Sobre Mateo 2, 13-15.19-23
En las familias —como en todo— es indispensable el amor. De un tiempo a esta parte se han producido intentos de apropiación de la familia y su concepto por parte de quienes no aceptan la posibilidad de que Dios también pudiera haber acampado en el corazón de otros modelos no “tradicionales” —por utilizar un término muy al uso.
Siempre me ha llamado la atención que la parte más conservadora y tradicionalista de la Iglesia no tuviera en cuenta la continua evolución de la familia desde los tiempos del nacimiento de Jesús e incluso generaciones anteriores. Cualquier manual básico de historia o de antropología ofrece para esa época un modelo de familia coincidente con el nacimiento de Jesús mucho más cercano al clan y a la tribu que a lo que podemos entender hoy por núcleo familiar de padres e hijos sin más. María y José difícilmente habrían salido adelante sin la ayuda de sus parientes, el conjunto de lazos de sangre que configuraban su clan, su verdadera familia.
Pero todo eso sería demasiado complicado de explicar a los destinatarios del Evangelio de Mateo. Por eso la imagen que ofrece el evangelista es la de una pareja que huye con su hijo a un lugar seguro, primero a Egipto, luego a Nazaret.
Lo que vemos es lo que el evangelista quiere que sea el centro de la historia: los esposos, fieles el uno al otro y leales a Dios, cuidan de su bebé con la certeza de que en ese Niño está la promesa del Señor. Y en la escena llena de dramática ternura se palpa el amor, el cariño, el afecto, el quererse.
Singularmente el evangelista quiere hacernos ver que Jesús estaba integrado en una familia poco más o menos como otras, al igual que anteriormente (en Mateo 1, 18) nos mostró que Jesús provenía de un largo linaje que comenzaba en David, hijo de Abrahán y terminaba en José. Además destaca de forma muy visible el amor que se observa en la pareja y su confianza plena en Dios.
En definitiva, Mateo presenta a la familia de Jesús como paradigma de familia. Nadie creería en un Mesías que careciera de una historia fiable.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte se nos hace creer que lo importante es el nombre, el sustantivo, y no lo que significa profunda e íntimamente. Por ejemplo, la palabra familia se pervierte cada vez que se somete su alcance más intenso y perfecto a los adjetivos “tradicional” y “cristiana”. Quien afirme que la familia tradicional cristiana es el único modelo de familia válido se equivocará. Pero además estará excluyendo a otros modelos de familia creyentes que, con toda seguridad, son agradables a los ojos de Dios.
Cuando en el año 2005 la Conferencia Episcopal Española tomo la iniciativa (en la sombra) y convocó la manifestación en defensa de la familia, me preguntaba constantemente qué estaría pensando el mismísimo Dios Padre y Madre sobre todo ese montaje. Recuerdo que el lema era “la familia lo primero”, y yo bromeaba diciendo: “y el amor al prójimo lo segundo, o lo último”.
En esa manifestación y sus secuelas se utilizó a la familia como arma arrojadiza contra otras “perversidades inmorales” que se hacían realidad en la sociedad española: el matrimonio entre personas del mismo sexo y el derecho a adoptar por parte de parejas del mismo sexo. En realidad nadie de los convocantes a toda esa movida de pancartas se iba a parar a desarrollar una pastoral seria, comprometida, evangelizadora, creativa, consecuente para trabajar los nuevos modelos de familia cristiana que estaban a punto de aparecer, sino que una vez más todos aprovechaban para satanizar a las personas LGBTIQ+, condenar al infierno al matrimonio igualitario y acusar de indecente y deshonesto al derecho de adopción, asegurando que esos niños serían cuando menos educados en el pecado y terminarían siendo homosexuales como sus padres.
De esa época guardo tristes recuerdos. Durante toda mi vida me avergoncé de ser homosexual y sufrí mucho para salir del armario. Pero por primera vez me avergonzaba de ser cristiano perteneciente a una Iglesia tan inmisericorde, y no encontraba palabras para que no se marcharan tantas personas LGBTIQ+ creyentes como apostataron durante ese tiempo, alejándose definitivamente.
Mientras escribo estas reflexiones recuerdo a algunas familias a las que conozco y amo profundamente. Son familias cristianas en las que el amor de la pareja ha hecho posible superar todos los obstáculos. En las que el respeto entre padres e hijos es una constante que genera confianza y fidelidad. En las que hay apoyo de unos hacia otros, incluso están atentos a las necesidades de otras familias creando lazos fraternales. En los que se crece en la fe, se confía en Dios, Padre y Madre de todas y de todos sin excepción.
Algunas de esas familias tienen dos padres o dos madres. No tengo la menor duda de que el Señor las guarda en su corazón como sagradas familias, igual que a las demás, igual que a la pequeña familia que iba camino de Egipto, después a Nazaret.
Negar eso es oponerse a la desconcertante, abrumadora y sorprendente creatividad de Dios.
Cuando se marcharon, un ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: —Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y quédate allí hasta que te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo. Se levantó, todavía de noche, tomó al niño y a su madre y partió hacia Egipto, donde residió hasta la muerte de Herodes. Así se cumplió lo que anunció el Señor por el profeta: Llamé a mi hijo que estaba en Egipto. A la muerte de Herodes, el ángel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: —Levántate, toma al niño y a su madre y regresa a Israel, pues han muerto los que atentaban contra la vida del niño. Se levantó, tomó al niño y a su madre y se volvió a Israel. Pero, al enterarse de que Arquelao había sucedido a su padre Herodes como rey de Judea, temió dirigirse allá. Y avisado en sueños, se retiró a la provincia de Galilea y se estableció en una población llamada Nazaret, para que se cumpliera lo anunciado por los profetas: Será llamado Nazareno.
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