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septiembre 01, 2023

LXXXIII LA ESPERA

Sobre Mateo 24, 37-44



Suelo contar que estos pasajes de los Evangelios, en los que Jesús hace mención al fin de los tiempos o a la llegada inesperada de la muerte, me producían un inmenso temor cuando estaba en lo más hondo del armario, más aún siendo un niño y un joven asustado.

Cuando los escuchaba en la Eucaristía, en celebraciones, oraciones, o los leía en la incansable búsqueda de algo que calmase mi sed de respuestas, siempre me surgía una duda: “Si hoy Dios me llama y muero, ¿qué podré presentarle?”. 


Según la “logica religiosa” en la que me habían educado no cabía que siendo homosexual pudiera aspirar a gozar de la presencia de Dios. 

Siendo un niño, un chaval, cuando comprendí que lo que me pasaba era algo mío, tan irremediable como inconfesable que urgentemente debía pasar a lo secreto, me imaginaba que al morir de repente, Dios me diría que los maricas no podían entrar en el cielo. A partir de ahí todo lo demás era secundario. Podría haber sido buena persona, pero ser homosexual restaba puntos a toda mi vida. 

Una vez, con poco más o menos catorce años, escuché decir a un hombre algo que se me quedó grabado. Esta persona hablaba de García Lorca ponderando su estilo literario y su obra. Después de alabarlo un buen rato sentenció: “pero era maricón”. Así que todo lo bueno que había en Lorca como persona, como creador, como ser humano quedaba inhabilitado, porque su identidad sexual prevalecía como signo negativo, era razón de condena y pesaba como una losa ocultando su grandeza.


Cuento esta anécdota como una más de todas las que sufrí, y seguro de que cualquier persona LGBTIQ+ puede haber vivido cosas semejantes. De forma corriente la educación, la formación religiosa y la propia sociedad imponían unas reglas en las que ser homosexual era tan trágico y vergonzante como ser ladrón. Aún peor, porque si la persona era acusada de ladrona aún habrá quien pueda pensar que robaba para comer, pero si era descubierta como homosexual todo el mundo afirmaba que se palpaba la degeneración y el vicio. En esas circunstancias, lo más sensato cuando se quería sobrevivir sin problemas era encerrarse en el armario. 

Siento decir que en el presente, a pesar de que la sociedad se muestra más abierta e inclusiva y la legislación favorece el respeto a los derechos de las personas LGBTIQ+, todavía hay evidentes muestras de homofobia y transfobia, prejuicios, tópicos, comportamientos condescendientes y falsedades que muchas veces hacen muy difícil la visibilidad deseada. Por eso sigue habiendo armarios en el siglo XXI.


El armario ya es terrible para cualquier persona LGBTIQ+, pero para las creyentes —en nuestro caso las católicas— lo es aún más. Porque a la presión familiar y social se une la doctrina de la Iglesia y su más que discutible interpretación de la Palabra de Dios en referencia a las personas no heterosexuales. Durante muchos años me hicieron sentir un desgraciado por ser como era, y continuamente pedía al Padre que me hiciese “normal”, porque tenía miedo a que mi familia lo supiera, a que mis amigos se burlaran, a sufrir en definitiva, pero sobre todo porque no vería a Dios, pues todo apuntaba a que Él no quería a las personas como yo. Entonces surgía esa pregunta: “Si hoy Dios me llama y muero, ¿qué podré presentarle?”.

Este sentimiento, mezcla de indefensión y tremenda fragilidad, alimenta la soledad afilada y lacerante que hace perder poco a poco la esperanza. Por eso cuando con dieciséis años tomé aquellas pastillas para terminar cuanto antes, lo hice porque me daba vergüenza que se enterara mi familia, tenía miedo de que mis amigos me hicieran daño y también porque me habían hecho creer que Dios no me amaba como yo era y por eso nada merecía la pena.

Otra vez siento afirmar que sigue habiendo personas LGBTIQ+ que dejan de ver la luz de Dios porque se la ocultan, porque se la esconden. Hoy sigue habiendo personas LGBTIQ+ que prefieren morir a vivir sin esperanza.


Ahora sé que mis muchos años de armario, plagados de experiencias de todo tipo, sólo tienen sentido desde Cristo. La fe que me transmitieron mis padres se quedó fuera del armario y tuve que volver a creer una vez me encerré en él, empezando desde cero, en total soledad, soportando obstáculos, sorteando escollos y salvando dificultades. Desde luego la fe no me ha sido dada sino que la tuve que conquistar después de vencer muchas batallas a solas. Mi fe me la dio el bautismo pero realmente yo no me he sentido bautizado hasta que no salí del armario, porque es cuando noté el fuego del Espíritu atravesándome, dándome fuerzas para reaccionar y comenzar a caminar. Por eso mi fe es tan fuerte. Me ha costado tanto conservarla que nada ni nadie podrá arrebatármela.


Todos los armarios de las personas LGBTIQ+ cristianas tienen mucho de lo que dice Jesús, porque en realidad son un largo tiempo de espera en continua alerta: “estad en vela, vigilad, estad preparados”. Pero de eso fui consciente cuando entendí que su promesa, en la que anunciaba que el Hijo del hombre vendría muy pronto, no se refería a ningún acontecimiento apocalíptico sino a algo muchísimo más cercano a mí: el instante de reconocer que Jesús daba sentido a mi existencia y no cualquiera de las cosas que me habían hecho temblar toda la vida.

Jesús llevaba mucho tiempo diciéndome que vigilara el momento. Yo pensaba que pedía que me arrepintiese de ser como soy, pero me estaba advirtiendo de que buscara la oportunidad de reaccionar y saltar, de salir a la vida, de ser yo mismo y por eso de gozar de Él como no lo había hecho desde que era muy niño. 


La llegada del Hijo del Hombre será como en tiempos de Noé: en [aquellos] días anteriores al diluvio la gente comía y bebía y se casaban, hasta que Noé se metió en el arca. Y ellos no se enteraron hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos. Así será la llegada del Hijo del Hombre. Estarán dos hombres en un campo: a uno se lo llevarán, al otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo: a una se la llevarán, a la otra la dejarán. Así pues, velad, porque no sabéis el día que llegará vuestro Señor. Y sabéis que, si el amo de casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, estaría velando para que su casa no fuese asaltada. Por tanto, estad preparados, porque este Hombre llegará cuando menos penséis. 

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