Sobre Marcos 7, 1-8.14-15.21-23
Mi particular estancia en el armario —al igual que le sucedió a otras personas creyentes LGBTIQ+— tuvo un momento de inflexión. Sucedió cuando asumí que no era Dios quien me obligaba a esconder y ocultar tanto de mí mismo. No era Dios sino la tradición disfrazada de Palabra de Dios lo que impedía que fuera yo y no un burdo espectro de lo que debía ofrecer.
Era la tradición, la religión y no la fe, la causa por la que había sido incapaz de reconocer la mano del Padre en mí, y así poder glorificarlo por haberme creado obra perfecta suya, eso que cualquier heterosexual experimenta con todo gozo de detalles en su vida desde el minuto uno, y que tuve que esperar hasta cumplir más de cuarenta años para saber qué se siente.
Desde el momento en que sucedió, tomé la determinación de abrir las puertas y salir. Es curioso pero de repente, en cuanto fui capaz de recuperar la voz de Dios en mí y la voz hizo eco, todos los riesgos me parecieron menores, insignificantes. No me importaba lo que dijeran mis amigos, lo que pensara mi familia o si se enteraban en el trabajo. Porque evidentemente el armario fue construido no sólo por causa de la fe, sino por miedo a la burla, al desprecio, a la exclusión... pero todo eso pasó a un segundo plano cuando —utilizando el Canto de Oseas que martilleaba en mi cabeza, imparable, aquel verano de hace años— el Señor me sedujo, me llevó al desierto, habló a mi corazón y le respondí.
En mi incansable búsqueda de razones para no perder la fe —indagando durante años en las Escrituras a ver dónde aparecía Jesús diciendo que ser homosexual fuese algo malo— una de mis varias lecturas favoritas era esta de Marcos.
Desde pequeño se me había hecho creer que ser gay era igual a comer con manos impuras, sin lavar. Y me decían con altiva insistencia que no seguía la tradición, es decir, que mi sentimiento, mi afectividad, mi querer..., todo yo era contrario a lo que la tradición religiosa, siglo tras siglo, dictaba que debiera ser un varón.
Pero Jesús rompe con eso. La frase de Isaías que utiliza es absolutamente clara: «Este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí.»
Leer este pasaje me reconfortaba porque me ponía de su parte y me excarcelaba de las leyes vacías en las que literalmente se dejaba a un lado el mandamiento de Dios para aferrarse a las tradiciones de los hombres.
Jesús se desentendía de la doctrina no porque fuera mala, sino porque se había convertido en un fin en sí misma en lugar de ser mero instrumento de cercanía a Dios.
Imaginaba al Maestro junto a mí dirigiéndose a quienes pudieran señalarme por ser diferente: «vosotros os centráis en la tradición y os olvidáis de la misericordia», y soñaba con que ese anhelo fuera realidad algún día.
Pasó el tiempo. Las personas LGBTIQ+ católicas continuamos a la espera de que la Iglesia sea franca, clara, contundente, misericordiosa, coherente, y se atreva a otorgar sin falsas condescendencias, sin adornos, sin condiciones, sin reparos, el derecho a sentirnos hijas e hijos de Dios bajo el techo de Pedro. No somos casos clínicos. No merecemos desprecios. No queremos sufrir.
La lectura de Marcos sorprende porque no ha perdido ni un minuto de actualidad. La tradición mantiene en su lugar de privilegios y desventajas a hombres y mujeres, LGBTIQ+ y heterosexuales, etc. Separa entre puros e impuros. Pero no es así. «Los malos propósitos —dice Jesús— nacen del corazón del hombre». La tradición, la doctrina, lo justifica todo con tal de sostenerse incluso por encima de la Palabra. Yo, como muchas y muchos otros, doy testimonio del terrible dolor que eso produce.
Se reunieron junto a él los fariseos y algunos letrados venidos de Jerusalén. Vieron que algunos de sus discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavárselas –es de saber que los fariseos y los judíos, en general, no comen sin antes lavarse cuidadosamente las manos, observando la tradición de sus mayores; y si vuelven del mercado, no comen si no se lavan totalmente; y observan otras muchas reglas tradicionales, como el lavado de copas, jarras y ollas [y mesas]–. De modo que los fariseos y los letrados le preguntaron: —¿Por qué no siguen tus discípulos la tradición de los mayores, sino que comen con manos impuras? Les respondió: —Qué bien profetizó Isaías de vuestra hipocresía cuando escribió: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí; el culto que me dan es inútil, pues la doctrina que enseñan son preceptos humanos. Descuidáis el mandato de Dios y mantenéis la tradición de los hombres. Llamando de nuevo a la gente, les dijo: —Escuchad todos y atended. No hay nada afuera del hombre que, al entrar en él, pueda contaminarlo. Lo que sale del hombre es lo que lo contamina. De dentro, del corazón del hombre salen los malos pensamientos, fornicación, robos, asesinatos, adulterios, codicia, malicia, fraude, desenfreno, envidia, blasfemia, arrogancia, desatino. Todas estas maldades salen de dentro y contaminan al hombre.
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