Sobre Marcos 9, 38-43.45.47-48
Cuando salí del armario tuve que aprender a interpretar los Evangelios de forma alegre y provocadora; la Palabra de Dios, ya a la luz del día, sin las tinieblas del ropero donde todo me llegaba tenebroso y distorsionado, había tomado otro sentido.
Buena parte del final de mi-vida-dentro-del-armario fui catequista. Y en esta etapa no me sentí nunca realmente feliz en el pleno sentido de la palabra. Ciertamente mi experiencia fue por un lado gratificante —pues aprendí mucho y recibí aún más—, por otro respetable y respetuosa —nunca me aparté de lo doctrinal, muy a mi pesar— y finalmente, me llevó a enfrentarme a la verdad y a decidir ponerme ante Dios con las cartas boca arriba, por lo que de alguna forma también tuvo un aspecto instrumental, fue el martillo que golpeó el clavo que me hizo sentir el dolor y notar la sangre; también la mecha que prendió el explosivo; una herramienta que se hizo a fragua lentamente hasta poder ser eficaz. Un decirme "¿qué hago yo aquí?" para después buscar la salida.
Mi periodo de catequista de jóvenes no me ayudó a ver en los Evangelios un mensaje acogedor; solo observaba en la Palabra amenazas del tipo "si no dejas de ser así..."
Y evidentemente yo no podía dejar de ser como era. De ahí mi tristeza, mi infelicidad en ese tiempo de animador pastoral, por mucho que disimulase todo tipo de sentimientos utilizando las caretas que con eficacia había aprendido a usar desde pequeño, para aparentar la "normalidad" de un chico heterosexual. Lo que anunciaba a esas chicas, a esos chicos no era la alegría del Evangelio. Y aquí quiero perdón por no haber sido valiente a tiempo, en especial por no haber sido tan fuerte como para ofrecer una palabra de esperanza a las chicas y chicos LGBTIQ+ que pasaron junto a mí mientras miraba a otro lado para no ponerme en evidencia.
Sale esto en mi oración sobre el texto de Marcos porque esta lectura es una de las que me producían escalofríos. Claro es, siempre me la habían enseñado (y yo “profesionalmente” así la transmitía) en el sentido amenazante, alimentando el papel de víctima que de manera conformista había aceptado ser. Cada uno de los aspectos que caracterizaban mi identidad homosexual tenían que ser amputados para poder entrar en el Reino. Tuerto, cojo, manco debía ser, renunciando a todo eso que me habían ido dicho que eran "comportamientos intrínsecamente desordenados y contrarios a la ley natural". Pero que para mí eran tan naturales como mi color de piel, y tan inevitables como el color de mis ojos.
Es como el pasaje de Mateo 16... "el que quiera venir conmigo que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y me siga." Estos textos han sido oportunamente utilizados siempre para indicar el camino a las personas LGBTIQ+, si querían seguir fieles al Reino de Dios. En ambos casos, la doctrina da por hecho que como homosexual tengo “cosas que podar y arrancar” y también tengo “una cruz que he de cargar resignadamente toda mi vida” porque solo así llegaré a salvarme.
Al salir del armario necesitaba oxígeno. Y paradójicamente lo encontré en las mismas palabras de Jesús que antes me agobiaban. A eso me refería cuando decía que tuve que aprender a leer los Evangelios de otra forma, desbaratando el lenguaje inquisidor transformándolo en un mensaje positivo y alentador. Descubriendo el escándalo del Evangelio. Eliminando el título de juez implacable que había dado a Dios Padre y explorando la infinita humanidad de Cristo, que era mi hermano y cuya fraternidad me parecía gozosamente novedosa.
De repente los Evangelios no me atacaban ni me ofrecían pesadas cargas difíciles de llevar, sino que me brindaban instrumentos para poner en valor mis dones al servicio del Maestro, y curaban mi sensación de víctima, hasta el punto de poder perdonar a quienes alguna vez se creyeron verdugos y pensaron hacerme daño.
Quienes hemos pasado por este proceso de sanación y de descubrimiento del Evangelio como provocador, por cuanto significa de liberación para el hombre y de la mujer, sentimos la clara necesidad de anunciarlo. Porque manifiestamente hemos sido redimidos por Cristo y queremos contarlo. Pero no pertenecemos a los doce. Eso asusta al grupo oficial y el Juan de turno, alarmado, cuenta que algunos que no pertenecen a lo “tradicionalmente admitido” están anunciando que Jesús es el Salvador de todas y de todos sin excepción. Y, lo que es peor, que están expulsando demonios —siglos de sentimiento de culpabilidad, complejos, desesperanzas, humillaciones, cargas pesadas y complicadísimas de llevar—, y lo hacen en nombre de Cristo.
También desde este punto concreto contemplo el texto de Marcos. Pero lo miro con gratitud. Porque estoy convencido de que Jesús volvería a contestar igual, «no se lo prohibáis, porque nadie que haga un milagro en mi nombre puede hablar mal de mí».
Probablemente también diría «al que tenga ocasión de pecado para uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que lo echaran al mar con una rueda de molino al cuello».
Las personas LGBTIQ+ somos esos pequeños, esas pequeñas de la Iglesia que estamos poco más que percibiendo cómo nos ama Dios a través de nuestro hermano Jesús de Nazaret.
Experimentar esta certeza es hacernos uno en el Salvador.
Juan le dijo: —Maestro, vimos a uno que expulsaba demonios en tu nombre, y tratamos de impedírselo porque no va con nosotros. Jesús respondió: —No se lo impidáis. Aquel que haga un milagro en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. Quien no está contra nosotros, está a nuestro favor. Quien os dé a beber un vaso de agua en atención a que sois del Mesías os aseguro que no perderá su paga. Si alguien escandaliza a uno de estos pequeños que creen [en mí], más le valdría que le atasen una piedra de molino en el cuello y lo arrojaran al mar. Si tu mano te hace caer, córtatela. Más te vale entrar manco en la vida que con las dos manos ir a parar al horno, al fuego inextinguible. Si tu pie te hace caer, córtatelo. Más te vale entrar cojo en la vida que con los dos pies ser arrojado al horno. Si tu ojo te hace caer, arráncatelo. Más te vale entrar con un solo ojo en el reino de Dios que con los dos ojos ser arrojado al horno, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga.
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