte de mí mismo y simular aquello que yo no era, al mismo tiempo que iba acumulando dudas, miedo y angustia.

A los dieciséis era una caldera a presión con todas las válvulas cerradas y sucedió lo previsible. Pensé que era la única salida. Gracias a Dios fui torpe y mi plan no salió bien.

Aún con todos estos acontecimientos, no perdí la relación con Dios. Estas semanas con los textos de Juan he recordado con frecuencia ese trance y cómo después exploraba en las Escrituras buscando argumentos que demostraran que el Padre me quería tal como era.


Poco más tarde de todo eso, durante una de las misas en el colegio sucedió algo que me hizo sentir la necesidad vital de comulgar. Seguía sin hablar de mi homosexualidad en las poco frecuentes y siempre obligadas confesiones, por lo que el único asunto sobre el que no había recibido el perdón por parte de un sacerdote era ese. Para entonces ya se había creado en mí una conciencia clara acerca de mi identidad sexual y estaba seguro de que ésta no me hacía despreciable ante el Señor. De repente una de las frases de la celebración, pronunciada mecánicamente durante años, resonó con fuerza en mi corazón y me agitó. Fue un segundo, y en ese instante parecía que todo se parase dando sentido a las palabras del centurión a Jesús cuando le pidió que curase a su siervo más amado: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará”. Me levanté y me atreví a comulgar. 

Así fue durante muchos años. Seguí comulgando sin dejar en el confesionario “mi gran pecado”, mi homosexualidad, eso que era la razón de ser de mi armario en todos los sentidos. Y continué pidiendo al Hijo de Dios una palabra suya que sanara esa sensación de estar comiendo el Pan vivo sin permiso, a la luz de todos pero secretamente, a escondidas.


Ahora miro atrás. Hago oración por esos años en los que pude forjar mi fe grabándola a fuego. Todo tiene su razón de ser. Todo tiene sentido. Y me conmueve comprobar cómo Dios no me perdió de vista, procurando el Pan de Vida para mí, la verdadera comida, el alimento que me hizo fuerte para ser yo mismo y desde donde compartir mi particular historia de salvación para que otras y otros mantengan viva la esperanza. Hay muchas personas LGBTIQ+ que en un momento determinado de sus vidas decidieron abandonar los sacramentos. Es urgente legitimar una tierra de acogida donde no falte pan y vino, donde la presencia del cuerpo y de la sangre de Jesús sea palpable, real, evidente. Donde compartir la vida sea un sacramento. Donde no se escatime en abrazos. Donde no se mire la mochila. Donde no haya extrañas ni extraños.

Jesús es pan recién horneado. ¿Quién osa poner condiciones para que todo el mundo se acerque a tomar un trozo? ¿Quién nos apartará del Pan de Vida?



Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Quien coma de este pan vivirá siempre. El pan que yo doy para la vida del mundo es mi carne. Los judíos se pusieron a discutir: —¿Cómo puede éste darnos de comer [su] carne? Les contestó Jesús: —Os aseguro que si no coméis la carne y bebéis la sangre de este Hombre, no tendréis vida en vosotros. Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que me envió vive y yo vivo por él, así quien me come vivirá por mí. Éste es el pan bajado del cielo y no es como el que comieron vuestros padres, y murieron. Quien come este pan vivirá siempre. 


 

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