Antes de salir del armario, y aún después, más de una vez me encontré pronunciando la frase que Juan pone en boca de los discípulos que querían abandonar a Jesús: «esta doctrina es inadmisible». La diferencia es que estos que habían seguido al Maestro durante un tiempo, de repente se daban cuenta de que lo que Él les planteaba era cambiar radicalmente de estilo de vida y así ser instrumentos para transformar el mundo. Eso era inaceptable para ellos porque les suponía mucho más de lo que estaban dispuestos a dar.
Yo, sin embargo, me conformaba siglos después con que la doctrina de la Iglesia fuera más amable conmigo, no me condenara con tanta pasión ni me obligara a esconder una parte importante e indivisible de mí mismo: mi identidad sexual.
Aquellos discípulos que acusaban a Jesús de radical pervivieron en el tiempo, y gente como esa consiguió que lo que el Mesías dijo, hizo y quedó recogido en las Escrituras se tergiversase tanto que, paradójicamente, seamos muchas las personas que clamamos para que esta doctrina de escasa misericordia y abundantes normas superadas, esta doctrina inadmisible, sea revisada y humanizada. Que se haga tan humana como el propio Jesús, que se hizo uno entre hombres y mujeres para hacernos ver que Dios no era el juez dramático, inflexible, severo e intolerante que se nos hace creer, sino más bien un Padre bueno, el Abbá de Jesús, el papá que tan nerviosos ponía a los fariseos de entonces y tanto encrespa a los fariseos de ahora.
Dentro del armario no vivía el concepto de seguir a Jesús, pues me importaba mucho más la "simpleza" de no alejarme de Él, porque las tentaciones eran tan numerosas como cada motivo para seguir escondido. No encontraba en los Evangelios ni una sola razón que justificara una doctrina tan feroz contra los homosexuales, pero debía de ser algo muy grave para que la Iglesia se ocupara con tanta pasión por el sexto mandamiento y sus derivados.
Al salir del armario no cambió demasiado la situación. Me había hecho visible y esa doctrina ya no me daba miedo, pero me producía rabia. Por otro lado, me sucedió como en el pasaje de Juan que hoy nos ocupa: no me asustaba la doctrina que proponía Jesús y llegado el momento no deseaba irme y abandonar sino seguir adelante. Dentro del armario no podía más que mantenerme encendido, pero ahora quería arder, dar fuego de ese que había ido alimentando tantos años en la fragua, oculto y callado. La Doctrina de Jesús frente a la doctrina que me había tenido enterrado tantos años. ¿Cómo iba a echarme atrás ahora? ¿Cómo marcharme, Señor? ¿A dónde iría? Tus Palabras dan vida eterna. Yo creo y sé que eres el santo de Dios.
¡Y hay tanto por hacer!
Muchos de los discípulos que lo oyeron comentaban: —Este discurso es bien duro: ¿quién podrá escucharlo? Jesús, conociendo por dentro que los discípulos murmuraban, les dijo: —¿Esto os escandaliza? ¿Qué será cuando veáis a este Hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es el que da vida, la carne no vale nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Pero hay algunos de vosotros que no creen –desde el comienzo sabía Jesús quiénes no creían y quién lo iba a traicionar–. Y añadió: —Por eso os he dicho que nadie puede acudir a mí si el Padre no se lo concede. Desde entonces muchos de sus discípulos se echaron atrás y ya no andaban con él. Así que Jesús dijo a los Doce: —¿También vosotros queréis marcharos? Simón Pedro le contestó: —Señor, ¿a quién iremos? Tú dices palabras de vida eterna. Nosotros hemos creído y reconocemos que tú eres el Consagrado de Dios.
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