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julio 17, 2023

XXXV ¿QUIÉN DECÍS QUE SOY?

Sobre Marcos 8, 27-35

«¿Quién decís vosotros que soy yo?» La pregunta que Jesús hace a sus amigos los deja trastornados. Y era precisa, obviamente, porque necesitaba saber en qué punto se encontraba y si quienes estaban caminando junto a Él tenían claras las cosas. Hacía poco tiempo que Jesús había salido de su vida oculta, de su armario particular, en el que estuvo sin darse a conocer —según los evangelios— desde la pista que nos da Lucas cuando cuenta que se perdió de sus padres con doce años, y lo encontraron en el Templo de Jerusalén sentado entre los maestros haciéndoles preguntas.


Él no estuvo escondido por miedo a nada, sino porque aún no había llegado el momento de darse a conocer.

Yo sí me oculté por miedo a ser excluido, despreciado, señalado y marcado, como le sucede a muchas personas LGBTIQ+ ahora. Y todavía estuve más al fondo del armario a causa de los condicionantes religiosos que agravan el sentimiento de culpabilidad hasta límites dolorosos, como también experimentan hoy en día muchas personas LGBTIQ+ cristianas.


La respuesta a la pregunta personal "¿quién creen (mi familia, mis amigos, mis compañeros, mis educadores y conocidos, ...) que soy yo"— era justamente la que me tenía paralizado. Estaba asustado por si ese dictamen fuera hiriente y traumático, y pudiera traducirse en consecuencias desoladoras, como había podido observar en otras personas. Un vecino de casa era abiertamente homosexual y los mayores nos advertían que no subiéramos a solas con él en el ascensor. Mi amigo Gonzalo tiene una inevitable pluma desde que era un crío, y las vejaciones y burlas en clase y los vestuarios eran continuas. No estaba dispuesto a arriesgarme tanto. Tenía miedo.


Por supuesto dentro del armario era imposible no enfrentarse a esa pregunta de Jesús tal cual. Y muchas veces reflexioné sobre ello. ¿Quién era Cristo para mí? Yo no había perdido la fe y nadie iba a echarme de la Iglesia mientras fuese capaz de guardar mi armario cerrado. Pero mi respuesta a su pregunta directa evolucionaba a medida que mi resentimiento —a causa del daño que me estaba haciendo el ingrediente religioso— crecía en mis tripas como la espuma. Jesús para mí llego a ser aquel por el que sus seguidores más piadosos rechazaban a las personas LGBTIQ+; Jesús era la razón de ser por la que los escribas y sacerdotes de nuestra época habían dejado escrito que mis actos son "intrínsecamente desordenados, contrarios a la ley natural y no pueden recibir aprobación en ningún caso" (Cfr. CCE 2357). Esa era finalmente mi respuesta enojada a la pregunta de Jesús. Es decir, Jesucristo cada vez era menos en mi vida.


Solamente cuando di otra vuelta a la pregunta y me interesé en saber quién decía Jesús que era yo, pude reconciliarme y comenzar a calmar el dolor. No fue un proceso fácil. Hubo un gran desierto. Pero ineludiblemente ahí estaba esperándome paciente, y en ese instante ocurrieron dos cosas: contesté afirmando que Él era el Mesías, El Salvador, el reencarnado por Dios hecho hombre también para mí, como para toda la humanidad sin excepción. Y la segunda cosa que sucedió es que alcancé el suficiente valor para salir del armario como hombre tal cual soy, pero sobre todo como hombre que cree en Dios, en el Dios de todas y de todos. Me gusta contar que el Señor me llevó al desierto y allí me sedujo, habló a mi corazón y le respondí, ese precioso texto de Oseas que me marcó para siempre.


Desapareció el resentimiento en la medida en que supe discernir entre lo que es cosa de Dios y lo que es cosa de los hombres. Dios evidentemente no ha escrito ese trágico y doloroso epígrafe del catecismo. Dios tampoco está en quienes agitando el signo de la Cruz siguen atacando incluso con violencia a las personas LGBTIQ+. Ese convencimiento de que Dios no tiene nada que ver porque de ninguna forma esos comportamientos y actitudes son obra suya, me ha permitido también perdonar. Al separar a Dios de todo eso quedan al descubierto los hombres, y puedo perdonar a cualquier ser humano con mayor o menor esfuerzo. Finalmente, al desaparecer el resentimiento también se esfuma el sentimiento de víctima. Queda una profunda paz liberadora.


Contemplar este texto de Marcos, situarme allí y observar la escena con los cinco sentidos, me sobrecoge porque actualiza su pregunta en mí, la escucho, veo las dudas de los discípulos como las propias mías, y soy testigo de cómo se remueve Pedro cuando oye de boca de Jesús quién es realmente Él y cuánto ha de suceder. Confirmo mi deseo de conocer internamente a Cristo que se ha hecho hombre por mí, para más amarle y seguirle. Cristo que me quiere como soy, sin condiciones. La voz de Jesús es firme y dulce a la vez. Invita a la libertad, a confiar, a dejarse hacer en sus manos. Así que cuando dice que quien quiera ir con Él ha de tomar su cruz, me acuerdo de cuántas otras cargué sin contar con sus brazos y me imagino lo bueno que será compartir con Él ese leño todo el tiempo que haga falta.



Jesús emprendió el viaje con sus discípulos hacia las aldeas de Cesarea de Felipe. Por el camino preguntó a los discípulos: —¿Quién dice la gente que soy yo? Le respondieron: —Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que uno de los profetas. Él les preguntó: —Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Respondió Pedro: —Tú eres el Mesías. Entonces les ordenó que a nadie hablaran de esto. Y empezó a explicarles que aquel Hombre tenía que padecer mucho, ser rechazado por los senadores, los sumos sacerdotes y los letrados, sufrir la muerte y después de tres días resucitar. Les hablaba con franqueza. Pero Pedro se lo llevó aparte y se puso a reprenderlo. Mas él se volvió y, viendo a los discípulos, reprendió a Pedro: —¡Aléjate de mi vista, Satanás! Tus pensamientos son los de los hombres, no los de Dios. Y llamando a la gente con los discípulos, les dijo: —Quien quiera seguirme, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y me siga. Quien se empeñe en salvar su vida, la perderá; quien la pierda por mí y por la Buena Noticia, la salvará. 

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