Del largo texto de Marcos me sobrecoge en especial una frase de Jesús, breve, preciosa, tranquilizadora, cuando el Maestro le dice a Jairo «no temas, basta que tengas fe».
Es la confirmación de lo que poco antes había manifestado a la mujer que tocó sus ropas diciéndole «tu fe te ha salvado». A la mujer y a Jairo no les hizo falta nada más.
A mí la fe también me salvó. Fe en ambas direcciones: mi fe en Dios, —unas veces colmada de dudas, otras veces contaminada de dolor por todo lo que no entendía—, se compensaba con la fe que el Padre tuvo siempre en mí. En mis peores experiencias durante la vida confusa dentro del armario, Dios no me perdió de vista. Nunca me abandonó. Jamás dejó de creer en mí.
Así, cuando estuve tan desesperado como la mujer que perdía sangre, toqué el manto de Jesús; y cuando, como Jairo, corría asustado porque algo mío estaba muriendo, pedí ayuda a Jesús.
No existen las casualidades sino las cosas De Dios, y es extraordinario cómo habla en el momento preciso. Mientras reflexiono este texto de mujeres que sufren y personas que confían ciegamente en el Padre, mi madre dejaba este mundo. No puedo decir que me encuentre bien pues siento que algo se ha roto en mí, pero las palabras de Jesús a Jairo son lo único que necesito escuchar, y me recuerdan la certeza de que mi madre goza de otra vida mejor.
Con ella durante mi vida dentro del armario también se dio esta fe a dos bandas que en su momento experimenté con Dios. Yo esperaba de ella y con ella y mi madre nunca dejó de creer en mí, sin importarle cómo era yo, respetando mi silencio y abrazando mis miedos amorosamente. Todas las madres conocen a sus hijos tan profundamente que es imposible guardar secretos con ellas. Como con Dios.
Dios nos ama como solo ama una madre.
Solo echo en falta el haber hablado más con ella de cuánto me quería así, con mis cosas, con mis sueños hechos realidad. Y escuchar de su boca mil veces: “no temas, todo va a ir bien”.
Jesús cruzó, de nuevo [en la barca], al otro lado del lago, y se reunió junto a él un gran gentío. Estando a la orilla llegó un jefe de la sinagoga llamado Jairo, y al verlo se postró a sus pies y le suplicó insistentemente: —Mi hijita está en las últimas. Ven e impón las manos sobre ella para que sane y conserve la vida. Se fue con él. Le seguía un gran gentío que lo apretaba por todos lados. Una mujer que llevaba doce años padeciendo hemorragias, que había sufrido mucho en manos de distintos médicos gastando todo lo que tenía, sin obtener mejora alguna, al contrario, peor se había puesto, al escuchar hablar de Jesús, se mezcló en el gentío, y por detrás le tocó el manto. Porque pensaba: Con sólo tocar su manto, quedaré sana. Al instante desapareció la hemorragia, y sintió en su cuerpo que había quedado sana. Jesús, consciente de que una fuerza había salido de él, se volvió a la gente y preguntó: —¿Quién me ha tocado el manto? Los discípulos le decían: —Ves que la gente te está apretujando, y preguntas ¿quién te ha tocado? Él miraba alrededor para descubrir a la que lo había tocado. La mujer, asustada y temblando, pues sabía lo que le había pasado, se acercó, se postró ante él y le confesó toda la verdad. Él le dijo: —Hija, tu fe te ha sanado. Vete en paz y sigue sana de tu dolencia.
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