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julio 05, 2023

XXIII SENTIRSE ORGULLOS@

Sobre Lucas 1, 57-66. 80

Durante mucho tiempo no he sabido muy bien quién era yo. Andaba confundido entre lo que presentía y la persona que aparentaba ser. Esta es una experiencia común a muchas personas LGBTIQ+ durante la vida dentro del armario. Vida que se hace dolorosa si además se tiene fe. Mucha o poca, da igual. Ya no es solo la presión social, familiar… sino también el hostigamiento constante, persistente, de quienes en nombre de Dios me hacían creer que sentir como sentía, ser como soy es pecado, que lo que yo vivo es un absoluto comportamiento desordenado y, por tanto, que poseo el estigma de esos que nunca verán a Dios.

Este sentimiento de culpa y de vergüenza forjó mi desconfianza en las demás personas, a quienes en muchas ocasiones atribuía el poder de leer mis gestos, mis miradas o incluso mi mente, y con esa habilidad temí que podrían descubrir mi secreto.


En realidad, durante la mayor parte de mi historia viví con miedo. Miedo a las mujeres y hombres, personas cercanas y lejanas que de algún modo podrían hacerme daño. Miedo a mis padres y hermanos porque podría causarles dolor. Miedo a Dios porque iba a castigarme. Y miedo a mí mismo, porque no me aceptaba y me asustaba lo que sentía.

Jamás me sentí orgulloso de como era. Dentro del armario no entra la luz, no hay espejos, no hay posibilidad de sosegarse, de tranquilizarse, de encontrarse. No hay tiempo de valorarse. No se conceden oportunidades.


Mientras reflexiono este Evangelio de Lucas y hablo de mi orgullo, se está preparando la marcha de la dignidad de las personas LGBTIQ+ en Sevilla, el Orgullo LGBTIQ+. Yo no me apoderé de mi dignidad ni me sentí orgulloso de como soy hasta que no estallé como una granada y me rendí a la evidencia de que, o dejaba entrar a Dios en mi vida y me ponía en sus manos, o nada tendría sentido desde Él a partir de ese punto, y tomaría el camino contrario.


El Orgullo -del que tan gratuitamente se habla en estos días- no es una reivindicación presuntuosa, ni una simple demanda de derechos. No es una queja social ni una fiesta vanidosa. Sí es el grito alegre que confirma algo tan humilde como es la certeza de que somos personas. Y para las creyentes también es la seguridad de que somos hijas e hijos de Dios.


Mi orgullo nace desde ahí, de la dualidad de sentirme uno más entre los demás seres humanos y de apreciarme como hijo querido de Dios. Soy como soy, sin más conflictos, y Dios me ama así. Y esta "alegría de sentirse bien con uno mismo" (eso que llaman orgullo) surge de una firme búsqueda de Dios por parte de quien no sabe muy bien quién es e indaga su propia identidad, escudriña buscando su nombre porque necesita encontrarse consigo mismo y aceptarse.


Al hijo de Isabel iban a llamarlo Zacarías como a su padre, pero la madre intervino y dijo que se llamaría Juan. Fui mucho tiempo Zacarías y así hasta que me llamaron por mi nombre, el que soy y no otro, el que Dios pronuncia, el que quiere Dios que sea, el que espera Dios que sea. Es extraordinario cómo habla el Padre y da sentido a todo cuanto nos ocurre. Aún después de muchos años Dios es sorpresa que ilumina rincones escondidos de mi vida.


Cuando a Isabel se le cumplió el tiempo del parto, dio a luz un hijo. Los vecinos y parientes, al enterarse de que el Señor la había tratado con tanta misericordia, se congratulaban con ella. Al octavo día fueron a circuncidarlo y lo llamaban como a su padre, Zacarías. Pero la madre intervino: —No; se tiene que llamar Juan. Le decían que nadie en la parentela llevaba ese nombre. Preguntaron por señas al padre qué nombre quería darle. Pidió una tablilla y escribió: —Su nombre es Juan. Todos se asombraron. Al punto se le soltó la boca y la lengua y se puso a hablar bendiciendo a Dios. Toda la vecindad quedó sobrecogida; lo sucedido se contó por toda la serranía de Judea y los que lo oían reflexionaban diciéndose: —¿Qué va a ser este niño? Porque la mano del Señor lo acompañaba. Cuando a Isabel se le cumplió el tiempo del parto, dio a luz un hijo. Los vecinos y parientes, al enterarse de que el Señor la había tratado con tanta misericordia, se congratulaban con ella. Al octavo día fueron a circuncidarlo y lo llamaban como a su padre, Zacarías. Pero la madre intervino: —No; se tiene que llamar Juan. Le decían que nadie en la parentela llevaba ese nombre. Preguntaron por señas al padre qué nombre quería darle. Pidió una tablilla y escribió: —Su nombre es Juan. Todos se asombraron. Al punto se le soltó la boca y la lengua y se puso a hablar bendiciendo a Dios. Toda la vecindad quedó sobrecogida; lo sucedido se contó por toda la serranía de Judea y los que lo oían reflexionaban diciéndose: —¿Qué va a ser este niño? Porque la mano del Señor lo acompañaba. El niño crecía, se fortalecía espiritualmente y vivió en el desierto hasta el día en que se presentó a Israel.

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