Sobre Marcos 12, 28b-34
Pocos días después de cumplir dieciocho años conocí a un chico de mi misma edad, con poco más o menos iguales dudas y los mismos miedos que yo. También estaba dentro del armario. También estaba aterrado ante la posibilidad de que sus padres, sus familia o sus amigos se enterasen. También estaba debatiendo entre dejar de creer o creer confiadamente.
Me viene al recuerdo, y a la oración, porque muchas veces él y yo hablamos acerca de la lectura de Marcos y, ligado a esta, sobre la de Juan 13, 34 (...«un nuevo mandamiento os doy,...»).
Mi amigo provenía de una educación religiosa muy tradicional. Y ahora que estaba siendo capaz de enfrentarse a la realidad de quién era, aceptándose y aprendiendo a respetarse, se encontraba con la paradoja de un Dios que le exigía su propio sacrificio. En cierta forma ese sentimiento contradictorio lo experimentaba yo igualmente, aunque no de forma tan áspera. De cualquier modo ya era suficientemente doloroso mantener toda esa parte de la vida a escondidas como para además pelear con las dudas de fe que, a esa edad, se convertían en silenciosas batallas encarnizadas. Y en mitad de esa guerra, como en las anteriores y en las posteriores, estábamos mi amigo y yo como tantos homosexuales cristianos, mendigando razones para seguir creyendo. Marcos 12 y Juan 34 eran siempre un buen punto donde colocar nuestra batería y disparar.
El texto de Marcos habla del amor a Dios. Para un homosexual amar a Dios no es fácil hasta que no se asume que Dios es el primero en tomar la iniciativa. Y esa certeza a mí me costó mucho tiempo interiorizarla. Me parece que creer con convicción que Dios me ama apasionadamente fue mi primer acto de fe consciente. Desde ese momento fui capaz de enamorarme de Dios. Antes de eso era imposible. Antes de eso arrojaba sobre él todos los prejuicios que educación y religión se habían ocupado de meter en mi cabeza y en mi corazón. No podía aceptar a un Dios que me había creado imperfecto, pecador, sucio y, consecuentemente, infeliz. Y eso mismo bloqueaba cualquier posibilidad de autoaceptarme, porque no era capaz de valorarme como persona.
Jesús también dice en el evangelio de Marcos «amarás a tu prójimo como a ti mismo», pero si mi amigo, yo mismo o cualquier persona LGBTIQ+, éramos parte del prójimo abstracto, había algo que no funcionaba. Éramos testigos de cómo personas ejemplarmente creyentes, significativamente amorosas con Dios, incluso piadosas, eran incapaces de aceptar cerca de ellas a prójimos diferentes, en razón de su identidad sexual o de género, o incluso su color de piel. Esa contradicción hacía muy complicado sentirnos parte de una comedia de enredos donde nada es lo que parece y, a la vez, nos impedía poder salir del armario, en el que ciertamente aún estuvimos mucho tiempo más.
Amar a Dios y amar al prójimo es lo mismo. Amar a Dios sin amar al prójimo como a uno mismo no es posible. Tanto mi amigo como yo peleamos en estas dudas a lo largo de los años. Puede que eso forjase tanto nuestra amistad, compartiendo dobles vidas, armarios y recelos. Siendo más mayores comentábamos a veces que ni siquiera quien más nos conociera podría sospechar cuánta amistad había bajo lo que nadie veía. «Como un iceberg -decía él- así es lo nuestro, casi todo invisible menos para Dios que nos observa».
Mi amigo murió de sida en 1990. Esos años, desde hacía varios, fallecían muchos mientras otros se alejaban escandalosamente del amor al prójimo proclamando que el VIH era un castigo de Dios contra los homosexuales. Él murió sin sus padres, que tampoco le aceptaron como a un prójimo al que amar como a ellos mismos. «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser, y amarás a tu prójimo como a ti mismo». Pero no hubo corazón, ni alma, ni mente, ni prójimo al que amar, ni estaba Dios.
Es inevitable llorar recordándole, ahora que esta oración a la luz del Evangelio me ha removido tanto. Sé que Dios habla dando sentido a cada minuto de mi vida. Sé que tanto dolor hacinado solo puede convertirse en esperanza. Sé que no hay Dios sin prójimo, no hay hermanas ni hermanos sin Dios. No hay mal por mal. Hay amor. Con todo mi corazón, con toda mi alma, con toda mi mente, con todo mi ser, amar a Dios, y al prójimo como a mí mismo.
En memoria de Álvaro.
En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: "¿Qué mandamiento es el primero de todos?" Respondió Jesús: "-El primero es: "Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser." El segundo es éste: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo." No hay mandamiento mayor que éstos." El escriba replicó: "Muy bien, Maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios." Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo: "No estás lejos del reino de Dios." Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.
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